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Nuestros padres jacobinos

Fuentes: Asociación Cultural de Estudios Sociales (ACES)

Con el telón de fondo del Estatut catalán, ¿quien lo puede soslayar?, con la vara que nos han dado…… y que nos darán, (pero, por favor, sin las interesadas y apocalípticas soflamas del cavernícola PP y sus voceros: no es el fin , eso quisieran ellos) nos proponemos romper una lanza en favor de un […]

Con el telón de fondo del Estatut catalán, ¿quien lo puede soslayar?, con la vara que nos han dado…… y que nos darán, (pero, por favor, sin las interesadas y apocalípticas soflamas del cavernícola PP y sus voceros: no es el fin , eso quisieran ellos) nos proponemos romper una lanza en favor de un poder central fuerte –incluso a nivel mundial- que haga posible la solidaridad y la justicia.

Siempre desde la perspectiva de los más necesitados, necesitamos un instrumento para hacer frente a las poderosas multinacionales. Otra cosa son los apaños que la precariedad de votos y de ideales de la izquierda nos impone.

Los jacobinos

Ahora que esta de moda el desprestigio del poder central y abundan por todas partes los nacionalistas de su nación, grande o pequeña, y que parece que la gente solo puede ser gobernada correctamente por los aldeanos del lugar correspondiente, y todo esto mientras el capital campa por sus respetos por aquello de la globalización, conviene echar la vista atrás para ver si el estado es un invento del demonio (porque ya sabeis que democracia es el gobierno del demo, del demonio) o si todavía cabe esperar algo bueno del invento hegeliano de «poder realizador del ideal». Empecemos por reivindicar a los jacobinos, siempre tan denostados desde que Robespierre terminó en la guillotina.

¿Quienes eran los jacobinos?

Según Fernando Prieto (la Revolución Francesa, Ed. Istmo), «su pretensión social básica fue la igualdad o, más concretamente, el rechazo de las desigualdades extremas. La igualdad es un principio social que parece necesario para que tengan eficacia otros dos principios sociales: la libertad y la solidaridad. Supuesto que el valor «igualdad» es la característica de la mentalidad jacobina, se comprende su capacidad para sintonizar con las preocupaciones del pueblo, para tomarse en serio la promoción de la «felicidad común» que proclamaba la Constitución de 1793 (valor «solidaridad»), y su ataque continuo a los ricos, que eran vistos como opresores de los pobres (valor «libertad»). Pero al mismo tiempo fueron siempre defensores de la propiedad (valor «individualidad»). Cuando los sans-culottes presentaron propuestas para limitar la propiedad, los jacobinos aceptaron la limitación de la propiedad territorial, pero no admitieron nunca la de la propiedad industrial.» «El rasgo básico que define la mentalidad jacobina es su inspiración rousseauniana. La bondad natural del hombre se encuentra en aquéllos que pertenecen a las clases más modestas, en el pueblo trabajador.

Se trata de una convicción democrática radical que proclama al pueblo el auténtico protagonista de la vida política. En consecuencia, su ideal político es la forma republicana de Gobierno. La soberanía la tiene el pueblo y se instrumenta a través de la democracia con sufragio universal (siempre fueron enemigos del sufragio censitario).

El poder legislativo reside en una sola cámara de diputados, expresión de la voluntad popular. El principio de igualdad, que antes hemos visto operando en el ámbito económico, es el que está en la base de la democracia jacobina, pero además se hace operativo traduciéndose en el principio de uniformidad social. Los jacobinos quieren que todos los ciudadanos sean igualmente franceses, superando las diferencias regionales. De ahí la aplicación de una política centralizadora que uniformiza la heterogénea Administración pública de Francia. Claro está que el impulso centralizador cobró nueva fuerza por la necesidad de acabar con la rebelión girondina. De ahí la importancia que adquiere la lengua francesa como medio de igualación. Pero al mismo tiempo, según apuntábamos arriba, como realidad cultural creadora de solidaridad».

Frente a ellos los girondinos eran representantes de la burguesía moderada y de la alta burguesía, defensores de la descentralización administrativa y la república. Fueron muy activos en la segunda fase de la Revolución Francesa. Temían los excesos del poder central y defendían las organizaciones locales y regionales.

Como se ve, los jacobinos eran los utópicos a machamartillo y la palabra ha quedado como sinónimo de radical y muy revolucionario. Estaban convencidos de la bondad intrínseca del ser humano y creían que era posible una organización racional y justa de la sociedad. Conclusión: en materia de la organización del estado, de la centralización o la descentralización, estamos donde estaban. Dos siglos y pico y casi nada ha cambiado.

Parece evidente que un estado que legisle y gobierne para un amplio territorio, corre el riego de cometer ciertas injusticias, porque lo que, en principio, es bueno para todos, puede convertirse en injusto en situaciones concretas. Por ejemplo, ahora que está de moda la sequía, una legislación sobre riegos para toda España puede resultar inútil e injusta porque no es lo mismo el riego en Asturias que en Murcia. Así que la consecuencia es que parece lógico es que los que dicten las leyes estén cerca de las situaciones concretas.

Pero esta cercanía puede seguir siendo injusta, porque, siguiendo con el ejemplo, y si Andalucía fuera la legisladora, no es lo mismo el riego en la Sierra de Grazalema (que es lugar más lluvioso de España) que en el desierto de Tabernas (que es lugar más seco de España). O, si se tratara de Cataluña, no es lo mismo el riego en el Delt’Ebre que en el Empordá. De donde vendríamos a sacar la consecuencia de que el poder debería dividirse y subdividirse hasta llegar a las más pequeñas aldeas, con lo que el poder dejaría prácticamente de ser poder y andaríamos cerca del anarquismo y la democracia directa.

Planteadas así las cosas parece que toda centralización es injusta por inadecuada, porque el legislador nunca podrá estar debidamente informado de las innumerables particularidades de los habitantes de cada grupo social y las soluciones más justas serán aquellas que acercaran el poder a las situaciones concretas, que tomara en consideración todos y cada uno de los hechos y las circunstancias que intervinieran en el problema que el poder quisiera resolver.

Si el poder político fuese un instrumento de resolución de conflictos y de ordenación de la convivencia, seguramente los girondinos tendrían razón, pero hay dos cosas que quedan ocultas en el razonamiento anterior.

Lo primero que se oculta es la naturaleza misma del poder, que no es un mecanismo inocuo, sino un método por el cual determinadas soluciones se prefieren a otras, precisamente por su capacidad de imponerse, independientemente de su justicia, bondad, adecuación, etc., es decir, con independencia de criterios morales o jurídicos. Lo cual no quiere decir que no se trate siempre de justificar su actuación por ambos tipos de criterios.

Es un mecanismo de dominio que puede ser justificado de diversas maneras: Franco nos gobernada por la gracia de dios y Zapatero por designio de las urnas. Siendo la cosa así, no es indiferente que lo manejen unos u otros, porque, mientras los seres humanos no cambiemos mucho, cada uno va a lo suyo.

Aún es más grave la segunda ocultación, que es que los gobernados, los simples mortales sujetos al poder, no son todos iguales, sino que unos pertenecen a los grupos dominantes (ricos y gentes con diversos grados de poder) y otros a la masa dominada (currantes y las variadas clases de pobretes y marginados).

En general, y mientras no se demuestre lo contrario, los ricos y dominantes, prefieren tener cerca el poder para poder influir en él en el caso de verse afectado de alguna manera, porque para ellos vale el principio de que «el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Por el contrario, para los de a pié vale el viejo refrán de que «del jefe y del mulo, cuanto más lejos más seguro», porque la experiencia dice que los jefes son todos peligrosos, por buenos que sean.

Pongamos dos ejemplos. Uno el caso de una obra que tiene que adjudicar un concejal del pueblo. El contratista del mismo pueblo siempre tendrá medios para influir en la decisión del concejal. Si la obra se adjudica en Madrid o la capital correspondiente el rico del pueblo tendrá pocas posibilidades de influir en la decisión final. Por eso los ricos son siempre nacionalistas de su nación, o sea, que la derecha es nacionalista por coherencia con sus intereses y lo del amor al terruño y las tradiciones es puro adorno y un medio de confundir al vecindario hablando de que la obra en cuestión es un bien para el pueblo.

En cambio, el currante de a pie del pueblo o la ciudad no tiene normalmente tratos con los prohombres de la cosa del poder, y mucho menos negocios por medio, así que si alguna vez entra en relación con los tales es por cosa conflictiva, bien sea laboral, o administrativa o penal. Y en todos estos casos, si el juez que tiene que resolver la cuestión, además de mantener un mayor o menor conocimiento o amistad con el concejal o gerifalte de turno, resulta que ha sido nombrado precisamente por él, pues ya os imaginarés cual va a ser el resultado del conflicto cuando la «justicia» se pronuncie. Así que lo que le interesa al currante es que el juez sea nombrado por gente que esté lo más lejos posible del pueblo y que, además, sea posible recurrir a instancias superiores donde las ínfulas del cacique sean irrelevantes.

No creáis que hablamos de la Edad Media o del Comendador de Ocaña. No ha mucho a los ediles de Valencia se les ocurrió acabar el antiguo Paseo de Valencia al Mar, hoy Avenida de Blasco Ibáñez, y montaron un plan que entró en conflicto con el numeroso vecindario del Cabañal. Sin entrar en quien tiene razón o quien no, lo que nos interesa es que el Tribunal Superior de Justicia de Valencia rechazó algunas de las reclamaciones del vecindario, pero luego, por lo menos en dos casos, el Tribunal Supremo revocó dichas decisiones. Y es que la mano oculta de Rita Barberá o sus interesados aledaños no llega tan lejos, gracias sean dadas al Señor. Si como pretenden los reformadores del estatuto de la Comunidad Valenciana (y otros muchos) el Tribunal Superior de Justicia de Valencia se convierte en el tribunal en última instancia, los vecinos del Cabañal lo tendrían crudo en un enfrentamiento con el Ayuntamiento (y no digamos con la Generalitat).

Otro ejemplo. Los del Ayuntamiento de tu pueblo te arman un PAI de esos que te expropian tus terrenos a mayor gloria y riqueza del algún empresariete de tres al cuarto que ha tenido la fortuna o la osadía de convencer a los ediles por los medios necesarios, algunos de cuyos medios se le alcanzan a cualquiera, como ocurre con lo del Ayuntamiento de Camas. Si toda tu posibilidad de recurrir contra el expolio se queda en el propio ayuntamiento, ya sabes lo que te espera.

En conclusión: la famosa cercanía del poder es un chollo para los que ya tiene poder y un castigo para los que no lo tienen. De ahí que los ricos, que son de derechas, tiendan a ser autonomistas a machamartillo, mientras que a los pobretes el asunto se les da un higo y tienden a ser centralistas, y cuanto más lejos esté el centro mejor, y si solo hay un centro en el mundo, mejor que mejor. Esto es el quid y el origen del internacionalismo proletario.

Si todos fuéramos racionales, como presume la izquierda, la cosa estaría clara. Pero estando en éstas nos llega el nacionalismo y la liamos. Cada día está más claro que eso de la nación nadie sabe exactamente lo que es, pero también está más claro que el nacionalismo es una fuerza política y social real. Son los nacionalistas los que hacen la nación y no al revés y esto es fundamental para entender muchas cosas. A su vez, el nacionalismo está basado en el sentido de pertenencia que a todos nos coge por dentro. No lo olvidemos: somos animales sociales y la pervivencia del grupo, de la horda, de la tribu, es prioritaria, mucho más que la mera pervivencia individual, de donde nace aquello de morir por la patria. Nadie está libre de este sentido de pertenencia que nos lleva a afirmar cosas tan peregrinas como que nuestra tierra es la mejor del mundo, que los de tal sitio son los mejores en todo, que nuestro pueblo es el más hermoso, que los forasteros son todos sospechosos de algo y no digamos los extranjeros (sobre todo si son de otra raza), que solo los míos son buenos, que primero hay que arreglar lo de casa y luego todo lo demás, que en nuestro territorio también hay necesidades, etc., etc.

Quede claro que todos somos nacionalistas, más o menos confesos, de una nación a la que pertenecemos por nacimiento o por adopción. Del nacionalismo, como sentimiento no se libra nadie, así que lo dicho y lo que sigue no va por los nacionalistas, tanto si son de España como si son de las Alpujarras, sino especialmente para los que no se creen que ellos lo sean. Y es que cada uno considera que ser nacionalista de su nación es lo normal, mientras que le parecen ridículas las demás naciones y los sentimientos de los otros nacionalistas e infundados y absurdos los demás nacionalismos.

Eso sí, todo nacionalismo políticamente organizado (más o menos) que se precie tiene un dios (o diosa) que lo bendice y un enemigo exterior que lo persigue con saña y no lo deja vivir en paz. Dispone también de una historia más o menos soñada con ciertos visos de verosimilitud que la hacen tragable, donde se demuestra hasta la saciedad lo valientes, honrados, emprendedores, descubridores, civilizados, artistas, antiguos, especiales, religiosos, o lo que sea, que somos y hemos sido a lo largo de los siglos y que nos permita sentir el orgullo patrio y lo malo malísimos que son los otros, es decir, una historia fabricada a gusto del consumidor. El nacionalismo extremado se manifiesta como racismo o como fascismo.

Dicen que hay un nacionalismo más malo, que es el excluyente, y otro algo más civilizado que sería el bueno. El nacionalismo nuestro debe ser de los malos, porque cuando nosotros nos miramos con detenimiento la barriga resulta que siempre quieres que ganen los tuyos por muy imbéciles, aprovechados o delincuentes que sean. A lo mejor a vosotros no os pasa eso, suerte que tenéis.

Todo esto no tendría mayor importancia si no fuera porque el nacionalismo es un sentimiento muy fuerte y muy irracional, que prima sobre la mayoría de otros sentimientos más humanos y racionales, llevándolos al fracaso. Nunca fue verdad aquello tan sensato de «mi patria en mis garbanzos». Y así, la izquierda cuando se enfrenta desde su solidaridad de clase con el problema del nacionalismo y la pertenencia de grupo, se inventa aquello de la izquierda nacionalista, que es algo así como la solidaridad insolidaria o como la tortilla sin huevos, o como la igualdad de los desiguales.

Llegada la hora de la verdad se ve obligada a elegir entre los suyos (ricos o pobres) y los otros (sobre todo si son pobres). Y suele terminar apoyando a sus ricos, como se ve todos los días. Consecuencia: la derecha tiene todas las ventajas, porque cuando llega el momento, hasta la izquierda les apoya en sus reivindicaciones localistas, nacionalistas, girondinas.

Además, da la curiosa casualidad de que la nación como fuente del poder es un invento de la burguesía, del liberalismo, que cuando afirma que el poder radica en el pueblo, y ante la dificultad de establecer exactamente quienes forman el pueblo, da un salto mortal y medio y afirma que el poder corresponde al pueblo constituido en nación. De ahí que el principio de la autodeterminación de los pueblos se trasmute en autodeterminación de las naciones.

Para los que quieran examinarse de su propio nacionalismo político, nos gustaría preguntar en qué lugar está escrito que a toda nación le corresponde un estado, o al menos algún tipo de poder y porqué. También parece necesario plantearse que si la nación es el resultado de una determinada historia, porqué el estado, que también es el resultado de la misma historia debe estar subordinado a la nación, y no al revés. Y finalmente, como la cosa está de moda, qué es eso del estado plurinacional (como si hubiera alguno que no lo fuera, sobre todo los no pequeñitos) y si eso es verdad, si es posible que alguien nos diga con un mínimo de rigor científico cuantas naciones existen en el estado español, o en el francés, o en USA. Todo esto dicho con respeto a las creencias personales de cada uno. Tenemos la seguridad de que nuestra nación no es mejor (ni peor) que la suya.

Volvemos. Como el acercamiento del poder a lo local le viene muy bien a los que ya son poderosos, los nacionalismos crecieron como hongos allí donde los poderosos preexisten, como es natural, mientras que es raquítico e intranscendente allí donde los poderosos no existen, o son tan poco poderosos que no cuentan gran cosa. Esto explica con claridad porqué el nacionalismo abunda donde existen burguesías fuertes, ansiosas de manejar el mayor poder posible, mientras que no tiene éxito donde las burguesía es escasa o poco poderosa.

A todo esto hay que añadir que en nuestros días este proceso de localización del poder viene potenciado precisamente por la globalización de la economía. Por una parte, las burguesías locales (o regionales, o nacionales) se encuentran desprotegidas frente a la presión de las multinacionales. Los poderes centrales de los estados tradicionales no pueden oponerse a ellas, por la sencilla razón de que la burguesía imperialista mundial forma parte de la burguesía de cada nación, de cada estado. Ante esto las burguesías locales tratan de encontrar escalones de defensa en los poderes políticos locales, por lo que los apoyan y los promueven. En este sentido les acompaña el sentimiento generalizado de que en un mundo tan complejo y abstruso como es el nuestro, parece mayor la posibilidad de defenderse de los abusos del poder si lo tenemos a mano, mientras que nos resulta imposible influir para nada en las decisiones del Presidente de USA o de las decisiones de la General Motors. Lo malo es que el hecho de que ciertos poderes se vuelvan cercanos tampoco nos protege nada, y menos de Usa y la GM.

Por otra, a las mismas multinacionales les interesa acabar con el escaso poder de los estados capitalistas que realizan políticas más o menos sociales y por ello todo debilitamiento y división del poder les conviene. El poder central de cada estado se debilita y a los poderes locales los controlan sin mayor dificultad. Con lo que resulta que la burguesía toda está de acuerdo con el proceso.

Y como efecto final, nos encontramos con unos poderes políticos cada vez más divididos, cada vez más incapaces de oponerse e la rapiña global de las multinacionales, de la gran burguesía, que abomina del estado y solo acude a él cuando necesita su protección. En defensa de los girondinos actuales se dice que de lo que se trata es de salvaguardar la propia identidad, o la cultura, o la lengua, o las tradiciones. Pero la realidad es que todo esto es la excusa para ir tras el poder. Cualquiera que tenga dos dedos de frente entiende enseguida que solo un poder centralizado y fuerte (y democrático) puede garantizar la identidad de cada uno de los grupos sociales existentes, por pequeños que sean, mientras que los poderes locales tienden a uniformizar la cultura y la lengua, las costumbres, etc., precisamente para justificar más su propio poder, y repiten todas las lacras que atribuían al centralismo. Ahí está la historia si se quiere ver esto.

Parece de una evidencia aterradora que, mientras el capitalismo perdure, la única forma de paliar en alguna medida la diferencia de nivel de vida entre Euzkadi y Extremadura es un poder central que reequilibre las desigualdades que el mercado crea. Todavía más claro es que para que desaparezcan las enormes deferencias de renta entre España y Marruecos (y no digamos entre España y Burkina Fasso) es necesaria y urgente la formación de un poder central mundial. Así que nos declaramos jacobinos a machamartillo.

Y eso no porque no seamos nacionalistas, sino precisamente porque lo somos y vemos a donde nos lleva nuestro propio nacionalismo. De la misma manera que los seres humanos hemos tenido que aprender que el egoísmo no es un buen sistema de convivencia, nos toca aprender ahora que el egoísmo colectivo tampoco es un buen sistema. Nada tiene esto que ver que lo de las raíces, o lo de la identidad, que son cosas muy respetables, pero que nada tienen que ver con el ejercicio del poder por unas élites o por otras, sino con los derechos de los individuos, uno por uno, no colectivamente, a ejercer su derecho inalienable a vivir dentro de una determinada cultura, a usar una determinada lengua de su elección o a practicar la religión que le guste, sin que el territorio en el que viva la fuerce a adoptar culturas, costumbres, lenguas, que no desee. Tiene que ver fundamentalmente con la racionalidad y la solidaridad, con la creencia en la profunda igualdad de todos los seres humanos, sean vecinos o forasteros, y con la libertad individual que son propias de la izquierda de siempre, que heredamos de los jacobinos.

Todo esto es utopía, ya lo sabemos. Solo que la utopía es el vector de la historia. La persona humana no tiene raíces, tiene pies, y su patria, su lugar de identificación, no está en los australopitecos, ni siquiera en la edad de Bronce, sino en el futuro, en la sociedad socialista o comunista o acracia, tanto da, en el ideal que todos perseguimos, porque eso es la vida. Por eso, reconociendo sus errores y condenando sus excesos, reivindicamos hoy a los jacobinos, nuestros padres en la revolución esperada.

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