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La anomalía democrática de la Constitución española

Fuentes: Gara

La Constitución Española (CE) mantiene la alusión «al pueblo español» como el lugar donde reside la soberanía nacional (Art. 1, apartado 2). Sin embargo, a renglón seguido establece que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española» (Art. 2), adjudicando a «las fuerzas armadas (…) la misión de garantizar la soberanía […]

La Constitución Española (CE) mantiene la alusión «al pueblo español» como el lugar donde reside la soberanía nacional (Art. 1, apartado 2). Sin embargo, a renglón seguido establece que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española» (Art. 2), adjudicando a «las fuerzas armadas (…) la misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional» (Art. 8.1).

En estos párrafos late la contradicción entre la afirmación abstracta del «pueblo español» como sujeto político de la Constitución y la negación concreta de dicha cualidad a importantes porciones de dicho pueblo. La voluntad popular mayoritaria del País Vasco expresa, una y otra vez, su desacuerdo con la identidad neofranquista española, sosteniendo su disidencia durante 30 años, tanto en la calle como en las urnas. Ante esta defensa, la monarquía parlamentaria española recupera los procedi- mientos de excepción de su momento fundacional exigiendo fidelidad a una Constitución tan ilegítima como inalterable y suspendiendo la libertad de expresión, asociación y sufragio, así como las garantías jurídicas y procesales a las organizaciones y sectores populares refractarios.

La exclusión explícita del derecho de autodeterminación (Art. 2: «indisoluble unidad de España») que, como proceso para la constitución política de los sujetos sociales es la sustancia misma de la democracia, supone además de una clamorosa anomalía respecto al derecho constitucional moderno, una negación de hecho y de derecho de la soberanía popular reconocida en la propia constitución. Dicha negación se sustenta en la violencia armada del Estado (Art. 8). De esta forma el origen de la monarquía parlamentaria deja ver su impronta golpista y violenta en el propio Título Preliminar. Dicho título, que contiene, en nueve artículos, la estructura teórica y doctrinal que informa toda la CE, muestra la distancia entre la pretensión democrática de un texto constitucional que, ni siquiera en su textualidad es formalmente democrático y una realidad social antidemocrática. El pueblo, que se afirma como sujeto de soberanía en el artículo 1, resulta amordazado en el artículo 2 y amenazado de muerte en el artículo 8, si su libre voluntariedad no coincide con «la unidad indisoluble de la nación española» que impone la Cons- titución. La proclamada soberanía popular no da un solo paso en su despliegue a lo largo del texto constitucional sin la permanente amenaza de exclusión y la sombra intimidatoria del Estado, cuya finalidad constitucional es salvar a dicha soberanía popular de sí misma.

Estamos ante la inversión entre sujeto y predicado. La CE no emana de la soberanía popular sino que, por el contrario, es la soberanía popular la que debe emanar de la CE. La viabilidad de este proyecto unilateral exige, por parte del Estado español y del sistema de instituciones, partidos y sindicatos que lo articulan, la constante recreación de operaciones violentas, tanto en el terreno material como en el simbólico.

A partir de aquí, el sujeto político ­el pueblo­ en lugar de tener una presencia sustantiva en los derechos y obligaciones que, como un predicado suyo, se desarrollan en el texto, desaparece para ceder el protagonismo a un ente abstracto: «España». Este ente se constituye en un «estado social y democrático» (Art. 1.1). El reflexivo «se» indica el movimiento circular que contiene la clave hermenéutica para una cabal comprensión de la estructura política y jurídica de la CE. España, como comunidad política, o como nación resultante del movimiento constituyente de los sujetos políticos denominados «pueblos», clases sociales, géneroŠ prescinde de dichos sujetos para constituirse a sí misma. En la operación de representación política se pierde el sujeto político representado. Dicho sujeto ­el pueblo, la soberanía popular, el poder constituyente­ permanece como un sujeto sujetado por el poder constituido. La pérdida del poder constituyente a favor del poder constituido representa el paso de la democracia a la dictadura.

En una operación autorreferente, las categorías técnicas del lenguaje jurídico se ajustan a la desaparición política de los movimientos populares, cerrando con palabras en la teoría, lo que se intenta cerrar constantemente con la coacción del Estado y del Mercado en la práctica social. Lo que niega la CE es el poder constituyente de los sujetos sociales que, en su movimiento de autodeterminación, pugnan por expresar sus deseos, necesidades y aspiraciones.

«España se constituye» (Art. 1.1), muestra el movimiento reflexivo de un proceso en el que una abstracción, «España», se expresa políticamente en una Constitución que tiene como sujeto a la propia España, sin contenido alguno al margen de su misma vaciedad.

El «Bloque de Constitucionalidad», como base técnico-jurídica de la CE, teoriza una práctica representativa en la que tienden a disolverse los sujetos políticos representados. La represión política de los sujetos sociales autodeterminándose crea las condiciones de posibilidad para su desactivación jurídica en el texto.

El metalenguaje jurídico, libre del poder gravitatorio que la autodeterminación popular ejerce sobre las palabras que la nombran ejecuta, en la CE, una operación semántica de exclusión política, pero también de ocultamiento de los mecanismos de dicha exclusión. Lo que no está reconocido como daño, por ejemplo el derecho de autodeterminación, carece de lenguaje para expresar en términos legales dicho daño. La sostenibilidad de esta operación represiva depende de la capacidad para disciplinar a los sujetos sociales que se expresan, aún sin permiso de la Constitución. La ficción funciona en base a la adhesión, el consentimiento y la represión de los distintos segmentos de la sociedad que, respectivamente, apoyan, se descomprometen o se enfrentan con dicha operación.

Este funcionamiento requiere la complicidad de la izquierda, una izquierda que, en la transición política, entregó el movimiento popular como dote para su inclusión en la monarquía postfranquista y al hacerlo, vendió de una vez y para siempre su alma al diablo. Sin una ruptura política y teórica con los postulados de esta izquierda, es imposible la emergencia del poder constituyente y sin dicha emergencia, es imposible la democracia.

El principal cemento identitario que la CE ofrece a sus súbditos es el nacionalismo consumista español. Dicha identidad contiene la pertenencia a un Estado fuerte con los débiles y a un proyecto globalizador megalómano que hunde sus raíces en un pasado imperial de genocidios, saqueos y violaciones, cuyos valores actualizados son la sumisión al poder, el individualismo, la inferioridad de las mujeres, la fe en la tecnología, el consumismo compulsivo y el relativismo moral.

Esta identidad es compartida por la mayoría de la población, incluida la clase obrera. Sus partícipes se llaman a sí mismos «los demócratas» y constituyen la base social de los partidos parlamentarios (de derecha y de izquierda) y de los sindicatos mayoritarios.

Los «demócratas» asumen y comparten el carácter otorgado, vigilado, contemplativo y reversible de la democracia.

El descompromiso político de masas es un rasgo sociológico heredado del franquismo. La izquierda parlamentaria se encargó de asesinar el proceso de participación política que, en unas duras condiciones de represión, iniciaron importantes sectores populares en la transición hereditaria de Franco a Juan Carlos de Borbón. Incluso, la forma de dicho descompromiso tiene rasgos comunes. Las «mayorías silenciosas» del fran- quismo, al igual que la «madurez ciudadana» de la monarquía actual, expresan el contraste entre el valiente rugido de la furia española en los partidos de fútbol o en las manifestaciones «espontáneas» ­ayer contra el comunismo internacional hoy contra el terrorismo internacional­ y la sumisión y el esquirolaje ante el poder.

Esta representación del «pueblo soberano» como masa de extras en el espectáculo del poder constituido, que está representada digna y democráticamente por la izquierda parlamentaria y sindical ­y desde la primavera del 2003 también por su apéndice el movimiento «alterglobalización»­, nada tiene que ver con el poder constituyente como fundamento de la democracia. –