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30º aniversario del posfranquismo

De Satán al buen pastor

Fuentes: Rebelión

Poco después de la muerte de Francisco Franco estuvo abierto al público durante un tiempo el palacio de El Pardo donde había habitado el dictador. Llevado por una curiosidad histórica fui uno de los primeros en visitarlo. No había mucho público que compartiese mi interés, quizás no estaba suficientemente divulgada la apertura o posiblemente aún […]

Poco después de la muerte de Francisco Franco estuvo abierto al público durante un tiempo el palacio de El Pardo donde había habitado el dictador. Llevado por una curiosidad histórica fui uno de los primeros en visitarlo. No había mucho público que compartiese mi interés, quizás no estaba suficientemente divulgada la apertura o posiblemente aún humeaba el ataúd en su tumba con los vapores del cadáver aún caliente y el pavor distanciaba todavía.

Las piezas de ceremonial se mantenían con la misma ornamentación ostentosa de los palacios reales pero la residencia privada del dictador sí había sido modificada con muebles sencillos, forrados de gris y ningún decorado. Las paredes vacías, sin cuadros, ni plantas, los espacios desiertos daban una impresión de frialdad, de falta de imaginación. Era la residencia de un sargento de provincias. En una esquina un radio de onda corta Zenith transoceánico donde el dictador oía sus programas favoritos en la noche. No había biblioteca y un sirviente nos explicó que el «Caudillo» recibía muchos libros que se acumulaban en una mesa sin ser abiertos y cuando su  número era abrumador se llamaba a la Biblioteca Nacional para que fuesen a recogerlos. Esa es la imagen que obtuve: yerma, infecunda, áspera de la intimidad de Franco.
Pero sería inexacto describirlo como un autócrata desprovisto de habilidades. Al terminar la Guerra Civil, España era un país devastado, miserable, de grandes penurias. Hitler intentó que Franco se sumara a las fuerzas del eje nazi fascista. Franco se resistió reclamando las posesiones francesas de África, que Hitler se negó a conceder en la famosa entrevista de Hendaya. Esto le permitió mantener a España fuera del conflicto bélico que habría sido catastrófico para el arruinado país. Envió la División Azul a Rusia pero no se comprometió militarmente a fondo. Eso le permitió sobrevivir tras la derrota de Alemania.

No obstante después de la guerra el mundo le enclaustró en un aislamiento sanitario: era el último dictador fascista. Odiado, rechazado por la humanidad, muchos le daban pocas posibilidades de supervivencia a su régimen. Pero al comenzar la Guerra Fría Franco emergió como un campeón del anticomunismo, uno de los bastiones de la cristiandad occidental contra la herejía marxista. España era una base potencial de gran importancia en la cruzada   que se iniciaba.
En 1953 logró firmar un tratado de asistencia militar con Estados Unidos que le extrajo de la exclusión profiláctica y permitió el establecimiento de bases militares yanquis en territorio español. A partir de ahí Franco demostró cierta habilidad política tratando de conciliar a los moderados con los ultraderechistas recalcitrantes.

Desde los años sesenta trató de mantener un balance y  modificó su imagen. Pese a la sangre de García Lorca, el martirio de Miguel Hernández y el fusilamiento de Julián Grimau, Franco efectuó -ayudado por Eisenhower y Foster Dulles- una transición de imagen: del despótico cabecilla militar que jugaba fútbol pateando las cabezas de marroquíes recién decapitados a la de un estadista esclarecido. Ya no aparecían tantas fotos suyas en hoscos uniformes militares sino se le mostraba sonriente durante  la pesca del atún a bordo del Azor. Era un buen pescador, un padre de familia que se entretenía en el ocio del domingo. Atrás quedaban el millón de cadáveres de la guerra y los doscientos mil «rojos» fusilados tras  concluir la contienda. La Falange fue perdiendo fuerza y se convirtió en el «Movimiento». En 1947 armó un referendo para proclamar a España como monarquía donde él sería el Regente perpetuo.

Franco garantizó que ni la Iglesia católica ni el Movimiento pudieran constituir una concurrencia de su poder total y les otorgó funciones ornamentales más que control efectivo. Franco gustaba de asignar  rumbos de gobierno a diferentes personalidades. Así, Martín Artajo, Fraga  Iribarne y Carrero Blanco fueron, cada uno, un partido, es decir una programa de gobierno y de enmiendas de carácter individual. A uno que se atrevió a preguntarle el camino a seguir  el Caudillo le respondió: «haga lo que yo, no se meta en política». Él trato de preservarse siempre como una especie de árbitro supremo. Al subdirector de la CIA Franco le confesó que tras su desaparición España no sería ya la misma. Él había creado un nuevo elemento que sería un freno ante cualquier radicalismo: la consumidora clase media, la prudente pequeña burguesía.

Durante la transición, tras su muerte, la estrategia de la ultraderecha fue banalizar la dictadura, tratar de que sus crímenes y agravios a la sociedad fueran tratados como algo superficial, coyuntural, periférico. De esta manera se fueron distanciando emocionalmente de la gravedad de la violenta usurpación cometida.

Infortunadamente algunos tratan de que la sombra ominosa del franquismo desaparezca de los anales españoles. El Partido Popular se erigió sobre los residuos de la Falange. En España se confunde amnistía con amnesia. Las iniciativas por enjuiciar la dictadura se han visto entorpecidas en las Cortes por Aznar y sus acólitos, herederos de todo el oprobio y los crímenes de la dictadura. Pero el Valle de los Caídos sigue ahí alzando su ignominiosa presencia como un baldón en la memoria histórica de los españoles.

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