El proceso de elaboración, aprobación y posterior rechazo en las Cortes españolas de la propuesta de nuevo estatuto político para la CAPV, unido a la actual tramitación del nuevo estatuto catalán, constituyen signos fehacientes de una voluntad de revisión del estatus político de las naciones catalana y vasca. Entendemos por revisión una nueva definición del […]
El proceso de elaboración, aprobación y posterior rechazo en las Cortes españolas de la propuesta de nuevo estatuto político para la CAPV, unido a la actual tramitación del nuevo estatuto catalán, constituyen signos fehacientes de una voluntad de revisión del estatus político de las naciones catalana y vasca. Entendemos por revisión una nueva definición del pacto realizado por esas naciones en la llamada transición política tras la muerte del dictador. Como bien han llamado la atención los constitucionalistas, podemos estar formalmente ante una operación de reforma estatutaria, pero lo que subyace en las voluntades sociales expresadas en los parlamentos es materialmente una operación de revisión radical del estatus político.
Este proceso está desarrollándose, bien es cierto, en sus formas, de manera distinta en Euskal Herria y Catalunya. En la CAPV, el horizonte de una consulta en ausencia de violencia sobre la propuesta aprobada en sede parlamentaria el pasado diciembre posibilitaría, si finalmente se realiza y en caso de resultar favorable a un nuevo estatus, un punto de inflexión, de ruptura democrática. En Catalunya, por su parte, han realizado (como aquí) una propuesta parlamentaria que presenta sin embargo dos diferencias sustanciales con el proceso vasco: el carácter unitario de la propuesta (que, salvo el PP, vincula a todo el arco parlamentario) y la amplitud del apoyo, que se acerca al 90%. Esa propuesta ha sido ya remitida a las cortes.
No es previsible que el estatuto catalán sea rechazado con la arrogancia con que fue rechazada la propuesta vasca, pero se anticipan, en cualquier caso, correcciones de calado sobre muchas materias. Aunque no es posible anticipar cuál va a ser el resultado de ese debate, se supone que hay un nivel de consenso suficiente, entre los partidos estatales, para revisarlo drásticamente: la consideración de Catalunya como nación, la propuesta final de financiación, mecanismos garantistas para la no injerencia unilateral del estado en el autogobierno, los derechos lingüísticos, etc…
La voluntad de modificación de estos y otros capítulos echa mano, básicamente, de dos tipos de argumentos: el del techo constitucional y el del interés general. Dos argumentos tramposos cuyos contenidos, en cualquier caso, no se avergüenzan en explicar.
El del techo constitucional es un concepto «chicle», susceptible de ser alargado a voluntad. Desde un punto de vista político hace referencia al pacto de estado en que se sustenta el actual status, del que participan no sólo los dos partidos estatales mayoritarios, sino el conjunto de las «fuerzas vivas del estado». Basta la siguiente cita de Rajoy para expresarlo: «Yo le he ofrecido al señor Rodríguez Zapatero un acuerdo, el 14 de enero de este año en La Moncloa, para hacer lo que llevamos haciendo desde 1978, que es que las grandes decisiones, lo que se refiere a España, a nuestras reglas de juego y a nuestras normas de convivencia se pacte, como siempre, entre los dos grandes partidos nacionales» [1] . Es, lo que podemos llamar, el pacto de mínimos estatal.
Desde el punto de la «materialidad» el techo constitucional viene dado por toda aquella producción legislativa y de jurisprudencia (leyes de base, orgánicas o sentencias del tribunal constitucional) que actúan como normas interpoladas entre la constitución y los estatutos de autonomía, pasando a formar parte, en terminología españolista, de lo que llaman «bloque constitucional». El catedrático Pérez Royo lo expresaba así recientemente, hablando de la propuesta de financiación de Catalunya: «El mecanismo que hay es que entre la Constitución y los Estatutos de Autonomía se interpone una norma que es la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas. Establece una norma de interposición entre la Constitución y el Estatuto que forma parte del bloque de la constitucionalidad y que es la lógica». [2]
En esta misma línea un comentarista criticaba a Rodríguez Zapatero por afrontar el problema nacionalista relativizando el concepto de nación y avisándole de que esa es la base para aspirar a la estatalidad. Así, señalaba que «no se puede jugar una partida de naipes si cada uno de los que intervienen en ella le dan un valor distinto a cada carta» [3] . El valor de los naipes es en cada momento aquel que el pacto de estado define. Y son las fuerzas políticas mayoritarias las que definen, asimismo, en cada momento, el segundo argumento, el del interés general. Es un recurso muy utilizado, asimismo, por parte de los sindicatos [4] y las patronales españolas. Para los primeros, sólo sistemas centralizados de fiscalidad, relaciones laborales y sistemas de seguridad social garantizarían la solidaridad «interterritorial» y la cohesión social. Para la patronal española, toda dinámica centrífuga constituye un ataque a la siempre deseada unidad de mercado.
Este argumento es especialmente utilizado contra cualquier propuesta de financiación y confunde intencionadamente dos conceptos distintos como son el de la gestión de los servicios y el de su financiación. En realidad, esta última continúa enormemente centralizado, siendo el Gobierno central el responsable de definir el tipo y el nivel de los impuestos, la distribución interterritorial de los fondos derivados de recogerlos y los porcentajes de retención por parte de las comunidades autónomas (CCAA) de cada impuesto. Incluso en la CAPV y en Navarra, donde gozamos de autonomía fiscal las diferencias impositivas son casi insignificantes, y en cualquier caso en perjuicio del mundo del trabajo. Este argumento obvia además que centralización no es sinónimo de solidaridad, pues ésta, para practicarse, necesita de mecanismos correctores específicos, de igual manera abordable en un sistema centralizado que descentralizado.
Más allá de las argumentaciones de las fuerzas estatales, lo fundamental es que este es tiempo de debate profundo, en el cual se ha puesto en cuestión la propia legitimidad del estado en las nacionalidades. Cataluña realiza un contraste aritmética y democráticamente muy potente, entre una legitimidad de un 90% y las cortes españolas. La CAPV, si finalmente realiza la consulta, contrasta y confronta con un ejercicio de democracia directa, de resistencia, frente al no de las cortes españolas. Ambos procesos, en cualquier caso, ponen a prueba los límites impuestos por la norma y por el modelo de estado pactado en la transición. Ambas iniciativas, soportadas por los parlamentos, van a poner a prueba, en definitiva, la solidez del marco español. El tono mediático de estas semanas da prueba fehaciente de este momento crítico también para el estado.
Una cuestión añadida, y de gran interés, es que, cara al futuro, estos procesos ponen de manifiesto los límites intrínsecos de la democracia representativa, al menos cuando se trata de naciones sin estado, minoritarios en el estado en que se sitúan: los parlamentos no son suficientes para cambiar el status quo. No lo ha sido en el proceso vasco y la iniciativa catalana va a sufrir, cabe esperar, importantes modificaciones. Todos los aparatos del estado vienen manifestándose en el sentido de que la soberanía no puede sino residir en las cortes españolas. Así el presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) asegura que la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, le produce «una seria preocupación» mientras que el portavoz de ese Consejo espera «que en el Parlamento se produzca su adecuación a la Constitución» [5] . En esta farsa democrática, el poder judicial impele al legislativo en el debate mediático a velar por la constitución. Por su parte, el Jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad) reconoció, hablando «en nombre de las Fuerzas Armadas», que para los militares la unidad de España es «una preocupación». Existe entre los militares «un gran interés para que esta España secular que tanta gloria e Historia ha acumulado siga siendo patria común e indivisible de todos los españoles». Inmediatamente, Bono declaró en su defensa que «en el Ejército español hace mucho tiempo que no hay ningún ruido antidemocrático en los cuarteles, eso sí, los militares no son mudos, ni podemos tampoco taparles la boca ejercitando un derecho o cumpliendo con lo que puede ser una prerrogativa reconocida en las leyes» [6] .
Volviendo al hilo de nuestra reflexión, se visualiza que para superar el marco es necesaria, efectivamente, la legitimidad democrática representativa de los parlamentos nacionales. Pero esta no es suficiente. Es necesaria una adhesión política de la ciudadanía, una suficiente legitimación social que haga posible ese proceso de ruptura. Esta era precisamente nuestra crítica al plan Ibarretxe y sigue siendo lo pendiente en el caso vasco. Podría suceder, en cualquier caso, que ambas legitimidades quizá no sean paralelas. La posición vasca, no tan potente en términos de apoyos parlamentarios podría tener un colchón y resonancia social suficiente. Y quizá la catalana, a pesar de su fortaleza parlamentaria, tendría que hacer un largo recorrido de adhesiones sociales. No lo sabemos.
Con todo, y sin triunfalismos, podemos afirmar que España tiene un problema importante, porque la situación de puesta en cuestión del marco, del pacto político realizado en 1979, es irreversible: hay dos naciones, dos parlamentos que ponen en cuestión la legitimidad democrática del estado en sus propios ámbitos. Irreversible, conviene aclararlo, no quiere decir que produzca, automáticamente, un cambio hacia una nueva legitimidad: para esto es preciso trabajar, acumular fuerzas. Lo irreversible es la visualización generalizada de las limitaciones de este marco, donde no hay salida, desde los mecanismos establecidos y desde la cultura política, para el reconocimiento de las naciones vasca y catalana.
A diferencia de Catalunya, en Euskal Herria tenemos pendiente el problema urgente de la desmilitarización así como una cierta «normalización», vocablo este sobre cuyo contenido aún no hay un acuerdo básico pero que, en cualquier caso, debería recoger el derecho democrático de todas las tradiciones políticas a concurrir electoralmente.
Nos parece que debe alimentarse aquella hipótesis política que creemos posible. La base de esa hipótesis es que ni España renuncia a su pacto secular de modelo de estado ni los soberanistas renunciamos a la creación y puesta en marcha de un frente por el derecho de autodeterminación. Creemos que, en una situación como la que tenemos, deben ser negociadas aquellas cuestiones que interesan a las partes enfrentadas en cuanto que supongan la eliminación de obstáculos para el desarrollo de sus propios proyectos. Acuerdos en los que, sin renunciar cada parte a ninguna cuestión de fondo, permiten desbrozar suficientemente el terreno de juego. Negociaciones que incluso pueden premiar a sus promotores con la ampliación y consolidación de sus respectivos espacios políticos.
Nuestra diferencia fundamental con Cataluña está probablemente en la perspectiva y la referencialidad lograda por la cuestión de la consulta. Aquella idea de la declaración de Lizarra según la cual depositar la palabra en la ciudadanía para decidir sobre su futuro suponía una profundización democrática ha calado profundamente en nuestro ámbito durante estos años. Pero no estamos en vísperas, para bien o para mal, del diálogo resolutivo al que se refería aquélla declaración y es por ello que nuestro modelo se plantee más en términos de confrontación democrática. Nuestro reto es precisamente convencer en el debate y demostrar en la práctica de que la confrontación forma parte de la normalidad democrática y, en nuestro país, esa demostración pasa por la proposición de un soberanismo en clave de integración social. No puede ser ni queremos que sea de otro modo, al menos para quienes abordamos la cuestión vasca desde una perspectiva de izquierda
Es precisamente por eso que hay que responder muy duramente contra aquellas personas, agentes sociales o creadores de opinión que ventilan el fantasma de la ruptura social. Las más de las veces porque es un recurso tramposo, como suelen usarlo la mayoría de las fuerzas españolistas para negar la posibilidad del debate democrático. Pero hay que ser muy duros también con aquellos abertzales que hacen suyo ese discurso. No sólo porque sea el discurso del adversario, sino porque, en ocasiones, revela complejos infundados, y en otras ocasiones, pretende disimular la voluntad de seguir administrando el status quo.
Notas:
[1] El Mundo, 3 de octubre de 2005.
[2] Deia, 4 de octubre de 2005.
[4] El secretario general de UGT, Cándido Méndez, afirmó que el desarrollo del autogobierno y la mejora de las competencias de cualquier estatuto de autonomía, incluido el catalán, «deben garantizar los pilares de la cohesión económica y social». Entre estos pilares, Cándido Méndez citó la unidad fiscal y de la Seguridad Social, incluido el régimen económico de unidad de caja, y la preservación de «un sistema estatal de relaciones laborales homogéneo y solidario entre todos los trabajadores de España». (Cinco Días, 4 de octubre de 2005)
[5] El País, 3 de octubre de 2005.
[6] El Mundo, 4 de octubre de 2005