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La última andanada de mitología productivista

Fuentes: El Viejo Topo

Con la publicación de El ecologista escéptico como punta de lanza, una nueva oleada de criticismo antiecologista emerge para recordarnos que vivimos en el más sostenible y en prácticamente el mejor de los mundos posibles. Los universos ideológicos neoliberal y neoconservador no se comprenderían sin su par neoproductivista.

Cuando, coincidiendo con la caída del Muro de Berlín y la desintegración del bloque soviético, Francis Fukuyama cantó el final de la historia, vino a rematar una labor constante de lustros por la que los ideales neoliberales y neoconservadores se hicieron hegemónicos. La apelación a la idea hegeliana del «final de la historia» pretende remitir no ya al final de las historias concretas, sino al final de la Historia en el sentido en que esta fue elaborada por las diversas ilustraciones y el proyecto moderno en general: un proceso lineal, aunque desigual, de mejora progresiva moral y material, un ascenso en los valores y las instituciones por el que queda atrás la superstición, se disuelven los mitos. Esta misma narración, de sobras conocida, ha dedicado no pocos capítulos a desactivar aquellas visiones que justamente ponían la presunta historia en curso frente al espejo de sus propios mitos. Uno de ellos es el que reza que el progreso material logrado es no sólo deseable sino una aspiración factible para todos y para todo tiempo venidero.

De alguna manera, la noción de crisis ecológica forma parte de nuestro sentido común, hasta el punto de que cuesta encontrar discursos sociales relevantes que no reconozcan que la interacción entre el ser humano y su entorno natural es problemática, que no se debe actuar como en el pasado y que la humanidad en su conjunto hace frente a enormes riesgos derivados de procesos convencionales de producción y consumo. A partir de aquí las diferencias son abismales entre las distintas posiciones y grupos sociales a la hora de describir el estado ambiental del mundo y proponer respuestas -¿qué prácticas hay que cambiar y cómo?-, pero no es usual que alguien se atreva a negar públicamente que «los ecosistemas están en peligro», a sostener que «desde cualquier punto de vista las cosas están mejorando y todo apunta a que seguirán haciéndolo en el futuro». Por ser ese precisamente el papel que está asumiendo el libro de Bjørn Lomborg El ecologista escéptico, recientemente traducido al castellano (Espasa, 2003), y por el monumental debate internacional que ha generado, puede ser un enclave útil desde el que realizar algunas reflexiones sobre el estado actual del mundo y del ecologismo.

La polémica Lomborg

Gracias a la publicación en 1998 de El estado real del mundo, el profesor danés de estadística saltó no sólo a la fama sino al ojo del huracán de una polémica descomunal en su país, extendida a todo el mundo tras la traducción al inglés ya como The Skeptical Environmentalist (2001). La lluvia de poderosísimas voces de apoyo, especialmente desde la derecha, hace difícil hablar de un texto atrevido, a pesar de lo cual cuesta no tildar su tesis principal de «políticamente incorrecta»: no hay tal cosa como la crisis ecológica, la «letanía catastrofista» del ecologismo se sustenta en mitos sin base científica; «desde cualquier punto de vista, el mundo está mejorando», y por lo tanto deberíamos dedicar nuestros recursos a otras prioridades. Para Lomborg, «nuestra producción de alimentos seguirá permitiendo que cada vez podamos alimentar a más gente y por menos dinero. No es cierto que vayamos a perder nuestros bosques; no estamos agotando la energía, las materias primas ni el agua» (p. 450), como no es cierto que «la lluvia ácida ha matado nuestros bosques», que «nuestras especies desaparecen a la velocidad que muchos afirman», o que el mundo está cada vez más contaminado. «El problema de la capa de ozono está más o menos resuelto», «la catástrofe parece estar más en gastar nuestros recursos neciamente en la reducción de las emisiones de carbono a un altísimo coste».

Para cualquiera de los retos ecológicos que podamos imaginar, Lomborg proporciona una contundente refutación -el libro, ya de por sí extenso, se apoya en 3000 citas y casi dos centenares de gráficos y tablas. «Ahora disponemos de más tiempo libre, mayor seguridad y menos accidentes, más comodidades, sueldos más altos, menos hambre, más comida y una vida más larga y saludable. Esta es la fantástica historia de la humanidad, y afirmar que esta civilización ‘funciona mal’ es, como mínimo, inmoral» (p. 449). Este es «el estado real del mundo». Por lo tanto «no debemos dejar que sean las organizaciones ecologistas, los grupos de presión o los medios de comunicación los que dicten las prioridades» por mucho ruido que hagan; que en las admoniciones alarmistas no hay más que «mitología ambiental» inventada «para atraer subvenciones»: «cuanto peor hagan aparecer el estado del medio ambiente, más fácil les resultará convencernos de que debemos gastar más dinero en ello en lugar de hacerlo en hospitales, guarderías, etc.» (pp. 82 y 452).

Nadie diría que Lomborg mismo se declara vegetariano y antiguo socio de Greenpeace, entre otras cosas porque ésta es duramente criticada como autora de la letanía, junto a los famosos informes del WorldWatch Institute, el WWF, y referentes tan claves para el ecologismo como Paul Ehrlich o David Pimentel. De la misma forma se considera de izquierdas, a pesar de que han sido y son los círculos más conservadores y pro-establishment los que promocionan sus ideas. Además de merecer auténticas apologías en the Economist, The Washington Post o New York Times, en 2001 fue nombrado «Líder global del mañana» por el Foro Económico Mundial, un año más tarde el gobierno conservador danés le hacía director del Instituto de Evaluación Ambiental, para ser poco después considerado una de las «50 estrellas de Europa» por Business Week. Es cierto también que se ha dado y se da una reacción opuesta, dentro y fuera de la comunidad científica, por la que no ya sólo el mundo del ecologismo en general sino publicaciones como Nature, Science o Scientific American han sido y son más que críticas con sus tesis. [1]

En gran medida, el discurso Lomborg es, pues, más una «contraletanía» que un trabajo científico. Se suma en definitiva a una larga tradición de tecnoutópicos que, dejando de lado la discusión sobre el antropocentrismo, arrancan poniendo en duda la cientificidad del «tremedismo» ecologista para acabar defendiendo una idea convencional y productivista de progreso.2

El método científico y «El estado real del mundo»

A finales del 2002, el Comité Danés sobre Deshonestidad Científica, tras el examen de un grupo de trabajo formado por cinco expertos, cuatro de ellos catedráticos de diversas disciplinas, sentenció la publicación como «claramente contraria a los criterios de la buena práctica científica» -por el uso sesgado de datos y fuentes- si bien no pudo demostrar que fuese «deliberadamente o con grave negligencia». Más allá de la culpabilidad objetiva pero no subjetiva de Lomborg, el Comité tuvo que hacer frente al problema de determinar hasta qué punto podía o no ser calificada de ciencia -en lo que no se pusieron de acuerdo. Esto es relevante en la medida en que el discurso Lomborg reivindica el status de ciencia libre de valores, parapetado en «la forma mucho más clara de ver el mundo» que ofrecen las estadísticas. A pesar de reconocer que «la identificación de un problema depende de la teoría con que interpretamos aquello que observamos en el mundo» (p. 80), cae en el dogma positivista de que todos traicionan la (imposible) neutralidad epistemológica menos uno mismo, y es ahí donde el discurso productivista probablemente pueda ser juzgado con menores riesgos.

En cualquier caso las incoherencias internas son demasiadas como para pasarlas por alto. Desde el punto de vista formal la abundancia de falacias de todo tipo llama la atención. Una característica común a ellas es una constante productivista: el desprecio al riesgo. Así, como no se ha demostrado su toxicidad, «las patatas transgénicas no son tóxicas» (pp. 465-468) -falacia ad ignorantiam. En general, la renuencia a la regulación ambiental denota un silogismo del tipo siguiente: (1) La precaución es cara, (2) nunca tendremos certeza de que no hay riesgos, por lo tanto (3) hacer caso a las voces de alarma es caro e inútil. El uso sesgado de los datos, las elecciones metodológicas, empíricas y epistemológicas que llevan a la conclusión sorprendente de que todo va mejor que nunca, se subordinan a una relativización del riesgo. Sin embargo, cuando se hila más fino, las conclusiones pueden ser distintas.

Por ejemplo, sólo puede sostenerse que el área forestal del planeta ha incluso aumentado si se equiparan bosques primarios y plantaciones -se ha perdido el 8.7% de los bosques tropicales sólo en los años noventa. Sostener que «la productividad marina se ha doblado desde 1970» aunque las pesquerías se están agotando pasa por compensar las capturas con la producción en piscifactoría -el ejemplo del salmón es el preferido de Lomborg, sin mencionar contaminantes biológicos o químicos o insumos de grano. Quitar peso a la pérdida de biodiversidad se hace a costa de reiterar que esta no tiene lugar al ritmo de 40.000 especies por año, como predijo Norman Myers en 1979, -sino a un ritmo de entre 1000 y 1500 veces como mínimo la pauta natural. «La mayoría de recursos [especialmente los fósiles como el petróleo o el gas] son ahora más abundantes» aunque su consumo aumente cada año, sólo si confundimos las reservas disponibles a precios rentables con los stocks físicos totales. Y así ad infinitum una a una las principales tesis de Lomborg pueden ir siendo desenmascaradas sin grandes dificultades.

El abono ideológico del neoproductivismo

Los sesgos del trabajo de Lomborg, involuntarios o no, son perfectamente coherentes con todo un conjunto de puentes ideológicos con el ideario neoliberal y neoconservador. En primer lugar, la creencia en la sustituibilidad entre factores que son cualitativamente distintos pero que son asimilados a la noción de capital: trabajo (capital humano o social) por tecnología y mercancías (capital manufacturado), este por recursos (capital natural), y todos ellos por capital financiero. Esta es la puerta al uso y abuso del análisis coste-beneficio en la evaluación de las distintas alternativas en casos de incertidumbre: reducidos todos los cauces posibles de acción a costes y beneficios mesurados en moneda el saldo final más favorable indica la opción a elegir. Es así como Lomborg menosprecia la política climática -en sus cálculos el coste del Protocolo de Kyoto para el año 2010 es mayor que el de eliminar la carestía de agua mundial y salvar dos millones de vidas.

La ilusión de que el stock de recursos naturales puede aumentar con más capital y que «el único bien escaso es el dinero» (p. 45) lleva simplemente al absurdo. Por ejemplo, el valor monetario de los alimentos, incluidos los insumos energéticos, se lleva a lo sumo el 5% del PIB mundial. Probablemente la humanidad podría vivir con un PIB un 5% menor -en gastos militares por ejemplo- pero no si es el de la comida -los tanques no se comen. Del mismo modo, las cifras pueden ocultar efectos distributivos perversos y valoraciones arbitrarias: El ejemplo que Lomborg toma para el cambio climático descuenta el valor de la vida de un norteamericano a más de 5 millones de dólares, pero el de un subsahariano algo por encima de cuarenta mil, cien veces menos. Además, hace abstracción de aquello que no está monetarizado; aunque la biodiversidad es clave en los servicios ambientales -ciclos del agua y de los nutrientes, el control de las lluvias, la estabilidad atmosférica, la polinización de las cosechas, etc.- crematísticamente apenas cuenta como despensa de alimentos y medicinas. Además, en último término la regulación ambiental -muy estudiada para distintos casos de contaminantes- se ha mostrado una vez en marcha mucho más barata de lo que sus oponentes sostenían.

En general, el análisis coste-beneficio y la noción de sustituibilidad subyacente reflejan el universo mecanicista y utilitarista -que la ciencia contemporánea va dejando atrás- al asignar con grandes dosis de arbitrariedad un valor monetario a vidas, descontar los intereses de generaciones futuras, excluir las consecuencias distributivas de los riesgos, así como ignorar las variables que no pueden ser cuantificadas (valor de especies perdidas, servicios ambientales deteriorados, riesgos que pueden significar pérdidas catastróficas). Por el contrario, la perspectiva de las ciencias ambientales y particularmente de la ecología nos sitúan en intrincadas redes de vida que no pueden ser explicadas según el modelo del reloj o del mecano -la naturaleza como un espacio lineal, pasivo, predecible y corregible-, cuya transformación precipitada puede implicar cambios irreversibles -la interdependencia puede llevar a que la desaparición de un elemento desestabilice todo el conjunto. En gran medida quienes están acostumbrados a la incertidumbre, a los dilemas propios del conocimiento y la regulación en la ciencia contemporánea, se muestran reticentes a darse por sabedores del estado real del mundo. Así, la evaluación de la ciencia a raíz del cambio de paradigma ocurrido en los años setenta, tiende a pensarse a partir de múltiples criterios y valores. Tenidas en cuenta las dimensiones políticas, éticas y científicas del análisis de la regulación ambiental hay métodos más adaptados a la incertidumbre, abiertos ya a la inconmensurabilidad ya a la legitimidad (como al Análisis Multicriterio, distintas formas de participación ciudadana e incluso la formación del grupos de consenso como es el propio IPCC, encargado de estudiar el cambio climático).

En segundo, asume la noción de Curva de Kuznet ambiental: la calidad ambiental decrece para cada incremento de renta, pero sólo hasta un nivel de riqueza en que justamente mejora a medida que la renta aumenta (gráficamente describe una U invertida); «a mejores ingresos le corresponden mejores niveles de protección ambiental» (p. 74). Sin embargo, lo cierto es que no hay pruebas sólidas de que el desarrollo ambiental sea resultado directo del desarrollo económico al menos para las tendencias más relevantes. Hay varias razones por las que lo que ha sido verdad para los países ricos no tiene que ser necesariamente verdad para el conjunto (falacia de la composición).

Para ser cierta, la actividad económica y sus efectos ambientales deberían coincidir geográficamente, y no es el caso. El espacio ecológico global está distribuido de una manera muy desigual: la «huella ecológica» de un consumidor de un país rico o sobredesarrollado es mucho mayor que la de uno en un país pobre, entre otras cosas por la capacidad de importar sostenibilidad a bajo precio en los productos y materiales adquiridos en el océano de las relaciones comerciales globales. El americano medio consume 330 veces más energía que el etíope medio porque compra recursos (fósiles) no renovables y porque no paga los servicios ambientales deteriorados por su uso (como el cambio climático). Además, para las sociedades con mayor consumo, una reducción del impacto por unidad extra (donde pone la atención el enfoque marginalista asumido también por Lomborg) queda compensado por el incremento agregado; es decir, si la renta crece más rápido que la eficiencia en recursos, el impacto es cada vez mayor. De esa manera, los costes de transacción de los países menos desarrollados podrían ser simplemente inalcanzables: nunca podrían llegar al consumo de los ricos excepto si disponen de otras áreas en las que apropiarse del plus de servicios y recursos ambientales.

En último lugar, se da por bueno el axioma de la correlación entre precios y escasez. No es casual que la conversión ideológica de Lomborg se produjera al leer al economista Julian Simon, famoso entre otras cosas por haber ganado una apuesta en 1980 contra prestigiosos científicos vinculados al ecologismo que aseguraban que las principales materias primas subirían de precio a corto plazo -pensaban ellos, como síntoma del agotamiento de recursos. Para ambos, eso demuestra que no son escasas -nunca que el axioma está errado o que los precios de las materias primas o de los alimentos no responden a los requisitos de la competencia perfecta, como si no hubiera subsidios a la producción energética o a la agroquímica.

La confianza en la curva de Kuznet o la creencia en la sustituibilidad son opciones normativas, coherentes con los presupuestos marginalistas, mecanicistas y utilitaristas del universo teórico neoliberal, y perfectamente compatibles con la invitación a conservar las relaciones sociales que nos llevan camino de la prosperidad y a extender las instituciones -sobre todo el comercio global sin controles democráticos- que lo alimentan. Es difícil encontrar tensiones entre estos presupuestos y recomendaciones y la agenda de la administración de G.W. Bush. Pero más difícil aún es considerar esto una demostración de escepticismo.

Letanía catastrofista y ecologismo

La más evidente de las falacias en Lomborg -los ecologistas están equivocados; por lo tanto el medio ambiente está mejorando (non sequitur)- obliga a hacer una reflexión sobre la realidad del ecologismo. La contraletanía productivista se sostiene en una descripción del ecologismo con tres rasgos destacados: (1) catastrofismo malthusiano de connotaciones primermundistas, (2) funcionamiento como un grupo de interés, (3) efecto contrapruducente en la determinación de prioridades sociales y en la buena gestión de recursos escasos.

En el ideario ecologista es sin duda central la idea de límite: en un espacio finito como es el planeta la apropiación humana del entorno necesariamente tiene que hacer frente a límites impuestos por la naturaleza. Es cierto que a partir de esa idea, y especialmente durante los años setenta, numerosas voces de alarma sobreestimaron el efecto de la población frente a otros en el deterioro ambiental, vaticinaron el colapso traumático de la civilización industrial a causa del agotamiento de recursos -en particular del petróleo- y en general abusaron de la imagen de la supervivencia de la especie humana en peligro. A menudo esto alimentó discursos radicales por el control de la población en los países en desarrollo y otras posiciones conservadoras -la insistencia de los informes del WorldWatch Institute en los peligros para la estabilidad alimenticia mundial de la incorporación de China a la dieta occidental no siempre ha contribuido a la separación del ecologismo de estos clichés. Ahora bien, este tipo de visión paternalista, malthusiana y catastrofista es poco o nada representativa del ecologismo hoy día, ni siquiera lo era hace treinta años más allá de ciertos círculos conservacionistas y académicos, especialmente en Estados Unidos.

En primer lugar porque fue una visión utilizada profusamente también en la derecha del espectro político y social en un momento en que el capitalismo precisaba afrontar un cambio estructural de cara a salir de la crisis en que se encontraba. En 1973, V. Giscard d’Estaing jugaba con la ambigüedad del lenguaje para señalar: «un tipo de crecimiento llega a su fin. Es necesario que entre todos inventemos otro». En segundo, porque hoy nadie se atrevería a señalar que en el corto y medio plazo sea la naturaleza finita de los combustibles fósiles lo que daña el clima global, sino justamente su opuesto: el exceso. De otro lado porque la noción de límite biofísico está lejos de ser rebatida: por mucho que las tendencias hayan sido tales los últimos años, de ahí no se sigue que vayan a serlo por siempre. No hay que esperar al agotamiento del petróleo para reconocer la actividad humana como generadora de riesgos ambientales, si bien ahora nos fijamos menos en la escasez de recursos no renovables y más en la de los renovables -incluida la degradación de servicios ambientales. Además, porque al evaluar la contribución que el ecologismo haya podido tener en la regulación ambiental, hay que tener en cuenta el balance final entre las falsas alarmas y las buenas y preguntarse en qué mundo viviríamos de asumir -como hace Lomborg, ciego a la relación causal entre movilización social y mejoras legales y tecnológicas- que son la propia iniciativa empresarial y el cambio tecnológico autopropulsado las razones de la prosperidad -muy poco escéptico de su parte. Vistas así las cosas, el alarmismo ecologista puede pecar incluso de defecto más que exceso, cuesta creer que el mundo sea mejor a pesar de los movimientos ecologistas y no gracias a ellos, y esas deben de ser las razones por las que son calificados como grupos movidos por valores antes que lobbies guiados por intereses. Por lo menos para la ciudadanía europea y para casos tan significativos como el de los transgénicos, las ONGs ambientales merecen mucha más confianza ante la ciudadanía que los científicos y políticos susceptibles de tener algún interés en defender las prioridades de los grandes negocios -que, a pesar de Lomborg, tienen más medios para «hacer más ruido».

Culpar a los ecologistas de la falta de programas sociales presentando dicotomías falaces puede que a estas alturas contribuya en poco a dividir aún más a la izquierda social, pero sin duda la invitación a aferrarnos a la democracia liberal y a la economía de mercado bajo el paraguas de la globalización como el motor adecuado para el progreso humano le hace el juego a la derecha. Si bien la versión ambiental de El final de la Historia requiere casi un acto de fe, en el actual «ambiente» político las creencias encuentran un suelo especialmente fértil.

Notas:

1 La red facilita el acceso al debate: www.lomborg.com y Greenspirit (www.greenspirit.com) permiten acercarse a las posiciones favorables; para las lecturas críticas véase www.anti-lomborg.com y en particular las aportaciones de World Resources Institute (www.wri.org/index.html), Grist Magazine (www.gristmagazine.com) y Consejo Ecológico Danés (www.ecocouncil.dk/index_eng.html), así como la sentencia del Comité danés de la deshonestidad científica (http://www.forsk.dk/uvvu/nyt/udtaldebat/bl_decision.htm). Son recomendables también los artículos en Science (Pacala, S.W., y otros, «False Alarm over Environmental False Alarm», vol. 301, 2003; Grubb, M., «Relying on Manna form Heaven», vol. 294, 2001) y el excepcional «Some Realism About Environmental Skepticism» de D. Kysar (Ecology Law Quarterly, vol. 30, 2003), de los que utilizo buena parte de los datos presentados, por razones de espacio sin referencias explícitas.

2 Un texto clave al respecto es el de R. North, Life on a modern planet. A manifesto for progress, publicado por la misma editorial que el de Lomborg (Manchester U.P., 1994). Esta tesis ha sido defendida en nuestro entorno por Manuel Arias («Retórica y verdad de la crisis ecológica», Revista de Libros, nº 65, 2002).