Somos sordos, no oímos nada cuando La Tierra clama por aligerar el tremendo peso de la huellas humanas sobre sus malgastados ecosistemas. No reaccionamos ante las señales cada vez más claras que apuntan hacia el extremo agotamiento de los servicios de la Tierra que dan soporte a la vida. En cierta medida se puede decir […]
Somos sordos, no oímos nada cuando La Tierra clama por aligerar el tremendo peso de la huellas humanas sobre sus malgastados ecosistemas. No reaccionamos ante las señales cada vez más claras que apuntan hacia el extremo agotamiento de los servicios de la Tierra que dan soporte a la vida.
En cierta medida se puede decir que el futuro ya está aquí, que gran parte de los augurios más sombríos que los ecologistas proclamamos hace 20 años se han cumplido: un desorden climático cada vez más agudo, una creciente escasez del petróleo y unos precios altos estimulado por una demanda desbocada, una masiva extinción sin precedentes de la diversidad viva del planeta, la incubación en nuestros poros por doquier de ingentes cantidades de venenos químicos acumulativos con efectos impredecibles, el encogimiento de los bosques, la pérdida de la escasa tierra fértil y el secado entubado de los ríos ante el avance incesante del cemento y el desierto, todo devorado en aras de la maquina insaciable de un maldesarrollo. Y todavía estamos en los aperitivos de los efectos más catastróficos sobre la vida humana. Sin embargo el estado de negación nos domina…
Según el reciente estudio del milenio por 1300 científicos por encargo de la ONU la situación es grave pero no insalvable si reaccionamos ahora con decisión. Lo más lamentable, constatan, es la muy débil y equivoca respuesta de nuestras sociedades y instituciones ante una crisis ecológica que muy pronto engullirá a todos, comenzando por los más pobres. Para una reacción política responsable, el Informe pide que el bienestar de nuestro planeta: ecosistemas, clima y diversidad viva, entre al centro de la economía con medidas concretas a favor de la eficiencia y la suficiencia ecológicas.
Pero cuando se habla de las acciones fiscales, inversiones y de giros en el consumo necesarios para enfrentarse a la magnitud de la tragedia, se mira el bolsillo (a pesar de estar a punto de perder los pantalones) y se encogen los hombros. El interés a corto plazo, los imperativos del mercado y del mítico crecimiento suelen eclipsar la preocupación y la prevención. Sí, todo el mundo se llena la boca con «sostenible», esto o «verde» aquello, pero huyen como de la peste de cuestionar el consumo, los precios y las inversiones que apuntalan a la economía insostenible. Porque hasta lo que comemos, conducimos y construimos refleja nuestro compromiso verde.
Un ejemplo reciente es el rechazo del Gobierno de la propuesta de la Comisión Europea gravar a nivel europeo el muy contaminante combustible aéreo (actualmente casi sin impuestos) con 10 a 20 euros a cada billete de avión y dedicar la recaudación al desarrollo sostenible de los más pobres en África (aduciendo un presunto daño a la industria turística!). Otro es la defensa numantina de la derecha y de la izquierda de unas subvenciones agrarias europeas a la producción y a la exportación o otros subsidios al carbón y a las nucleares que son manifiestamente caros y destructores. O en el empecinamiento en mantener unas capturas pesqueras. También hay una oposición de casi todos a los peajes urbanos que son de los pocas medidas eficaces para limitar el tráfico privado en las grandes ciudades.
Cuando se proyecta controlar miles de tóxicos peligrosos, como en la propuesta de la Directiva europea REACH, su principal preocupación es la competitividad comercial de la industria química española en lugar de nuestra salud.
En el campo de investigación y desarrollo se sigue primando a los proyectos más insostenibles e inciertos (como la fusión nuclear), muy por encima del apoyo a las energías renovables que pueden dar resultados claros y más rápidos, creando mucho más puestos de trabajo. Se habla de «consumo responsable», y las administraciones públicas no practican con el ejemplo a la hora de promocionar las «compras verdes» y la eficiencia energética. Y podríamos dar ejemplos hasta la saciedad. Porque se puede hablar de «eficiencia» ecológica pero es prácticamente tabú políticamente plantear la «suficiencia» o los límites de la expansión física de la economía, sea en el campo urbanístico, energético o de transporte. Pero de poco sirve ser algo más eficientes si crece sin cesar el volumen de nuestro consumo de los servicios de la Tierra y de creación de residuos. El ahorro y la reducción de la demanda brillan por su ausencia de la mayoría de los planes institucionales.
Si queremos reaccionar al clamor de la Tierra con políticas consecuentes tendremos que cuestionar algunas premisas básicas de nuestra economía y de nuestra cultura cotidiana. Sin unos giros rápidos sólo nos quedará sufrir la muy dura pedagogía de la catástrofe que se nos viene encima más pronto de lo que pensamos.