Un porcentaje considerable de turistas que viajan por Cuba son indígenas procedentes de Canadá y Europa. Algunos llegan con un supuesto bagaje cultural y deseos de compartir experiencias; otros hay con ansias de quitarse en encima el largo periodo de abstinencia sexual, pocos con la maleta de la sinceridad abierta y el resto, que son […]
Un porcentaje considerable de turistas que viajan por Cuba son indígenas procedentes de Canadá y Europa. Algunos llegan con un supuesto bagaje cultural y deseos de compartir experiencias; otros hay con ansias de quitarse en encima el largo periodo de abstinencia sexual, pocos con la maleta de la sinceridad abierta y el resto, que son muchos, con simples ganas de pasarlo bien comiendo a dos carrillos, bebiendo cócteles diversos pero típicos, y bailando salsa que es como se conoce en sus tribus esa mezcla de ritmo y sensualidad que en Estados Unidos se bautizó como tal, exportando para el negocio de la música un término que a todas luces es absolutamente estúpido, pero muy útil cuando no se sabe cómo definir la música de la isla más grande de las Antillas.
Más del ochenta por ciento de esos visitantes traen consigo una máquina llamada «cámara», con la que inmortalizan algunos de los momentos en los que «lo pasan divinamente», siempre al lado de amig@s cuban@s que se les han unido por aquello de que «un turista siempre es una posibilidad de resolver un día». Es de esta forma como, tras la obligada despedida, miles de habitantes de Cuba establecen una esporádica amistad que el transcurso del tiempo se encarga de matar de forma lenta y definitiva. Los indígenas canadienses y europeos regresan a su civilización con nostalgia, algo de tristeza y la satisfacción del deber cumplido: han ayudado en buena parte a que otros tantos seres, sometidos a un bloqueo brutal, mitiguen sus penas durante una semana.
Tras ellos llegarán más, otros miles, para ser sustitutos en esa labor de entrega, no precisamente desinteresada. Casi ninguno de esos indígenas venidos del primer mundo muestra sorpresa ante las indudables ventajas con las que cuenta un ciudadano cubano. Casi todos, sin embargo, aplican de forma inconsciente una forma de pensar y/o racionalizar la experiencia, que en otro país no utilizan. Y es que en la América Latina, sólo Cuba está libre de indios, de tribus carentes de algún adelanto, de cultura, de conocimiento. Sólo Cuba ha sabido llevar al noventa y nueve por ciento de su pueblo a un territorio en el que la salud y la educación priman por encima de todo. Y eso no se perdona.
Los turistas del primero de los mundos no saben mirar más allá del diafragma: ellos, que en Brasil, Perú, Honduras o Guatemala, retratan encantados a los semidesnudos indios, sin manifestar ningún atisbo de escándalo o sorpresa, sabiendo que se encuentran en naciones donde no existe ni bloqueo, ni amenaza de terrorismo protegido por EEUU y la Unión Europea (ésta última lo consiente aplicando el principio de «ni quito ni pongo Rey, pero ayudo a mi Señor»), suelen abrir los ojos desmesuradamente cuando se topan con un profesor de gimnasia que «no tiene dinero para comprarse unas Nike».
El silogismo no tiene desperdicio, teniendo en cuenta, además, que quien lo deduce es un indígena que viene, en buena parte de los casos, de la universidad, con estudios superiores, cierta cultura, pero poca capacidad de raciocinio. Como los fariseos en el templo de Yahvé, se rasgan las vestiduras mientras suelen lamentar que ese pobre ser humano, aunque tenga hogar, alimento justo, sanidad y educación gratuita, no puede financiarse unas simples bambas como las que utiliza Magic Johnson.
Esos indígenas de Europa y Canadá (y de otras áreas, pero prefiero citar a los que más se exhiben en la isla), cuando visitan Guatemala, un país multiétnico, multilingüe y pluricultural, donde los pueblos indígenas maya, garífuna y xinca representan a más de la mitad de la población, que han sido históricamente discriminados por razones étnicas y constituyen gran parte de la población pobre o en extrema pobreza, no se escandalizan ante las enormes c arencias de esas maltratadas tribus. Más bien se limitan a posar junto a ellos con rostro de «Aquí estamos junto a los simpáticos indios semisalvajes de Guatemala».
Esos avanzados turistas del primer mundo, cuando llegan a El Salvador toman cientos de foto de indígenas nahuizalqueños que aceptan salir en la foto con su traje típico, para volver al poblado, que no tiene hospital cercano, ni médico (a menos que haya un cubano en misión solidaria, cosa más que probable), ni hogar, ni electricidad o escuela.
Esos miles de indígenas civilizados de Montreal, Madrid, Roma o París, con cámaras digitales al hombro o en la mano, llegan a Honduras donde ríen divertidos junto a los hermosos chortís, descendientes de los mayas, que hace unos años mantenían bloqueados los accesos a las ruinas de sus antepasados, situadas a 270 kilómetros al oeste de Tegucigalpa, reclamando tierras, escuelas, hospitales y carreteras.
Esas decenas de miles de visitantes de otro mundo que arriban a las costas de Ecuador, sacan del bolso su mini cámara de video digital para inmortalizar a quichuas, otavalos, caranquis, cayambis, kitus, panzaleos, puruhaes, chibuleos, salasacas, guarangas, miembros de las nacionalidades epera, chachi, tsáchila, shuar, achuar, que en su mayor parte son campesinos empobrecidos, humillados y expulsados de sus tierras en nombre de la civilización.
Esa horda de indígenas dotada de adelantos técnicos de primer orden, ponen cara distinta a la que exhiben en Cuba cuando llegan a Bolivia, donde los los guaraníes exigen desde hace lustros la nacionalización de la riqueza hidrocarburífera ubicada en su territorio, como la base económica para la construcción de un sistema social y político más justo, solidario, equitativo y humano. Pero la cámara de los turistas del primer mundo sigue funcionando como si tal cosa. Y el cerebro sigue empecinado en darle otra lógica a esa situación penosa, que no sea la del simple atractivo de singularidad étnica. Tampoco en Bolivia se hallan en un territorio bloqueado, amenazado y castigado por EEUU, sino al contrario, protegido por Bush para salvaguardar, monitorizar esa democracia que consiente la miseria y el hambre.
Y en su periplo por el orbe aterrizan en Perú, donde la pobreza absoluta roza el 57.4 %, donde los indios de las comunidades están en los departamentos más abandonados del país. En el área rural de la selva, el 74 % de la población vive casi en la pobreza extrema, donde la mortalidad infantil por cada mil nacidos vivos es 48, pero en el área rural alcanza el 90 y en las poblaciones amazónicas llega a la espeluznante cifra de entre 99 y 153 por mil nacidos vivos.
Esos miles de indígenas que parecen exigir que la Revolución cubana, además de financiar la leche gratuita para todos los niños hasta los 7 años, y subvencionar la electricidad, el gas, el agua, el teléfono, el arroz, los frijoles, etc., pueda llevar unas Nike a la población, ponen cara de póker y sonríen beatíficamente al pasear por México, topándose sin saberlo con indios mixtecos de Puebla, tarascanos en Michoacán, zapotecas en Oaxaca, tlaxcaltecas de Tlaxcala, otomíes en Hidalgo, totonacas en Veracruz, los supervivientes del estado maya de Mayapán en Yucatán y grupos menores de filiación mayense en el sur, además de otros grupos independientes en las regiones fronterizas, como los yaquis, huicholes y tarahumaras, todos en el norte de México, cuyo nivel de desarrollo y esperanza de vida es mucho menor que la de cualquier cubano.
Aún sobreviven en Latinoamérica, en países amigos de los EEUU, con democracias monitorizadas, sin atención médica, escuela o vivienda, sin Nike ni Adidas, indios makiritares, yanomamis, bororós, botocudos, tapuyas, mundurucus, tupinambas, shipibos y cayapós. La población indígena total de Latinoamérica incluye algo más de 600 grupos diferentes, con su propia lengua o dialecto. Igual que los indígenas del norte del continente, viven en entornos absolutamente dispares en cuanto a clima y condiciones, que oscilan desde la selva amazónica hasta las cimas de los Andes.
Las poblaciones indígenas y mestizas, pobres y marginadas de la sociedad, no asustan a los habitantes del primer mundo. Sólo los actuales habitantes de la Perla de las Antillas, bloqueados, amenazados, agredidos, pero orgullosos de su independencia, afables y sonrientes, resultan una «desagradable sorpresa» para miles de ciudadanos de ese primer mundo. Tal vez esos indígenas de Europa y Canadá, hubieran preferido ver a los cubanos hacinados en aldeas, semidesnudos y desatendidos, como millones de latinoamericanos, sonriendo a la cámara con inocencia y candor, mostrando imágenes sus dioses, exhibiendo lanzas, dardos, o muñecos de madera con el rostro de Hatuey. Tal vez entonces ninguno de ellos se escandalizara porque un profesor de gimnasia carezca de dinero para comprarse unas Nike.
Decía la vieja canción irlandesa: «En el cielo no hay cerveza», y añado yo «Y tampoco indios en Cuba». Una verdadera pena.