«Estamos gobernados por psicópatas, no sienten el dolor que causan». La frase es de Endika Zulueta, un abogado lúcido y valiente, leal como pocos a las causas de la justicia social. Y, aunque a simple vista parezca una exageración, si analizamos con frialdad nuestro tiempo social y político veremos hasta qué punto es, en la […]
«Estamos gobernados por psicópatas, no sienten el dolor que causan». La frase es de Endika Zulueta, un abogado lúcido y valiente, leal como pocos a las causas de la justicia social. Y, aunque a simple vista parezca una exageración, si analizamos con frialdad nuestro tiempo social y político veremos hasta qué punto es, en la mayor parte de los casos, un diagnóstico pasmosamente preciso.
Me cuesta creer, por supuesto, que Don Francisco Javier Fragoso, alcalde de Badajoz, y Don Guillermo Fernández Vara, presidente de la Junta de Extremadura, sean dos alevosos desequilibrados mentales que carecen de conciencia moral y disfrutan con el sufrimiento ajeno. Pero me es todavía más inverosímil aceptar que ambos gobernantes, economista el uno y médico el otro, padres de familia los dos, desconozcan el tormento que supone, para cualquier persona, no disponer de agua corriente o de un techo donde vivir.
Me consta que tanto Fragoso como Vara saben de primera mano que seis madres solteras y otras cuatro familias en situación de emergencia habitacional están alojadas desde el 13 de diciembre de 2017 en uno de los bloques abandonados del Ministerio del Interior en la barriada de Suerte Saavedra, en Badajoz. Y que en el edificio habitan diez menores y tres de las mujeres están embarazadas. Me niego a pensar que el alcalde de Badajoz pueda suponer que los niños y niñas de la barriada de Suerte de Saavedra están hechos de una pasta distinta, menos necesitados de agua para beber o lavarse, que la infancia de Las Vaguadas, la lujosa urbanización en la que viven él y su familia. Y tampoco concibo que una persona de talante afable como es el presidente de la Junta pueda, ni por asomo, conjeturar que los niños con padres y madres de clase obrera requieren el líquido más elemental de todos, menos que los niños cuyos progenitores pertenecen a la vetusta burguesía oliventina.
Nunca olvidaré el caso de una vecina de la barriada de Juan Canet, en Mérida, hace escasamente cinco años. Llevaba ocho meses sin agua y cayó enferma. El médico no se lo podía creer. Lo único que le pasaba a aquella buena mujer era que arrastraba una sarna despiadada. Me cuesta creer que tanto el alcalde de Badajoz, al frente de la institución habilitada reglamentariamente para el suministro de agua potable, como el presidente de la Junta, máximo responsable de la administración que detenta las competencias exclusivas en materia de salud, ignoren las consecuencias nocivas de no poder acceder al agua potable, máxime en tiempo de verano. Y tampoco es fácil de admitir que licenciados universitarios y experimentados políticos como son los dos puedan desconocer que el derecho al agua es un derecho humano, regulado expresamente por Naciones Unidas, cuyas resoluciones están obligados legalmente a cumplir y, en lo que hace a este asunto, garantizar el derecho de todos a «disponer de agua suficiente, salubre, aceptable, accesible y asequible para el uso personal y doméstico» (Observación número 15 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, noviembre de 2002).
Me cuesta creer que los dos políticos mencionados no sepan que Suerte de Saavedra es una de las barriadas de Extremadura más machacadas por el paro, la precariedad y la pobreza. Que sus hombres y mujeres malviven en su gran mayoría con trabajos temporales en la construcción, el comercio o el servicio doméstico, con subsidios miserables, cuando los tienen. Que sufren el constante regateo de la renta básica de inserción y el caciqueo de las bolsas de trabajo. Que, a veces, tienen que soportar el desdén de quienes ofenden el nombre de los servicios sociales, y les ofrecen los comedores de caridad y el Centro Hermano, como única solución a la miseria. Que son instruidos en la costumbre de que sus aceras estén desmigajadas y las calles y descampados del barrio estén gobernadas por los jaramagos y las ortigas. Me cuesta creer que Fragoso y Vara lo desconozcan por la sencilla razón de que ambos están a la cabeza de las políticas que lo han hecho posible, de la desidia estructural y la marginación programada de los suburbios.
Tanto Francisco Javier Fragoso como Guillermo Fernández Vara vienen desempeñando responsabilidades de partido y de gobierno desde 1995, o sea desde hace 23 años, de forma ininterrumpida. ¿Cómo podría eximírseles de la catástrofe que han sufrido y sufren millones de personas en España a consecuencia de una política de vivienda diseñada a la medida del cártel inmobiliario? Cuesta creer que no es de su incumbencia que decenas de miles de personas en Extremadura hayan sufrido desahucios o no tengan acceso a un techo. Que haya más de un millón de viviendas vacías en manos de bancos rescatados con dinero público -más de 25.000 en Extremadura-, sin cumplir función social alguna, o que se siga violentando las barriadas sociales con desalojos forzosos, criminalizando la pobreza en busca del voto de las clases medias.
Me cuesta creer que tanto Vara como Fragoso, con una legión de asesores e informadores, puedan ignorar que estas familias de Suerte de Saavedra llevan siete meses yendo a la fuente a por agua, acarreándola con garrafas y carritos. Que desconozcan que la Delegación del Gobierno ha grapado el acceso a las otras 80 viviendas vacías, para impedir así que se extienda el ejemplo de autogestión vecinal (¡antes cerradas que en manos de pobres irredentos!: ese es el mensaje brutal que dimana este gesto). O que, «curiosamente», la fuente más cercana de la que se abastecen las familias haya estado cortada dos meses. ¿Cómo iban a ignorar todo esto si, además del cortejo de asistentes, disponen de las empresas concesionarias de los servicios públicos, renovadas maquinas caciquiles que, al tiempo que sirven para contratar a afines y descabezar rebeldías, legitiman el beneficio de las élites extractivas y aceitan el acoplamiento del mundo de la política y el mundo de los negocios?
Unos y otros, las distintas facciones del poder político, se aferran a la palabra legalidad. Pero parece que las únicas «ilegalidades» en materia de vivienda y urbanismo que les interesa subrayar y reprimir son estas, las que afectan a la población más pobre. Quizás porque, como señala Raúl Zibechi, así, instalando la pobreza como problema sacan la riqueza del campo visual. Nadie ocupa una vivienda por gusto, nadie se mete en líos con la justicia o se arriesga a que le denieguen las ayudas sociales, por placer. Pero sí hay quien incumple la ley no por razones de emergencia social, sino por afán de lucro y por ostentación. ¿Cuándo va a investigar la Junta de Extremadura los chalés y urbanizaciones ilegales, algunas de ellas en espacios protegidos, ocupadas por altos cargos políticos? ¿Cuándo piensa cumplir la sentencia del Tribunal Supremo relativa a la urbanización de Valdecañas? ¿O es que cuando se trata de parientes de la familia real y de banqueros, aunque sí sean en este caso auténticos delitos, la ley es más elástica? Otro tanto y más podría decirse de Fragoso y su partido. Valga como ejemplo lo ocurrido con Golf Guadiana, un pelotazo urbanístico vergonzoso amparado desde las instancias políticas. «El Ayuntamiento no tenía constancia de que se estuviesen construyendo unos chalés», declaró Miguel Celdrán. Y se quedó tan oreado.
Quizás es ahí donde quería llegar Endika Zulueta. Disciplinados políticos al servicio de una visión delirante de la vida, una patología que reduce a la condición de mercancía necesidades esenciales del ser humano como el agua o la vivienda. Y que se guía por un principio feroz, no proclamado pero que lo empapa todo: ser pobre es un delito. Y la pobreza, como escribiera magistralmente Hannah Arendt «es algo más que la carencia», es «un estado cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante», una infamia «que coloca a los hombres bajo el imperio absoluto de sus cuerpos, esto es, bajo el dictado absoluto de la necesidad». La vida desnuda sometida a la lógica del capitalismo.
Al enemigo ni agua. Es un axioma en todas las guerras. Y, aunque no lo parezca, estamos en los albores de una guerra. Una guerra no convencional, una guerra social no declarada que han desatado los ricos y de la que cada día nos llegan nuevos destellos de anticipación. Un día nos desayunamos con la noticia de que el gobierno italiano se niega a acoger un barco de famélicos refugiados; otro día, el enésimo suicidio por desahucio, ahora un electricista de Cornellá que se lanza al vacío desde el décimo piso; y al siguiente, nos estremece la revelación de que el gobierno norteamericano está separando y «enjaulando» a los hijos de los inmigrantes que pretenden cruzar la frontera. Y, entre nosotros, en nuestro pequeño y provinciano mundo, también va creciendo la hierba asesina: Anael, un chaval de 13 años se ha electrocutado mientras jugaba en el parque de la barriada del Gurugú en Badajoz y, mientras sus padres le acompañan en el hospital, donde pelea por la vida, el banco intenta tapiar la vivienda hipotecada de la familia. Quizás el fascismo consista justamente en eso: la banalización del mal, acostumbrarse a la bajeza, asumir la barbarie como paisaje. La organización del rencor social y el escarmiento contra los de abajo, y la orquestación del miedo entre las declinantes clases medias son dos de los pilares fundamentales en los que se sustenta la ofensiva de los poderosos. Así, como apuntara Zibechi, la pobreza se convierte para las élites en un modo de garantizar la estabilidad y la gobernabilidad.
Pero, a pesar de todo, al poder no le salen las cuentas. Donde pretendían blindar la resignación, le estallan comunidades que resisten. Comunidades de lucha como este enjambre de coraje que han puesto en pie las madres de Suerte de Saavedra. Mujeres valientes como Elena, Elvira, Sole, Myriam, Saray, Rocío, Ana, María o Rosa. Arropados por las familias, por hombres luchadores como Raúl, Fernando o Fran. Y con el apoyo constante de Fátima y Pitu, del Campamento Dignidad de Badajoz y de todos los compañeros de Extremadura. Una comunidad que anticipa otro barrio y otro mundo posible. La partida no ha hecho más que comenzar. Desde su colegio llega el susurro-promesa de Manuel Pacheco, el poeta que le da nombre: todavía está todo todavía.
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