Benet Salellas es un experimentado abogado de procesados políticos catalanes y diputado de la Candidatura d’Unitat Popular-Crida Constituent durante la XI legislatura del Parlament de Catalunya (2015-2017), actualmente se ocupa de la defensa de Jordi Cuixart y Anna Gabriel en la macrocausa 20907/2017, contra el independentismo catalán. Conversamos con él, con motivo de la publicación […]
Benet Salellas es un experimentado abogado de procesados políticos catalanes y diputado de la Candidatura d’Unitat Popular-Crida Constituent durante la XI legislatura del Parlament de Catalunya (2015-2017), actualmente se ocupa de la defensa de Jordi Cuixart y Anna Gabriel en la macrocausa 20907/2017, contra el independentismo catalán. Conversamos con él, con motivo de la publicación del libro Jo acuso. La defensa en judicis polítics (Lleida: Pagès, 2018).
En tu libro (p. 37), dices que «en los juicios políticos, tal y como los hemos vivido, la acusación no suele presentarse en su naturaleza política última».
Pienso que eso tiene que ver con un problema de cultura jurídica y política de las instituciones del Estado español, en el sentido de que no existe ningún debate sobre el delito político. Desde el momento en que las propias instituciones no analizan si hay riesgo de construir acusaciones a partir de delitos políticos, como este debate no existe, entonces nadie mira hacia dentro y se da una gran desinhibición por parte de la Fiscalía a la hora de formular acusaciones.
Los convenios de extradición suelen excluir los delitos políticos, pero ¿las legislaciones de los estados definen el concepto de delito político?
Una primera definición conceptual del delito político sería aquel que no se construye tanto por el hecho de que se haya afectado a un bien jurídico importante cuanto porque el estado lo emplea para desactivar o eliminar a su adversario político. No existe una tasación ni listas de tipos penales constitutivos de delito político, sino la idea genérica de que lo que no sería delito en todas partes puede ser un delito político. Pero, normalmente, las definiciones son negativas, por ejemplo, no considerar delito político el delito de terrorismo. Eso sí es un lugar común de la legislación comparada. Tenemos un sistema penal que pienso que no sabe separar debidamente lo que es política de lo que es derecho y, por lo tanto, deja que la política contamine el derecho y acabe provocando situaciones de delito político. Ni la ley ni los operadores jurídicos (jueces y fiscales) son conscientes de este riesgo y, por lo tanto, aunque el grueso de procedimientos que se dan en nuestros juzgados no son políticos, cuando hay uno, no existe la capacidad para detectarlo y aislarlo.
Sin embargo, la ley española de 15 de febrero de 1873 califica de delitos políticos, entre otros, los de «traición», los que «comprometan la paz o la independencia del Estado», los contrarios al «derecho de gentes», los de «lesa majestad, contra las Cortes, el Consejo de Ministros y la forma de gobierno», los cometidos «en el ejercicio de los derechos individuales garantizados por la Constitución», los «relativos al libre ejercicio de los cultos», los de «rebelión», «sedición» y los «desacatos, insultos, injurias y amenazas a la autoridad», cuando el motivo sea político, y los cometidos mediante la prensa.
Son delitos políticos, porque una de las cuestiones que se valoran a la hora de construir el juicio es la ideología o la perspectiva política del encausado o la encausada en ese procedimiento, ya porque se busca la excusa de un delito común cometido con finalidades políticas (aquí tendríamos todo lo que históricamente serían los delitos más vinculados al terrorismo o a la lucha más de calle), ya porque, directamente, la acusación se basa en la pertenencia a una organización política determinada. Por lo tanto, el elemento subjetivo (como decimos técnicamente en derecho penal, esto es, la finalidad política del sujeto) se convierte en uno de los elementos que configuran el delito y, por ello, la policía, cuando investiga, el fiscal, cuando acusa, y el juez, cuando condena, tienen que hacer referencia a que aquella persona es independentista, o es comunista, o la han de adscribir a algún elemento de los que considera de riesgo para la lucha política del estado.
El ministro de Justicia de Franco entre 1951 y 1965, Antonio Iturmendi, en respuesta a un informe sobre el Estado español elaborado por la Comisión Internacional de Juristas, calificó a España de «estado de derecho» y negó que hubiera «presos políticos». De modo que, contra lo que pretenden los indocumentados apologistas del régimen español actual, el análisis histórico del derecho penal español muestra que la Primera República reconoció la existencia de delitos políticos ―e incluso especificó cuáles eran sus tipos penales constitutivos―, mientras que la dictadura franquista recurrió al manido eslogan tecnocrático negacionista. Jacques Vergès, el abogado de independentistas argelinos cuya tesis central retomas en el libro, apunta que la reducción de los procesos políticos a «términos del derecho común» es «el modo más perezoso de expresar desacuerdo político».
(Risas.) Es cierto. Lo hemos visto ahora con el debate de si tenemos o no presos políticos. Es un ejemplo, un síntoma. Lo que es evidente es que la voluntad de negar el carácter político de estos procesos judiciales forma parte del propio engranaje represivo, y plantear que se trata de delincuencia común y que, por lo tanto, se da una cierta normalidad es intentar ocultar la excepcionalidad que existe tras esas acusaciones.
En el prólogo, el abogado penalista suizo Olivier Peter apunta (p. 13) que «un juicio político es siempre una decisión del estado, que elige emplear el derecho penal» para perseguir a sus adversarios políticos.
Es que, aunque existen algunos mecanismos para que la ciudadanía inicie acciones penales, como, por ejemplo, las acusaciones populares, si entendemos el juicio político como una lógica del poder establecido, del poder constituido, para defenderse, normalmente vemos que es la propia Fiscalía la que insta los juicios políticos y la que, desde el principio, marca los términos, actores y tempos con que se tendrán que producir.
En el libro (p. 25) recuerdas que el delito de rebelión fue el fundamento jurídico de las condenas dictadas por los tribunales franquistas de la Guerra Civil española y la posguerra inmediata. Actualmente, tanto la Fiscalía de la Audiencia Nacional (AN) como la del Tribunal Supremo (TS) también consideran que el ejercicio de actividades no violentas puede ser constitutivo de rebelión…
Que la Fiscalía acuse por un delito de rebelión, cuando esta etiqueta es la que llevó a la ejecución de decenas de miles de ciudadanos por cuestiones de depuración política durante los primeros años del franquismo, y que lo haga sin ningún rubor, demuestra que en el Estado español no ha habido ninguna revisión del propio pasado. Si la hubiera habido, a nadie se le ocurriría emplear esta terminología. En el caso concreto de la macrocausa contra el independentismo que ahora se verá en el TS, la Fiscalía emplea el lema ¡No pasarán! como elemento incriminatorio. Más allá de la absurdidad que significa el que se emplee un discurso político para incriminar a alguien, el que se utilice el lema ¡No pasarán!, el que la Fiscalía, aun hoy, no sepa cuál era el bando democrático y cuál, el autoritario durante la Guerra Civil española nos demuestra que este problema de memoria histórica es muy profundo. Me preocupa que, a lo largo de la historia, estos episodios se repitan de manera crónica. Que cada vez que ha habido alguien que ha hecho una apuesta democrática y el régimen se ha visto en peligro, se haya respondido con los mismos instrumentos, apelando a una supuesta violencia, a un supuesto «alzamiento violento», que no se ha producido ahora y que tampoco se produjo el 18 de julio de 1936, porque, precisamente, los que fueron condenados y ejecutados habían salido a defender el orden democrático contra aquellos que sí se habían alzado violentamente.
Señalas que unas de las razones de la supervivencia de los procesos políticos en España es «una cultura jurídica heredada del siglo xix» (pp. 27-29). Mencionas (p. 26) la ley de 23 de marzo de 1906 (llamada de jurisdicciones), que introdujo el delito de «ultraje a España» y a la bandera, motivada por un chiste sobre el Ejército español publicado en el semanario catalán ¡Cu-Cut! En realidad, la mayoría de los tipos penales vigentes actualmente en el Reino de España que restringen la libertad de expresión, si no todos, tienen su origen en la legislación del estado «liberal» del siglo xix y de finales del xix y principios del xx. Si se analiza el Código Penal español con perspectiva histórica, se llega a la conclusión de que, aunque la mayor parte de estos tipos penales también aparece en la legislación franquista, en realidad ésta apenas inventó nada que no estuviera ya en la muy autoritaria legislación del estado «liberal» decimonónico.
Yo creo que esto tiene un punto digamos pesimista. Realmente, salvo en cuestiones concretas de la Segunda República, que sí pienso que fue claramente rupturista con el régimen anterior, el aspecto jurídico y, por lo tanto, lo que es el corpus que sustenta el imaginario y la superestructura que existe en la construcción del Estado español se caracteriza por la continuidad, con independencia de si hablamos de períodos más liberales o más autoritarios. En este sentido, se da una mezcla de contribuciones, algunas de las cuales se producen en períodos de dictadura y otras, en períodos formalmente liberales o democráticos. Pero no existe, realmente, ninguna alteración de estos elementos, como, de algún modo, demuestra el que cuando iniciamos el período de la Constitución de 1978 gran parte del Código Penal franquista siguiera vigente y que, cuando elaboramos el Código Penal de la llamada democracia, en 1995, la mayoría de aquellas figuras que están contaminadas de elementos políticos y, por lo tanto, vinculadas a esta histórica represión política siguieran presentes. A mí me gusta mucho la metáfora del palimpsesto jurídico que utiliza Boaventura de Sousa. Él la emplea para hablar del derecho de Mozambique, pero yo pienso que funciona mucho en nuestro caso: esta cultura jurídica autoritaria de represión política están tan arraigada y tan presente en el funcionamiento de nuestro sistema jurídico que, aunque exista una cosa que se llama Constitución de 1978, que realiza una proclama de derechos y, de algún modo, intenta borrar lo que se ha escrito a sangre y fuego durante tantos siglos, no consigue diluir lo que ha quedado marcado en ese pergamino. Y, por lo tanto, más allá de las buenas intenciones de la proclama, lo cierto es que cada vez que se tiene que aplicar el derecho, aparecen las marcas de este pergamino que se han utilizado tan a menudo para reprimir. En la estructura jurídica española -pienso en el aspecto patriarcal o en el de clase, en lo tocante a la sobreprotección de la propiedad privada― existen muchos conceptos que se configuraron en el siglo xix y que permanecen intactos. Cuando lees sentencias del TS, ves que siguen utilizando las mismas expresiones e ideas.
¿Las legislaciones penales de los estados de nuestro entorno contienen preceptos de protección singularizada del jefe del estado, delitos de opinión, tipos penales como los «ultrajes» a la nación y la bandera o delitos contra la religión?
Es evidente que en el Estado español existe una sobreprotección de todos estos elementos, en comparación con las legislaciones de nuestro entorno y, además, se hace de ellos una aplicación que proviene de este cultura jurídica que mencionaba y que no sigue los estándares que ha ido fijando la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). El TEDH ya ha dicho que esta protección distinta del honor o de la libertad de alguien en función de si es o no el jefe del estado está absolutamente injustificada, desde la perspectiva del derecho a la igualdad y de lo que significa la importancia de que los cargos e instituciones públicos puedan estar en el centro de la crítica y del debate públicos, precisamente porque son cargos e instituciones públicos y la discusión política con relación a ellos debe tener un grado de libertad prácticamente del 100%. La jurisprudencia del Tribunal Supremo de los EEUU ha introducido ideas y conceptos muy interesantes en el tema de los símbolos: si la bandera simboliza precisamente la democracia y la libertad de expresión, el reprimir la libertad de expresión a partir de esta bandera es un contrasentido. En cualquier caso, aun teniendo los tipos previstos en el Código Penal en este sentido, con una judicatura imbuida e impregnada de los criterios establecidos por la jurisprudencia europea o por estos otros referentes aportados por la jurisprudencia del Tribunal Supremo de EEUU, nuestros jueces aplicarían todos estos estándares que se han ido generando en el contexto jurídico de los países de nuestro entorno. Pero no lo hacen. Y no lo hacen porque el TS acaba corrigiendo o reconduciendo la cultura jurídica del sistema de recursos. Pondré un ejemplo: cuando la AN juzgó el caso de Aturem el Parlament [protesta realizada el 15 de junio de 2011 ante el Parlament de Catalunya con motivo de la aprobación de los primeros presupuestos del gobierno presidido por Artur Mas (CiU), que contenían un recorte del 10% en gasto social], la sentencia de la sección primera fue muy avanzada; incorporaba muchos conceptos de cómo debemos entender el ejercicio de los derechos fundamentales dentro de la óptica de los estándares internacionales. ¿Qué hizo el TS? Revocar la sentencia absolutoria y reintroducir la mirada jurídica que tenemos aquí desde el siglo xix.
En el libro, hablas de los procesos contra el grupo insurgente germanooccidental Fracción Ejército Rojo (RAF) (pp. 69-74).
Meses antes del inicio del llamado proceso de Stammheim, el Bundestag aprobó la denominada Lex RAF, una reforma ad hoc de la Ley de enjuiciamiento criminal que limitaba el número de abogados de confianza que podían elegir los acusados y facultaba discrecionalmente al juzgador para expulsar del proceso a aquéllos, en función de su conducta. El tribunal que conoció del proceso utilizó esta facultad con profusión e impuso numerosos abogados de oficio. Hubo escuchas ilegales a abogados y algunos fueron ellos mismos procesados y encarcelados. En julio de 1975, el diputado de la CDU en el Bundestag Carl Otto Lenz declaró que se había establecido un «derecho especial» contra un «pequeño grupo» de cerca de dos docenas de personas de abogados, acusados de «apoyar una actividad revolucionaria». En el Reino de España, el 26 de agosto del mismo año el último gobierno de Franco aprobó el Decreto Ley 10/1975, «sobre prevención del terrorismo», que preveía, entre otras medidas, la suspensión por dos años del plazo máximo de detención y la inviolabilidad del domicilio, mantenidas por el segundo gobierno de la monarquía reinstaurada en el Real Decreto Ley 4/1977, de 28 de enero, para las «personas sobre las que recaiga la sospecha fundada de colaborar con la realización o preparación de actos terroristas», suspensión potestativa de derechos fundamentales que está en la base del artículo 55.2 de la Constitución de 1978. ¿Quién ha enseñado a quién en el terreno represivo?
Pienso que el régimen franquista fue adaptando su práctica en búsqueda de cobertura legal, inspirándose países de nuestro entorno jurídico, aunque fueran democracias formales, pero que aplicaban el derecho de excepción. Por lo tanto, en la aplicación del derecho de excepción pienso que no hay diferencias entre estados democráticos y autoritarios. Aquí tienen un punto de encuentro. En el caso español, la situación de violencia política que existía a finales de los setenta fue, supuestamente, una justificación para este espacio de ausencia de derechos que ha sido la legislación antiterrorista. Pero lo han alargado, a pesar de que las principales organizaciones contra las que se dirigía este sistema ya no existen. Por lo tanto, lo que nos demuestra esto es que el derecho de excepción puede convertirse en norma, a base de aceptar su propia existencia. La historia nos ha demostrado que el aceptar excepciones a la norma de respeto a los derechos fundamentales sólo nos conduce a ir ensanchando el ámbito de no vigencia de éstos. Y se ha dado la situación de que, después de 2001, cuando a escala europea se han querido generar nuevamente mecanismos de excepcionalidad para luchar contra el terrorismo llamado yihadista, España encabezaba la aplicación de la excepcionalidad, y muchas de las cosas que se adoptaban como nuevas normativas en países de la Europa occidental el Estado español hacía años que las estaba aplicando.
Los procesados de la RAF fueron sometidos a un régimen de aislamiento que, en el caso de Ulrike Meinhof, fue incluso acústico y se alargó durante 283 días. ¿Ha habido casos semejantes en el Reino de España?
Con esto, tenemos un problema. Hace mucho tiempo que pienso en ello y no logramos abrir brecha. El sistema penitenciario español admite el régimen de aislamiento, también con presos preventivos, por la mera imputación de pertenencia a organización terrorista o de relación con actividades de carácter terrorista. Eso ha llevado a que centenares de personas, probablemente millares, que han estado en cárceles españolas bajo acusaciones de terrorismo hayan vivido condiciones de aislamiento que son la negación absoluta de los derechos humanos y que, si no son propiamente de tortura, cuando las ha analizado el TEDH, ha dicho que podrían ser, como mínimo, un trato inhumano o degradante. En este sentido, pienso que la sociedad o los propios operadores de derechos humanos no hemos estado a la altura para denunciar esta situación. ¿Por qué? Por una parte, probablemente porque se aplicaba al colectivo de presos vascos y ha habido quien no quería implicarse en el tema porque entendía que se podría leer como legitimación de las acciones de las organizaciones independentistas vascas. Y, por otra parte, cuando se ha aplicado de modo sistemático a los presos por yihadismo, pienso que la ausencia de apoyo social o de colectivos que se atrevieran a entrar de algún modo en estas cuestiones ha impedido denunciar la situación que se ha vivido y que viven aun hoy en las cárceles españolas los presos preventivos acusados de actividades terroristas. Después quizás serán absueltos, o condenados a penas menores, pero durante todo este período en que están privados de libertad viven en situaciones que acaso no son exactamente iguales a la que vivió Ulrike Meinhof, pero sí de reclusión en la celda 22 horas al día e impedimento de participación en actividades del centro penitenciario. En Cataluña, hemos iniciado el debate sobre el tema de los departamentos de régimen de aislamiento, que se utiliza sobre todo como mecanismo de sanción. Debemos poder tener un debate sobre la aplicación del régimen de aislamiento en el conjunto del sistema penitenciario español.
Tienes una larga experiencia en procesos juzgados en la AN. Este órgano ha sido muy criticado tanto por su carácter de tribunal político cuanto porque vulnera el derecho al juez natural, con las dificultades que ello implica para la investigación directa de los hechos ―Gregorio Peces-Barba escribió sobre su antecesor, el Tribunal de Orden Público, que procedía mediante «investigación por correspondencia»― y la dependencia excesiva de las fuentes policiales, amén de los costes adicionales que supone para los procesados el tener que desplazarse a Madrid. Además, a medida que el nuevo régimen «democrático» se consolidaba, este tribunal especial, lejos de desaparecer o reducir sus competencias, las ha aumentado.
Yo pienso que, con la AN, se buscan tres cosas. Primera: alejar al tribunal del lugar de los hechos. Por lo tanto: hacerlo impermeable a la realidad social, lo que es totalmente contrario al principio de justicia; los hechos deben valorarse en las circunstancias de la sociedad en que han pasado. Por eso existe tanto interés en que el juicio del 1 de octubre se realice por un tribunal sito en Madrid, y no en Cataluña. Segunda: los jueces que formarán parte de la AN los selecciona el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), y no es una elección exclusivamente por méritos, sino que existe un cierto sesgo de las instituciones del Estado a la hora de decidir a qué jueces se colocan allí y lo que se busca, sobre todo, es un perfil muy proteccionista del régimen, que proteja todas las actuaciones del Estado (de la policía, la Fiscalía, etc. ). Y el tercer elemento pienso que es la necesidad de conectar toda la actividad de la AN con un poder mediático ubicado en Madrid, que difunde y filtra las informaciones que convienen en cada caso, para ir generando un determinado relato sobre las causas que se investigan. Por lo tanto, esta combinación de lugar, personas y conexiones mediáticas acaba generando un monstruo que hace muy difícil que nos encontremos ante un procedimiento con todas las garantías y respetuoso con el derecho a la defensa.
Un hecho muy significativo es que la suspensión potestativa de garantías constitucionales para las personas sospechosas de tener relación con «terrorismo» alcanzara rango constitucional, como si el constituyente asumiera que la insurgencia sería un problema estructural del nuevo régimen (art. 55.2). Precisamente en el marco de este precepto se fundamentó jurídicamente el aumento de las competencias de la AN, con la Ley Orgánica 9/1984, de 26 de diciembre, «contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas y de desarrollo del artículo 55.2 de la Constitución», que introdujo el delito de «apología del terrorismo» y confirió a la AN el conocimiento de estas causas. Sin embargo, la Ley Orgánica del poder judicial (LOPJ), del año siguiente, no incluye entre las competencias de la AN los delitos de «terrorismo» y, en la actualidad, ésta se basa en una disposición transitoria de la Ley Orgánica 4/1988, de 25 de mayo, «de reforma de la Ley de enjuiciamiento criminal», que, además, ha sido interpretada de modo extensivo por la AN para que incluya también la «apología». Así, en el juicio al cantante César Strawberry por «enaltecimiento del terrorismo», la defensa alegó, sin éxito, la falta de base jurídica para atribuir a la AN la competencia para juzgar este «delito».
No podemos perder de vista que el establecimiento del tribunal competente es una de las garantías básicas de un estado de derecho. Antes de que se cometa el hecho delictivo tenemos que saber cuál será el tribunal que lo juzgará, precisamente para evitar que el poder pueda modificar las reglas y escoger a un tribunal más de su gusto. La posibilidad de que sea el poder el que en cada momento, en función de sus intereses, escoja al tribunal nos coloca en un contexto de tribunal de excepción. Y los tribunales de excepción están prohibidos por la Constitución española. Y esto, en el caso de la AN, ha pasado varias veces. Por ejemplo, en el caso de Aturem el Parlament, mediante una interpretación que coloca el delito entre los que dice la LOPJ que son competencia de la AN, a pesar que la LOPJ no lo prevé específicamente. Debería haber ido a los juzgados penales de primera instancia o a la Audiencia Provincial de Barcelona. Han habido otros casos: por ejemplo, actualmente, con toda la discusión sobre si la rebelión y la sedición son competencia de la AN. Nos encontramos con que, aunque hace años la AN había dicho que no era competente en la materia, cuando le ha interesado llevar el caso catalán y juzgar a Jordi Sànchez y ahora a Trapero y compañía, ha modificado el criterio y ha dicho que ahora sí es competente.
Un debate interesante es la relación conceptual entre el «terrorismo» y la rebelión. La Ley Orgánica 9/1984, «contra la actuación de bandas armadas y elementos terroristas», incluía en su ámbito de aplicación las «actividades rebeldes»…
Teóricamente, existe un principio básico del derecho penal que es el de taxatividad, según el cual hemos de tener claro qué significa cada uno de los términos, que, además, nunca pueden interpretarse de modo extensivo, analógico, si esta analogía es contraria al acusado. Durante el Tercer Reich, la analogía contraria al reo era un criterio que se entendía que era posible. Pero en los procesos de matriz democrática, no y, por lo tanto, cuando se habla del concepto rebelde, tenemos que poder saber qué significa, no podemos interpretarlo cada vez según lo que nos convenga. Cuando ahora se ha querido emplear la Ley de enjuiciamiento criminal derivada de esta legislación para suspender las actas de diputados del Parlament de Catalunya, se ha empleado un concepto de rebelde que no es, propiamente, el del delito de rebelión que se les imputa, sino que deriva del concepto de terrorismo. Existe una confusión constante entre si los conceptos de terrorismo y rebelión son equivalentes o tienen significados distintos, y el legislador la está utilizando para reprimir más.
Formalmente, la Ley Orgánica 9/1984 fue derogada en 1988…
Lo que hacen las leyes de 1988 es introducir en la Ley de enjuiciamiento criminal y en el Código Penal lo que estaba en una ley separada. Como una ley a parte quedaba muy mal, se trasladó su contenido a la legislación ordinaria, mediante artículos bis. El 384.bis de la Ley de enjuiciamiento criminal, que tanto se ha discutido ahora, lo mismo que el 520.bis, se introdujo en 1988 precisamente porque se eliminaba la Ley antiterrorista.
Sentencias del TS como las que casan las absoluciones de la AN en casos como el de Strawberry o Aturem el Parlament parecen invertir la tendencia de que el TS atenuaba algo las condenas de la AN. Ahora, por el contrario, actúa como un órgano aun más arbitrario y político que la propia AN…
Esto admite muchos matices, pero siempre se había percibido que el TS realizaba una cierta actividad de contención del derecho de excepción que plantea la AN. Durante mucho tiempo, la tasa de revocaciones de sentencias de la AN por parte del TS en el sentido de atenuarlas o absolver a gente condenada en primera instancia fue elevadísima. Desafortunadamente, empero, la composición del TS se ha ido escorando cada vez más a la derecha. En este momento, el que incluso Carmen Lamela haya ascendido al TS es el ejemplo práctico de la pasarela que se ha creado entre la AN y el TS. Ahora, efectivamente, tenemos la situación inversa: el TS está revocando desde una perspectiva más rigurosa las sentencias de la AN que entiende que son excesivamente benevolentes o indulgentes. En este momento, no tenemos ningún tribunal que controle el derecho de excepción, porque el propio TS ha entrado totalmente en esta ideología de la excepcionalidad.
En el libro (pp. 22-23) apuntas que el concepto de derecho penal del enemigo, tan aplicado por la AN a los encausados por delitos relacionados con «terrorismo», tiene su origen en los teóricos jurídicos del nacionalsocialismo alemán. El escrito de acusación de la Fiscalía de la AN contra la activista de los comités de Defensa de la República (CDR) Tamara Carrasco se inspira de lleno en este concepto y, en general, en los esquemas de Carl Schmitt según los cuales la única distinción jurídicamente relevante en un proceso penal es la que separa al amigo del enemigo político…
(Risas.) Es así. En perspectiva, muchas de las cosas que vemos en estos procedimientos en la AN y el TS, el modo que tiene el tribunal de responder a las peticiones que realizamos las defensas y a las que realizan las acusaciones recuerdan mucho a un derecho penal que no se basa en la presunción de inocencia, en la idea de responsabilidad por el principio de culpabilidad, etc., sino en esta idea de que tienen delante a un enemigo al que deben neutralizar, y no a un ciudadano. Por lo tanto, se actúa más con medidas de seguridad que con respuestas proporcionadas democráticas y derivadas de una comprensión más humanista y más ciudadana del derecho penal.
En la sentencia de la AN sobre el juicio contra Enric Stern y Jaume Roura por la quema de fotografías de los reyes de España al final de una manifestación en Girona, el tribunal apela al denominado discurso del odio, pero, en cambio, la condena se fundamenta en el artículo 490.3 del Código Penal, y no en el 510. El hecho de que el juzgador no se atreva a fundamentar las condenas por acciones contra las instituciones del estado en el artículo 510 ¿es señal de que ni él mismo se cree que éstas puedan encuadrarse en los «delitos de odio»?
La justificación por la vía del argumento del discurso de odio (hate speech) es un parámetro que puede emplearse para justificar limitaciones a la libertad de expresión, según la doctrina del propio TEDH. Es un límite. No obstante, probablemente no todos los discursos de odio son necesariamente delitos de incitación al odio, y podemos encontrar un espacio intermedio de impunidad entre ambas instituciones, de modo que una conducta puede ser considerada discurso de odio ―y, por lo tanto, no tener cobertura en la libertad de expresión― y ser incriminada como delito de injurias, y no por ello llegar a la gravedad de los delitos de incitación al odio del 510. En cualquier caso, en el asunto de las fotos del rey, había un problema de principio acusatorio. Es decir, si de lo que te han acusado es de injurias a la corona, los tribunales tienen que resolver si has cometido este delito, no si has cometido cualquier delito del Código Penal…
Un hecho que ha pasado bastante desapercibido en las conculcaciones del derecho a la defensa en la AN tiene que ver con el derecho a declarar en una lengua oficial distinta del castellano. El primer juicio a Stern y Roura tuvo que repetirse, porque los acusados declararon en catalán y el tribunal, a pesar de no entenderles, no les habilitó intérprete. El 24 de julio de 1934, un tribunal de urgencia de la Audiencia de Barcelona condenó al secretario del Partit Nacionalista Català, Camil Bofill, por sendos supuestos delitos de injurias al magistrado Jovino Fernández Peña y al gobierno de la República y de incitación a la rebelión en un juicio en que la defensa había informado en catalán y los magistrados no sabían esta lengua ni habían establecido sistema alguno de traducción. Entonces, como ahora, el catalán era también lengua oficial, pero parece que es frecuente que determinados elementos de la judicatura española se exceptúen a sí mismos del cumplimiento de la ley…
Como en tantas cosas en este régimen, la cuestión de la pluralidad lingüística en la Administración de justicia es una auténtica pantomima. En el día a día en los juzgados de Cataluña, los abogados y las abogadas que intentamos utilizar el catalán en nuestros escritos y vistas tenemos muchas dificultades, porque muy a menudo alguno de las operadores jurídicos ―el juez, el fiscal, un abogado que viene de fuera…― no entiende, o dice que no entiende, el catalán. No existe ninguna sensibilidad ni cultura de respeto y, por lo tanto, siempre se entiende el uso del catalán como una excentricidad o como ganas de crear problemas. El poder judicial no ha interiorizado jamás la pluralidad nacional y lingüística del Estado. Si esto es lo que pasa en «provincias», imagina lo que pasa en la «villa y corte». Siempre que lo hemos intentado ha sido foco de problemas y nos han acabado poniendo intérpretes que realizan traducción sucesiva, lo que en la mayoría de los casos acaba implicando un cambio de lengua del declarante.
Además, aunque la legislación procesal española y los tratados internacionales de derechos humanos reconocen el derecho de los acusados y testigos a declarar en su lengua, con la asistencia, si es preciso, de un intérprete, la legislación española no prevé mecanismos para garantizar interpretaciones profesionales. Tú mismo te has encontrado con esta situación en el caso de Aturem el Parlament, y también se denunciaron irregularidades de este tipo en el sumario 18/98, del que hablas en el libro (pp. 30-35).
Sí, aquél fue un ejemplo de manual: declaraban testigos que eran diputados del Parlament de Catalunya y todo el mundo quería hacer uso del derecho a utilizar el catalán, e iban cayendo uno tras otro. La intérprete no sabía traducir las horas, vertía escombraries [‘basuras’] como ‘escombros’… ¡Imagina! Pero, al final, siempre hay esperanza y, en el juicio, pasó una cosa muy bonita. Una de las compañeras juzgadas, castellanohablante, a quien nadie había oído jamás una sola palabra en catalán, cuando se encontró delante del tribunal, solicitó intérprete y declaró en catalán. Para mí, fue la imagen del catalán como lengua contrahegemónica, como lengua de emancipación. Ante quien impone, siempre hay gente dispuesta a mantener la resistencia.
El tema central del libro es la estrategia de defensa en los procesos políticos. Consideremos uno de los casos que has llevado pero que no aparece en el libro: el juicio a Jaume Roura en la Audiencia de Girona por una acción pacífica en una iglesia en protesta por las presiones de la jerarquía eclesiástica para reformar restrictivamente la legislación sobre el aborto que estaban en la base del Anteproyecto del entonces ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. El reconocimiento de la autoría de los hechos y reivindicar la acción sería un primer acto de defensa «política» o rupturista. Sin embargo, en lo tocante a la calificación jurídica del acto, ¿podríamos decir que habría tres «niveles» en el continuum que va de la connivencia a la ruptura? El primero, alegar que no concurrió la violencia prevista en el artículo 523 del Código Penal o, alternativamente, al tratarse de una protesta estrictamente política, que no existía el móvil de ataque a la libertad religiosa previsto en la sección de «delitos contra la libertad de conciencia y los sentimientos religiosos» en que se ubica el precepto. El segundo, no cuestionar la calificación del acto en el tipo mencionado y solicitar directamente al tribunal que promueva una cuestión de inconstitucionalidad del precepto. Y el tercero, aceptar la calificación del acto como contrario a la libertad religiosa y la constitucionalidad del artículo 523 y, por lo tanto, la condena y convertir el juicio en un simple acto de propaganda contra el Anteproyecto de Ruiz-Gallardón y el concubinato entre la Iglesia y el Estado españoles, en general.
Sí. Lo que pasa es que la estrategia concreta finalmente utilizada también tiene que ver con las expectativas que tienes -que, a veces, son difíciles de medir- de que el tribunal pueda llegar a comprar tu planteamiento jurídico. Evidentemente, tiene un trasfondo político, pero se encarrila a través del lenguaje jurídico. Si nosotros no hubiéramos tenido ninguna esperanza ni expectativa, quizás la tercera de las opciones que planteas habría sido la más legítima. En este caso, pensábamos que el debate jurídico era posible, porque siempre que hablo de derechos fundamentales, de actos de protesta, disidencia, yo aun tengo la esperanza de tener delante a tribunales sensibles a entender que la protesta no debe ser juzgada en las salas de justicia, sino que es algo que forma parte de una sociedad que quiera ser democrática. Entonces optamos más por esta estrategia combinada: reivindicar la acción, pero intentar plantear que las propias leyes vigentes, los propios convenios vigentes en materia de derechos humanos, nos daban la razón y que no entendíamos que la acción fuera delictiva. Finalmente, nos hemos encontrado con que tanto la Audiencia de Girona como el TS ―en una sentencia que ha firmado, precisamente, Carmen Lamela― han realizado una interpretación absolutamente perversa. Ya no es sólo que la señora Lamela ni se plantee que la prevalencia del derecho a la protesta en una sociedad democrática sea una posibilidad, sino que también me preocupa extraordinariamente cómo se interpreta la ley y cómo se acaban equiparando acciones de protesta pacífica a acciones de protesta violenta. La ley habla de [interrupción de ceremonias religiosas mediante] «violencia, intimidación o vías de hecho». Entonces, lo que hace el tribunal es: «como no ha habido violencia ni intimidación, entonces ha habido vía de hecho». No, oiga, la vía de hecho está colocada aquí para recoger casos que tienen la misma gravedad, o son de naturaleza equivalente, a utilizar violencia o intimidación. Y lo que no podemos hacer es interpretar el tipo diciendo «cuando dice violencia, intimidación o vía de hecho, quiere decir ‘violencia’, ‘intimidación’ o ‘vía pacífica'», porque entonces colocamos al mismo nivel conductas que son radicalmente distintas. Lamela tiene una visión de la protesta absolutamente reaccionaria y pretender que cualquier protesta es delictiva simplemente porque se realice en una iglesia, aunque sea pacífica, dice muy poco de la calidad democrática del sistema judicial.
Imagino que interpondréis recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (TC) y, si es preciso, denunciaréis al Reino de España ante el TEDH por esta condena, sobre todo tras la reciente sentencia del alto tribunal europeo contra Rusia por la condena impuesta a los miembros del grupo punk Pussy Riot por una performance en la catedral de Moscú de denuncia de las posiciones políticas y sociales de la Iglesia ortodoxa y de la política del gobierno.
Yo soy favorable a hacerlo, pero es una cosa que tenemos que acabar de discutir.
Eso podría abrir una nueva grieta en el sistema penal y judicial español, porque, hasta el momento, el Reino de España ha sido condenado por conculcar el derecho a la libertad de expresión por sobreprotección del jefe del estado, pero ahora podría serlo también por sobreprotección de la religión católica.
Sí, sería muy interesante.
Otro ejemplo, del que sí hablas en el libro (pp. 86-89): el juicio a Stern y Roura por la quema de imágenes de los reyes de España. ¿Sería el primer «nivel» alegar que los hechos son un ejercicio de crítica política y, por ello, no son constitutivos de injurias; el segundo, plantear, en la línea de la jurisprudencia del TEDH, que los artículos 490.3 y 491 del Código Penal contravienen el principio de igualdad declarado en el artículo 14 de la Constitución española y contienen una restricción injustificada del derecho a la libertad de expresión reconocido en el artículo décimo del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y en el 20.1.a de la Constitución española; y el tercero, aceptar la ilegalidad de la acción y convertir el juicio en un acto de denuncia de la monarquía?
En este caso, nosotros escogimos la última opción. Primero hubo un juicio que se anuló, porque se impidió el uso del catalán. Pero nosotros habíamos planteado el juicio oral como un juicio de denuncia de la monarquía y, después, en la fase de recurso, entramos mucho más en la perspectiva de discusión técnica. Pero no es lo mismo cuando te enfrentas a una pena de multa que cuando te enfrentas a penas que implican ingreso efectivo en prisión. El que no haya riesgo de que te condenen a una pena de cárcel hace más fácil convencer a los acusados o las acusadas de plantear juicios más arriesgados en la puesta en escena estratégica que cuando sí existe riesgo de ingreso en prisión.
En el libro (p. 65), defiendes la tesis de Jacques Vergès según la cual a menudo el planteamiento de la defensa desde una estrategia de ruptura reporta resultados penalmente más benignos para el procesado que la estrategia de connivencia. Comentando el caso de la activista anarquista Núria Pòrtulas, falsamente acusada de «terrorismo», concluyes que «precisamente el uso político del caso es lo que debe permitir una liberación más rápida» (p. 85). El sobreseimiento de la causa en la AN contra el concejal de Vic Joan Coma, investigado por el contenido de una intervención en el pleno municipal ―y que no reconoció al tribunal ni compareció ante el instructor― y el distinto trato del magistrado del TS Pablo Llarena a Mireia Boya ―que compareció, pero para afirmar y reivindicar la desobediencia del Parlament al TC y el carácter vinculante de la declaración de independencia del 27 de octubre de 2017― y a los miembros del gobierno de la Generalitat y la Mesa del Parlament, que basaron su estrategia de defensa en la reducción de la declaración del 27 de octubre a una declaración meramente «simbólica», parecen avalar esta tesis…
(Risas.) Lo que pasa es que el TS no realiza una imputación similar a Mireia Boya y a Carme Forcadell, por ejemplo. No podemos deducir la distinta situación que tienen sólo de la estrategia que se ha seguido. Es decir, Mireia Boya, aunque hubiera seguido una estrategia de connivencia, probablemente estaría en libertad y, en cambio, Carme Forcadell, aunque en aquel momento hubiera seguido una estrategia de ruptura, probablemente estaría igualmente en la cárcel, porque son decisiones que el poder establecido ya tenía tomadas previamente. Otra cosa es la evolución del juicio. Sí pienso que, en función de las estrategias que se sigan en el juicio y de si van acompañadas o no de un proceso de movilizaciones de la sociedad catalana y de la sociedad española, esta correlación de fuerzas puede modificarse y, de algún modo, hacer que el tribunal se vea obligado a doblegarse a les peticiones que hacemos las defensas. En este contexto, muy probablemente, pueden ser mucho más efectivas, o mucho más poderosas, las estrategias de ruptura que las de algunas defensas, consistentes en la aceptación del marco, el discurso y el relato.
En el libro (pp. 95-99), hablas de la desobediencia como una estrategia de ruptura, y pones como ejemplo el comportamiento de la alcaldesa de Berga, Montserrat Venturós, que se negó a cumplir el requerimiento de la Junta Electoral de retirar la estelada izada en el balcón del Ayuntamiento en cumplimiento de un acuerdo del pleno municipal, y que, cuando fue denunciada por «delito electoral» y desobediencia, no compareció ante el juez. Sin embargo, estrategias de defensa basadas en argumentos como que no se gastó dinero público en el referéndum del 1 de octubre implican negar que éste constituyera un acto de desobediencia institucional. En este caso concreto, además, esta estrategia demuestra que, desde el punto de vista político, el argumento de que era necesaria una consignación presupuestaria para financiar el referéndum, alegado por el gobierno de la Generalitat como instrumento de presión hacia la CUP para que apoyara sus cuentas públicas, era una falacia.
Hay una cosa de la que hemos hablado a menudo y que es curiosa: el Estado español ha dado más crédito a lo que pasó el 1 de octubre que, a veces, el propio movimiento independentista. Y esto, en términos políticos a mí me duele. Si lees el escrito de la Fiscalía, en todo momento habla de referéndum de autodeterminación. Si oyes a Mariano Rajoy el 1 de octubre, habla en todo momento de referéndum de autodeterminación. Y, en cambio, a veces hay a quien le cuesta asumir que lo que se hizo y lo que era el acuerdo político era esto: un referéndum de autodeterminación organizado por las instituciones. Y pienso que deben buscarse estrategias compatibles con todas las situaciones, con la diversidad del movimiento, con la diversidad de intereses, pero lo que no podemos hacer nosotros es un paso atrás en el relato político de lo que pasó. Nosotros no podemos comprar que hubo violencia por parte del independentismo, no podemos comprar muchas de las cosas que se pretenden atribuir al independentismo, pero debemos defender lo que fue una victoria del independentismo: realizar un referéndum de autodeterminación, a pesar de la prohibición y de los esfuerzos políticos de todas las instituciones del Estado español.
Recuerdas (p. 88) que el TC tardó seis años en resolver -y desestimar- el recurso de amparo interpuesto contra la condena a Stern y Roura. La estrategia que ahora aplica con los presos políticos catalanes para retardar el pronunciamiento del TEDH sobre su encarcelamiento preventivo no es nueva, por lo tanto…
No, no es nueva ni, probablemente, es exclusiva del TC español, y pienso que forma parte de la construcción de mecanismos de tutela de derechos, que luego se demuestra que no están pensados para tutelar derechos. Como los plazos existen para los abogados y para los ciudadanos, pero no para los tribunales, si, cuando creamos mecanimos de tutela de derechos, no establecemos la duración, la cronología y los plazos a que están vinculados los propios magistrados a la hora de resolver sobre esta tutela de derechos, al final ésta es absolutamente inexistente y, por lo tanto, depende de si el TC de turno tiene ganas o no de resolver el recurso, porque ha habido casos que ha resuelto en menos de 24 horas, y otros en que tarda cinco, seis u ocho años en resolver. Pienso que un elemento que deslegitima muchísimo al sistema de justicia es que el propio sistema demuestra ser muy rápido con algunas cuestiones y lento, con otras. O que es muy cuidadoso con los derechos fundamentales de, por ejemplo, los fascistas que atacan Blanquerna, la delegación de la Generalitat en Madrid, y, en cambio, no aplica la misma doctrina cuando quien solicita son independentistas. Es la perversión del sistema, la arbitrariedad, que es la idea opuesta a la de justicia.
Antes apuntabas la necesidad de movilizaciones solidarias en España con los procesados políticos catalanes, y me ha venido a la memoria el apartado del libro sobre el juicio a Julius y Ethel Rosenberg, militantes comunistas estadounidenses condenados a muerte acusados de espionaje. Dices lo siguiente: «La izquierda estadounidense en gran parte no se implicó lo suficiente en la defensa de los Rosenberg. Algunos de sus líderes consideraban que si de algún modo quedaban vinculados con el espionaje nuclear, el movimiento quedaría muy tocado.» Sin embargo, «con su pasividad, el movimiento progresista perdía una oportunidad de oro para combatir la idea cuidadosamente construida de que ser un disidente, un radical o un comunista era lo mismo que ser un traidor o un espía» (pp. 61-62). Eso suena, ¿verdad?
(Risas.) Sí, no había pensado en eso. Suena, suena mucho. Yo haría autocrítica. Pienso que la izquierda catalana no hemos contado lo suficiente con la izquierda española. O no hemos contado lo suficiente con la importancia que tiene para doblegar a este régimen del 78 el que haya gente en otros lugares del Estado que abone esta perspectiva rupturista. Y, por lo tanto, no hemos pensado, como prioridad, en construir alianzas con la gente rupturista que hay en el conjunto del Estado, que existe, aunque en algún momento se han hecho cosas. Quizás no hemos pensado lo suficiente que, si queríamos doblegar al TS, si queríamos doblegar al gobierno central, necesitábamos también a gente en todo el Estado que empujara en el mismo sentido que nosotros. Y pienso que la izquierda española también se equivoca al no hacer una defensa a ultranza del derecho de autodeterminación y del respeto a los derechos políticos fundamentales que tenemos los catalanes y que no ve que, en este juicio, no sólo está en juego la libertad de Jordi Cuixart y el resto de acusados, sino también los derechos fundamentales del conjunto de Cataluña y del conjunto de ciudadanos del Estado. Y que, por lo tanto, ellos no deberían estar tan preocupados de que se les confunda con los independentistas, sino que deberían ser conscientes de que la única manera de construir una auténtica barrera a la extrema derecha es hacer exactamente el discurso contrario al de la extrema derecha y argumentar y convencer con este discurso desde el otro lado. El diluir o generar contextos ambiguos o el acabar haciendo el mismo discurso que la extrema derecha no servirá para que la izquierda crezca en el Estado, sino que la asimilará a la extrema derecha y, por lo tanto, alimentará las tesis y el discurso de la extrema derecha.