Una treintena de menores de edad viven en la calle, a las inmediaciones del puerto de Ceuta
Finalmente, durante la puesta de sol del decimoquinto día del Ramadán, cuando se rompía el ayuno, Mohamed consiguió entrar en Ceuta por la aduana de Marruecos, escondiéndose sobre el motor de un autocar. Asegura que llevaba cinco años intentando entrar en la ciudad autónoma. Desde los 11, considerando que ahora dice que tiene 16 y medio. Durante este tiempo de espera viviendo alrededor de la frontera entre Marruecos y España, en uno de los muchos intentos por entrar en Ceuta, Mohamed explica que vio morir a su amigo Ahmed, de 14 años. «Era un jueves. Yo había conseguido comida, un brik de leche y pan, y le dije a Ahmed que se lo guardara en su mochila para comérnoslo en cuanto llegásemos a Ceuta. Ahmed se colocó bajo el primer autocar y yo me escondí debajo del segundo. Cuando arrancó el autocar, escuché un fuerte golpe. Se le escaparon las manos». En este momento de la conversación, Mohamed desarrolla el pensamiento de vida de muchos de estos chicos que quieren huir de África y venir a Europa: «Lo que está escrito en el destino, pasará. Si alguna cosa viene de Dios y tiene que pasar, pasará».
Mohamed se muestra convencido de esta predestinación de que «todo pasa o pasará si Alá lo quiere»: «En cuanto naces, Dios te escribe en la frente todo lo que te va a pasar: el día que vas a morir, el día que irás a España, el día que volverás… todo lo decide Dios». «Si Dios quiere» -In šāʾ Allāh- es la expresión más recurrente en las conversaciones con estos jóvenes. Y siguiendo este determinismo religioso te responden cuando les preguntas si son conscientes del peligro que conlleva intentar cruzar el Estrecho metiéndose en un ferri de cualquier forma: jugándose la vida debajo de un camión, un autobús o en cualquier parte del barco.
A mediados de julio, una treintena de niños menores de edad (no había constancia de ninguna chica por entonces), vivían en los alrededores del puerto de Ceuta, la mayoría de entre 14 y 17 años, aunque había alguno más chico. Omar, por ejemplo, aseguraba que tenía 14 años y medio. Pero no parecía pasar de los 12. Oficialmente se los denomina Menores Extranjeros No Acompañados (MENA). Duermen donde pueden, a la intemperie, en las cercanías de la escollera que delimita el puerto de Ceuta y el polígono industrial de la Puntilla. De madrugada, cuando hay menos vigilancia en las instalaciones portuarias, es cuando dicen que es más fácil intentar su único objetivo aquí: escabullirse dentro de uno de los ferris que salen hacia la Península cruzando el estrecho de Gibraltar. El resto del día, deambulan por las inmediaciones de las instalaciones portuarias, comen lo que pueden y algunos acostumbran a terminar la jornada evadiéndose inhalando cola.
Así de rápido se resume la vida de estos muchachos que, con pocos años de vida, han dejado todo lo que conocían y ahora viven fijados en un sueño que les es lejano, pero por el que luchan cada día. Están atrapados en Ceuta. Una decena hace más de ocho meses que está en la calle. Para ellos, este es solo un impasse, un sitio y un momento de espera. Muchos, como Mohamed, tienen que volver a planificar otra escapada. Para estos chicos no existe otro juego que el de la estrategia, y este único juego tiene un nombre bien gráfico: riski.
Amín entró en Ceuta ahora hace tres meses con su padre, con el pasaporte en la mano. Este es otro patrón que se repite en muchos de los jóvenes marroquíes que están en Ceuta para pasar al continente europeo: muchos han entrado en la ciudad autónoma acompañados por sus padres, que les han dejado aquí, sin documentación, con el fin de que se busquen un futuro mejor fuera de Marruecos. Es el caso de la mayoría de chicos que proceden de la provincia marroquí de Tetuán. Un convenio con España permite a los habitantes de esta provincia poder entrar a Ceuta (pero no cruzar a la Península), sin visado y solo de día. Amín explica que su padre recoge chatarra, que es de familia pobre. Da gracias a su tía, que ayuda a sus padres y a sus hermanos, porqué su madre está enferma desde que sufrió una hemorragia cerebral y no puede trabajar. La meta de este joven de 15 años es llegar a España para trabajar «en lo que sea y donde sea» y enviar el dinero que hace falta para cuidar a su madre.
De nuevo, otro punto en común en la biografía de muchos de estos jóvenes: ayudar a la familia, de origen humilde y con problemas de salud. El perfil de Amín coincide con el de Mohamed, que también asegura que su primer reto una vez en España es trabajar para conseguir los 2.000 euros necesarios para que su madre pueda ser operada de la vesícula en Marruecos, donde dice que «nada es gratis». Ambos describen la vida en Marruecos como una vida sin oportunidades. «Una vida miserable», según Amín, que añade que se sentía «marginado y humillado. La situación en la que se encuentra Marruecos no nos aporta nada, aunque lo hemos intentado». Las mismas circunstancias por las cuales Mohamed dice que quiere dejar atrás su país: «En mi país no nos quieren. En Marruecos ni comes, ni bebes. Nadie se preocupa por ti». «¿Que por qué no he estudiado?», pregunta Mohamed. «¿Qué estudios hay en Marruecos? Allí el profesor viene, da una hora de clase y se va. ¿Dónde se supone que tienes que estudiar allí?». Y cierra la reflexión con un dicho marroquí: «En Marruecos no te sorprendes; en Marruecos no te sorprendes».
El grupo de chicos que vive en el puerto de Ceuta varía casi cada día. Bien porque alguno de ellos ha practicado el riski y no ha vuelto, bien porque, exhaustos de la vida en la calle, deciden volver a Marruecos con su familia o ir al centro de menores La Esperanza, aunque sea solo por unos días. En Ceuta hay dos centros: La Esperanza, para chicos de 9 a 18 años, y el Mediterráneo, para niños de hasta 9 años y niñas hasta los 18. La ocupación media en el centro La Esperanza es de 200 chicos. La mayoría marroquíes alrededor de los 16 años. El Protocolo de Menores Extranjeros No Acompañados que se sigue es que, cuando la Policía Nacional detecta un posible menor de edad solo en la calle, tiene la obligación de pedirle la identificación. Si este no la tiene, deben reseñarlo con un número de identificación y traerlo al centro correspondiente. Allí llevan a cabo la primera acogida y derivan el caso a la Fiscalía de Menores para que, a través de una prueba oseométrica (radiografía de muñeca), determinen si se trata o no de un menor. Si la prueba establece que no llega a los 18 años, es acogido en el centro, que deberá comprobar si es posible el reagrupamiento familiar. Si se descarta, se puede quedar en el centro. Pero este es un centro abierto y, por lo tanto, no se les puede obligar a que se queden. Aunque la mayoría hacen vida aquí, muchos, como la treintena de chicos que viven en el puerto, optan por ir allí solo cuando necesitan una ducha, un plato caliente, ropa limpia o dormir bajo techo. Su razonamiento es que no han venido a Ceuta para estar en un centro de menores para que, el día que cumplan 18 años, dejen de estar bajo tutela y se los expulse o se les deje en la calle sin la documentación para poder vivir y trabajar en España.
Cuando un menor cumple los tres meses de residencia estable en el centro, se inician los trámites para solicitar el permiso de residencia, de manera que, en cuanto cumpla los 18, no se le pueda expulsar. Un permiso que será de vigencia limitada: de un año renovable durante los cinco primeros años de vida en el centro, y de cinco años para los que llevan más de cinco años internos. Pero en el mejor de los casos -si no son expulsados por no haber llegado a tener la documentación en regla-, la mañana de su 18 cumpleaños estarán en la calle con un permiso temporal por el cual tendrán que tramitar ellos mismos la renovación, cumpliendo con todos los requisitos indispensables. Es entonces cuando se entra en el bucle: como no tienes permiso de residencia, no tienes padrón, y si no tienes padrón, no tienes permiso de residencia y, como consecuencia, no puedes trabajar. Y se encuentran con 18 años totalmente desprotegidos en las calles de una ciudad que lidera el paro en España, con una tasa del 60% de desempleo entre los menores de 25 años.
Toda esta complicación administrativa se la conocen bien los chicos que no quieren «perder el tiempo» en un centro de menores y optan por el riski hasta que «Dios traiga suerte», como dice Mohamed. Quieren llegar a Europa y, una vez en el viejo continente, ya se van a buscar la vida para resolver los inconvenientes de ser un sin papeles. Al menos tendrán los pies en la tierra donde esperan cumplir con su sueño europeo.
El sueño del fútbol
Amín dice que es consciente de la dificultad de hacerlo realidad, pero le pide a Dios que le ayude y se lo ponga fácil: «Mi afición es jugar al fútbol y jugaré al fútbol si Dios quiere. Alá es grande, afectuoso y generoso. Ayuda a todo el mundo. En cuanto haya cruzado, voy a estudiar y jugaré al fútbol para enviar dinero a mi madre. Este es el motivo que me empuja a irme al extranjero. Cuidar a mis padres. Y si Dios quiere, les haré felices y contentos. In šāʾ Allāh«. También quiere ser futbolista Mohamed: «Jugaré en el Barça, si Dios quiere. En Tánger jugaba en un equipo de fútbol, pero los padres de los chicos que tienen dinero sobornaban a los entrenadores para que se quedaran con sus hijos en el equipo, aunque no supieran jugar. Y a mí me echaban. En España me harán jugar, o no, pero puede que me convierta en el nuevo Messi».
Hoy en día, el efecto llamada ha dejado de ser el tío, el primo o el amigo que consiguió llegar en Europa y le cuenta a su familia las ventajas de la vida occidental. Hoy las pantallas son la fuente que alimenta y que forja los sueños, también más allá de la Frontera Sur. A pesar de que estos chicos no tienen teléfono móvil, tienen todos cuenta de Facebook y, en cuanto pueden, se conectan a esta red social que abre la ventana a este mundo ideal, de futbolistas victoriosos, de selfies de aparente felicidad, donde todo parece fácil, rápido y perfecto. Este es el efecto llamada de hoy, el que les trae a dejar su casa, en muchos casos hogares vulnerables en el campo marroquí donde muchos han tenido que trabajar para ayudar a la familia y donde no tienen ni oportunidades ni las mínimas necesidades garantidas, como el acceso a la educación y al sistema sanitario.
A duras penas saben escribir y no hablan nada más que dariya (árabe marroquí). Uno de estos atardeceres de julio, cuando en el polígono industrial de la Puntilla ha bajado la actividad de las naves industriales, un ceutí, por propia iniciativa, trae 25 bocadillos de tortilla de patata recién hechos y zumos de fruta a los chicos que están en el puerto. En el primer intento de bajar del coche para repartir la comida, un coche de la Guardia Civil pasa entre él y los chicos que han empezado a salir de detrás de los bloques de piedra de la escollera que delimita el polígono y el recinto portuario. El coche patrulla pasa a baja velocidad. Se para unos metros más adelante y, finalmente, da marcha atrás para pararse a su lado y preguntarle si todo va bien, si los chicos le están molestando. Él les responde que no, que solo ha venido a preguntar como están y que no hay ningún problema. Los guardias civiles retoman la marcha, lentamente. Él vuelve a subir al coche y les dice a los muchachos que regresará más tarde. Prefiere que la policía no sepa que ha venido a traerles comida: «No es que esté haciendo nada malo, pero prefiero que no me tengan visto». Así que pone el coche en marcha y se va a dar una vuelta para volver en un rato. Cuando llega, los jóvenes vuelven a salir y, con ellos, un grupo de gatitos esmirriados. Quizás también sepan que con el tito -como llaman con respeto al voluntario que ya muchos conocen-, viene un poco de comida. Se sientan ordenadamente a unos metros del coche y esperan su momento de ir a buscar el bocadillo y el zumo.
«Al menos hoy se han llenado el estómago con algo contundente y caliente», afirma. Después viene un poco de conversación. Solo uno de ellos habla un poco de español. A la pregunta «¿cómo estáis?» responden con una expresión explícita de «qué quieres que te diga…». Uno de ellos nos muestra una herida en el hombro. El día anterior intentó entrar en un ferri, agarrado debajo de un camión. Esta vez no lo consiguió, pero lo volverá a intentar: «Espero poder cruzar. Yo y todos los chicos, In šāʾ Allāh«.
A la mañana siguiente, me levanto con la noticia de que, en la Ciudad Autónoma de Melilla, donde la situación es todavía más crítica que en Ceuta, el consejero de Bienestar Social, Daniel Ventura (Partido Popular), quiere que los cuerpos policiales identifiquen a las personas que, a título individual, dan comida a los críos que viven en la calle. Según el consejero melillense, estas personas lo hacen sin el permiso de la Administración, de forma que se desconoce la procedencia de los productos que reparten y si quien los prepara dispone del carné de manipulación de alimentos. Una situación que Elisa García España, profesora de Derecho Penal y Criminología de la Universidad de Málaga, cree que «no se dará en Ceuta». Desde hace ya unos meses dirige el equipo de la Universidad de Málaga que lleva a cabo el proyecto Premece, siglas que resumen un título largo y controvertido: Prevención Infanto-Juvenil de la Delincuencia de los Menores Extranjeros Solos en Situación de Calle en Ceuta.
Elisa asegura que, «a diferencia de Melilla, donde hay una situación de hostilidad y de persecución de las autoridades hacia los menores que están en la calle, en Ceuta hay voluntad de mejorar la situación de estos niños y favorecer un contexto social que les proteja y les aleje del delito». Según la profesora, «se trata de un proyecto de dos años de intervención comunitaria para dar respuesta individualizada a cada niño. Unas respuestas que sean duraderas en el tiempo». Explica que el equipo «trabaja en distintos ámbitos: con las fuerzas y los cuerpos de seguridad para establecer protocolos que no sean de persecución si no de protección; con las ONG para que se les preste una atención sanitaria y psicológica adecuada y se traten, también, los casos de adicción en la medida de lo posible; y ofrecerles acompañamiento jurídico, para dotarles de las herramientas y los referentes suficientes para que se sientan acogidos».
Elisa reconoce que estos chicos no acostumbran a cometer delitos hacia la ciudad y que, por el contrario, sí que son criminalizados cuando las víctimas son ellos mismos: «Son extremadamente vulnerables, ya que están a expensas del abuso por parte de adultos y de ser víctimas del tráfico de personas. Es por esta razón que hace falta un cambio en la perspectiva y enfocar el tratamiento de su situación hacia la protección de la infancia. Y en Ceuta, hay predisposición».
No deja de ser curioso que los que llevan tiempo trabajando con los menores extranjeros no acompañados en Ceuta expliquen que, desde 1999 -hace ya 19 años-, siempre ha habido un grupo de niños viviendo en la calle para intentar cruzar el estrecho de Gibraltar a escondidas. Este es el año en el que la valla de Ceuta, hasta entonces de alambre, pasó a ser de acero galvanizado y, desde entonces, las inversiones de miles de millones de euros para hacerla más infranqueable no han hecho más que aumentar. Un objetivo que se ha demostrado que no cumple, poniendo como ejemplo el salto de más de un centenar de personas de esta semana (22 de agosto) y el de 600 del pasado 26 de julio. Por más que perfeccionen el muro físico, no van a parar los sueños de quienes buscan un futuro con más oportunidades que las que tienen donde han nacido.
Hace unas semanas -7 de agosto-, los representantes de todas las comunidades autónomas se reunieron con el Ejecutivo español para abordar el reparto de los miles de niños y niñas que llegan solos a España. Solo durante los primeros seis meses de 2018 han llegado más de 7.000. En este encuentro no se llegó a ningún acuerdo. El tema se aplazó para septiembre porque, según la ministra de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, Magdalena Valerio, «es un tema que se debe trabajar con más tranquilidad, con cuidado y con cautela» porqué hay comunidades autónomas que no son partidarias del reparto para atender estos menores. La ministra también avisó de que, para este año, no hay más recursos económicos para destinar a la atención, acogida e integración de estas personas, una cuestión que se va a posponer para los presupuestos de 2019. Mientras tanto, sigue habiendo chiquillos desprotegidos en territorio español, criaturas sin la atención urgente, adecuada y especial que requieren, independientemente de su origen.