(Escrito por un hombre)
Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la Humanidad en el Siglo XXI es que las mujeres asuman el manejo del mundo. La Humanidad está condenada a desaparecer en el Siglo XXI por la degradación del medio ambiente. El poder masculino ha demostrado que no podrá impedirlo, por su incapacidad para sobreponerse a sus intereses. Para la mujer, en cambio, la preservación del medio ambiente es una vocación genética. Es apenas un ejemplo. Pero aunque sólo fuera por eso, la inversión de poderes es de vida o muerte.
Gabriel García Márquez
La situación social de las mujeres es un problema que, imposible negarlo, afecta a ellas principal y primeramente. Pero que, no por eso, restringe su abordaje y posible solución exclusivamente al ámbito femenino. Por el contrario es una problemática de corte social, que involucra necesariamente a la totalidad de la población.
Es preciso aclarar rápidamente, evitando malentendidos, que esto no significa que la solución esté en manos de los hombres entonces. En todo caso lo importante a destacar es que, si bien son las mujeres quienes llevan, en principio y por mucho, la peor parte en esta cuestión, la comunidad en su conjunto se perjudica ante el hecho discriminatorio. Y que se si aborda profundamente el problema, la conclusión obligada confronta, primeramente a los hombres en tanto los discriminadores, pero en otro sentido a la sociedad como un todo, en cuanto ha generado esas formas de organización; sociedad – trataremos de ver las causas – que está marcada hondamente por una ideología machista.
Aunque el presente artículo lejos está de ser una minuciosa investigación histórico-antropológica de la situación femenina, una mirada rápida a distintas sociedades y a diferentes momentos nos muestra que, en términos generales, en la gran mayoría de formas organizativas que se han dado los grupos humanos ha primado la supremacía masculina. Definitivamente las diferencias sexuales anatómicas conllevan otras tantas diferencias psicológicas. Pero esto solo no termina de explicar, y mucho menos de justificar, la posición social del género femenino. Ninguna conducta humana puede concebirse solamente en términos biológicos. Aunque este determinante esté supuesto – el macho, en muchas especies animales, es más fuerte que la hembra, también entre los humanos -, se dan otros procesos que posicionan culturalmente a las mujeres.
Lo cierto es que, como una constante en diversas civilizaciones, las mujeres se ven sometidas a un papel sumiso ante la imposición varonil. No significa esto ‘papel secundario’, por cuanto su quehacer es básico al mantenimiento del grupo social, pero sí ausente en la toma de decisiones. Para decirlo rápidamente: hasta ahora las mujeres, como género – salvando algunos casos puntuales en la historia: Cleopatra, Catalina de Rusia, etc. -, han estado excluidas del poder. Las experiencias matriarcales son, hasta donde se puede conocer actualmente, más de orden mitológico. Y la poliandria, experiencia poco usual, no habla precisamente de un poder femenino. Por razones solamente histórico-culturales – no biológicas – los trabajos femeninos se consideran secundarios, complementarios respecto a los ‘importantes’.
Hasta ahora las diversas formas que ha ido asumiendo la civilización humana giraron siempre en torno a la detención del poder; para decirlo en términos psicológicos: han sido falocéntricas. Es difícil precisar por qué. No hay nada que genéticamente lo determine; de hecho la organización que puede constatarse en los diversos pueblos y momentos históricos se centra en la masculinidad, que no es lo mismo que el macho padrillo.
En este sentido puede ser muy instructivo ver qué enseña la etología. En el reino animal no se da el fenómeno de la discriminación femenina; existen conductas reproductivas y de crianza de la progenie, o destinadas a la alimentación o a la defensa de la especie, ligadas de una manera directa con los papeles fijos del macho y de la hembra. En la mayoría de las especies el macho es más fuerte en términos de fortaleza física y resistencia, lo cual no significa que la hembra juega el papel de «sexo débil»; e incluso las hay (especialmente entre algunos insectos) en que las hembras son las fuertes. Hay, de hecho, un interjuego de papeles donde ninguna parte se ve perjudicada; existen conductas fijas que, en algunos casos y antropomorfizando lo observado, pueden llevar a ver rasgos dominantes de machos hacia hembras: territorios propios y grupos de hembras «propiedad» de un macho, por ejemplo. Pero definitivamente no es posible encontrar una repartición de poderes; los comportamientos no responden a una lógica de la dominación, no están motorizados por el deseo.
En el ámbito humano, por el contrario, el horizonte desde donde se estructura la compleja gama de conductas posibles está regido por algo no exclusivamente biológico, y que en términos de ordenamiento macho-hembra no responde tanto a realidades anatómicas sino a posicionamientos subjetivos, propios del campo simbólico y no del orden físico-químico. Para decirlo rápidamente: el machismo, en tanto una posibilidad de relaciones entre hombres y mujeres en el seno de las sociedades, no tiene ningún fundamento genético. Ninguna fortaleza física varonil explica – ni mucho menos justifica – la discriminación de las mujeres.
Decir que la organización social es fálica, entonces, apunta a concebir las relaciones interhumanas como vertebradas en torno a un símbolo, un articulador que representa «la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser» (J. Lacan, «El falo y la sexualidad femenina»). El falo, entonces, es el gozne que ordena una realidad de subjetividades, y si bien se inspira en el órgano sexual masculino, no es correlativo con él.
Dicho de otro modo, en la especie humana no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras sino ordenaciones entre hombres y mujeres. Valga decir, de paso, que el acoplamiento no está determinado/asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero no siempre (hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad); y no necesariamente está al servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una eventualidad; la mayoría de los contactos sexuales no buscan la procreación). Masculinidad y femineidad son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los humanos y no en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se desenvuelve en el campo social.
En tanto construcciones, entonces, los géneros son igualmente históricos. Lo cierto es que, visto desde un punto de vista antropológico comparativo, las diversas edificaciones de género habidas en las culturas conocidas han repetido la organización fálica. La estructuración en torno a la potencia, a la supremacía, ha sido la constante. Está por demás de claro que esas son características de la masculinidad, de la virilidad. Si ocasionalmente – míticamente o no (las amazonas o la «dama de hierro» Margaret Tatcher) – hay mujeres poderosas (fálicas, para usar un término hoy popularizado), su arquetipo participa de las características aunadas universalmente a lo masculino, a lo viril, no siendo precisamente «femeninas».
En las distintas culturas que podemos constatar hoy, actuales o vistas en retrospección, los estereotipos de género se repiten sin mayores variedades: masculino=poderoso, activo; femenino=sumiso, pasivo. El poder es masculino; así como lo son también la guerra y las distintas manifestaciones de sabiduría (las filosofías, las ciencias, las teologías, las artes), que no son sino otra forma de expresión de aquél. El papel de las mujeres es hacer hijos y ocuparse de los quehaceres domésticos; la sabiduría femenina queda confinada a la reproducción y al hogar. Lo increíble, para decirlo de algún modo, es que esas acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como «de menor cuantía». Las cosas «importantes» son varoniles; la historia se cuenta en términos de gestas viriles: conquistas, descubrimientos, invenciones, victorias; pero nunca como logros domésticos.
Rastrear ese salto en la historia desde la presunta horda primitiva, animalesca aún y sin diferencias de género, a una sociedad constituida fálicamente, valorizando la supremacía de uno contra otro, es un imposible. Puede proponérselo como un momento en la reconstrucción teórica, del mismo modo que la acumulación primitiva y la separación en clases sociales. Lo constatable es la repetición del fenómeno en diferentes lugares y circunstancias. Los monarcas, los sabios, los sacerdotes y los guerreros son la expresión de un poder, y habitualmente – salvo escasas excepciones – son varones. El poder se construyó en términos masculinos. Las mujeres, el género femenino en su conjunto, ha quedado en desventaja e inferioridad de condiciones en esa edificación. No habiendo razones biológicas que lo determinen ¿qué lo explica entonces: una maldad intrínseca de los varones?
Así como en el curso de la historia asistimos a una división en clases antagónicas, a una eventual ausencia de solidaridad interhumana (lo cual no quita que también, en ciertas ocasiones, pueda haber un espacio para ella), así también puede comprobarse una opresión histórica de género: las mujeres han sido – y son – objeto para el hombre, fundamentalmente objeto sexual, y han estado desvinculadas de la toma de decisiones políticas. Quedando en la indeterminación la razón última que ha alentado esto (a no ser que se intente alguna especulación, en el más cabal sentido de la palabra – cualquiera que sea: biologista, psicologista, incluso religiosa – lo cual no es sino mera justificación) lo importante a remarcar ahora es que, al igual que la diferencia de clases, puede ser sometida a una crítica. De hecho, y felizmente luego de milenios de machismo, hoy asistimos a esa revisión de la opresión de género, al menos a un inicio. Y aunque no pueda darse respuesta en términos históricos al por qué se organizaron de tal manera las sociedades, lo cierto es que actualmente está en curso un análisis y proposición de propuestas alternativas y superadoras de este estado de cosas.
Quizá los varones no son tan ‘malos’; dicho así puede resultar ingenuo incluso, o descaradamente cínico. Sin embargo, no se trata de la maldad o bondad de nadie. Las sociedades, las construcciones colectivas, funcionan independientemente de esas categorías, ligadas antes bien al ámbito de lo individual (tema, por otro lado, altamente controversial). Es imposible juzgar el comportamiento de las clases sociales por la cordialidad o la perfidia de algunos de sus miembros. Todos, concretamente, tienen (tenemos) algo de esas características. De igual modo, tanto el esposo golpeador como el varón que se solaza contemplando pornografía (sin pretender con esto ninguna justificación de esas conductas), son en un sentido producto de una cultura que los transciende. (Apurémonos a decir que quienes reciben los golpes, o quienes enseñan sus intimidades ofreciéndose como cosa, para continuar con esos ejemplos, son las mujeres; es necesario clarificar en qué sentido el varón es ‘víctima’, y desde ya no lo es en igual medida que aquéllas).
La cultura machista, fálica, que ha dominado y continúa dominando las organizaciones sociales en que el ser humano ha transcurrido su historia, no es responsabilidad directa de ningún varón en concreto. Es un producto colectivo, e incluso las mujeres contribuyen a su sostenimiento, reproduciendo los seculares patrones de género a partir del seno familiar. Pero tampoco esto significa que los varones concretos estén al margen del problema. El machismo, la violencia y discriminación de género, los golpes y la opresión vienen desde un lado muy claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién lleva las de perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea con que abríamos el artículo, he ahí un problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.
De donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido el campo femenino. Pero siendo consecuentes con un pensamiento progresista todos podemos (debemos) aportar algo en la lucha contra esa iniquidad, también los varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico (lo cual, por otro lado, no estaría de más, al menos como gesto) sino de propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa exclusión. Ni remotamente creo que la solución al problema de la discriminación de género esté en manos de los hombre, obviamente. Pero si de reacomodos en la distribución de los poderes se trata, el segmento masculino de la población tiene mucho que ver con lo que está en juego en esa dinámica.
Está claro que no puede haber derechos humanos si no hay derechos de las mujeres. Lo curioso (¿preocupante?) es que el campo mismo de los derechos humanos hasta recientemente fue casi exclusivamente de orden varonil. El mismo marxismo, sin dudas la ideología contestataria más radical que haya surgido («una crítica implacable de todo lo existente» pedía Marx) no confirió un lugar importante a los derechos de género sino que los subordinó a la lucha de clases. La experiencia del socialismo real (el derrumbado y el que todavía persiste, con sus variantes particulares) es muy aleccionadora al respecto: ¿cuántas mujeres toman parte en las decisiones políticas en China?; ¿qué podemos decir del auge de las «jineteras» cubanas?
Igualar los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa ‘masculinizar’ la situación de aquellas. Hay cierta tendencia a identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en todo sentido (y de allí a la peyorización de la misma, un paso; conclusión inmediata: el movimiento feminista es un movimiento de lesbianas). Los derechos de las mujeres son derechos específicos en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación a los hombres. En esto se incluye su carácter particular de madre, de lo que se siguen derechos específicos relacionados a salud reproductiva, punto medular que sostiene al machismo: los hijos son de las mujeres, el varón es el semental. Ellas se encargas de parirlos y criarlos; los hombres están en cosas ‘más importantes’.
Pero no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son, ante todo, derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos los otros derechos que se podrían considerar universales: derechos civiles, derechos económicos, etc. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no; he ahí un derecho intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?
Las sociedades que conocemos ofrecen todas diversas injusticias; pero en general se recalcan mucho más las de índole económica. La exclusión de género no es, en principio, vista con la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las construcciones sociales, y sus correspondientes niveles de crítica, han sido masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población, lo cual no es poco.
El mundo no es un paraíso precisamente; son muchas y muy variadas las cosas que podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida. Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Pero quizá esto sólo no alcance. Las países prósperos del Norte han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del capitalismo, sistema cada vez más dominante, hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la vida humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y económico en los últimos años es realmente espectacular; en un par de siglos la Humanidad «avanzó» lo que no había hecho en milenios. Pero cabe una pregunta: ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición beligerante y conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado problemas ancestrales. La distribución de poderes entre géneros está aún muy lejos de ser equitativa.
La noción de género es social, no se apuntala en ninguna base anátomo-fisiológica. Apunta, antes que nada, a fijar las relaciones culturales y jurídicas de los sujetos que detentan un determinado sexo biológico pero que, en tanto seres históricos, tienen una determinada identidad que no responde automáticamente a una realidad orgánica. Hombres y mujeres no somos iguales (lo cual hace menos aburrido el mundo); pero no hay diferencias sociales, jurídicas y políticas – o al menos no hay nada que justifique esas diferencias – entre los géneros.
Mientras no se considere seriamente el tema de las exclusiones – todas, no sólo las económicas, también la de género al igual que las étnicas – no habrá posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos: el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo social que en torno a él se ha edificado – bélico, autoritario, centrado en el ganador y marginador del perdedor – no ofrece mayores posibilidades de justicia. Trabajar en pro de los derechos de género es una forma de apuntalar la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se conquiste la naturaleza. Quizá no se trata tanto de invertir los poderes, como reclama García Márquez en el epígrafe, sino de terminar con los poderes opresivos.