Un ejército «burocratizado» -como es, por lo menos desde hace dos siglos, el ejército de todo Estado moderno- no tiene -o no puede o no debe tener- propiamente «misión», sino sólo «función». Algunos españoles estamos «dolorosamente hartos» de que algunos militares -o, a tenor de lo que ellos mismos aseguran, una notable parte del conjunto […]
Un ejército «burocratizado» -como es, por lo menos desde hace dos siglos, el ejército de todo Estado moderno- no tiene -o no puede o no debe tener- propiamente «misión», sino sólo «función».
Algunos españoles estamos «dolorosamente hartos» de que algunos militares -o, a tenor de lo que ellos mismos aseguran, una notable parte del conjunto de sus compañeros- ejerzan el derecho de expresar su «malestar». Este curioso achaque del «malestar» se ha vuelto privativo de los militares hasta el punto de que ha perdido casi totalmente su inicial vaguedad, de manera que todos entendemos más o menos que se refiere a la pretensión de que ellos tienen en grado eminente una cosa especial que se llama «amor a la Patria». Tal vez no sea así, pero tanto se les supone, que el general Félix Sanz Roldán, jefe del Estado Mayor de la Defensa, ha necesitado negarlo: «Tampoco vamos a pensar que somos los únicos depositarios del amor a España».
Como quiera que sea, es esa pretensión de tener y sentir especialmente en sus entrañas el famoso «amor a la Patria» lo que les permite arrogarse, de modo privativo, el derecho al «malestar». Es de una arrogancia verdaderamente histriónica, de una cómica audacia literaria, eso de atribuirse la particularidad de una fibra nerviosa sensible a ciertos roces que les causan el llamado «malestar». Ha sido una distorsión perfectamente hipócrita la de no pocos diarios que han comentado el discurso del general Mena en términos de «¿es que ahora un teniente general no va a poder citar la Constitución?», porque si esa era, en efecto, la pura letra del discurso, hasta el menos afinado oído castellano entendía perfectamente que tal citación inequívocamente puesta en relación con un trance de política concreta hacía que el espíritu de esa misma letra no fuese otro que el de la amenaza; el que finja no haberlo entendido de este modo, o sea -en palabras de José Antonio Zarzalejos- como un «discurso militar conminatorio», está mintiendo, y no sabría explicar cómo, sin esa connotación conminatoria, el discurso habría podido alcanzar la resonancia que lo ha acompañado y prolongado. Efecto de una acrisolada tradición militar nacional es el de que los españoles no hayan llegado todavía a acostumbrarse totalmente a oír la palabra «España», proferida por labios castrenses, sin una mayor o menor connotación de amenaza. No digo yo que en ocasiones no responda a una hipersensibilizada paranoia, eventualmente injusta, pero siempre fundada en la experiencia general. Lo expresa bien José Antonio Zarzalejos cuando, después de evocar los dos siglos de intervenciones y pronunciamientos militares, dice: «El destello histórico que ha producido tan nutrido cúmulo de precedentes procura una suerte de inquietud que es necesario aquietar del todo» (ABC, 22-1-06).
Unamuno -a quien sería imposible exonerar de un exacerbado patriotismo- escribía ya en 1906: «La patria, que debe ser la congregación de los españoles todos, paisanos y militares -éstos son junto a aquéllos una insignificante minoría-, podría acabar en no ser sino el Ejército, el cuerpo de los armados. Y desde ese momento el patriotismo estaría en peligro, en vías de muerte […] En cuanto se haga a los militares especialistas en patriotismo -en patriotismo, que debe ser lo más general y más común de la Nación- el sentimiento patriótico empezaría a falsearse y debilitarse…» ¿Cómo no iba a suscitar rechazo ver a España una y otra vez desenvainada, enarbolada y esgrimida, amenazando emprenderla a españazo limpio contra los españoles que no satisficiesen el canon y el nivel de españolez exigidos por tales «especialistas en patriotismo»? Cuando, hará unos treinta años, se suscitó -ya no recuerdo a santo de qué- aquella famosa cuestión de la «autonomía militar», como alguien lo rechazara con la expresión común de que sería «un Estado dentro del Estado», se me puso de pronto de relieve la peculiaridad de la institución militar: pensé que cualquier otra corporación o estamento profesional, económico, confesional, etcétera, que lograse una gran autonomía respecto del Estado podría caber en la noción de «Estado dentro del Estado», pero el ejército se saldría necesariamente de ella. La fuerza física, la violencia -cuyo uso legítimo es, según la definición de Max Weber, monopolio del Estado- es la última ratio de todo derecho y todo poder, de modo que mientras cualquier otra clase de «autonomía» tendría siempre por encima de sí la última ratio constrictiva de la fuerza física, o sea del Ejército, y por eso sería un Estado dentro del Estado, por el contrario, si el ejército mismo alcanzase igual autonomía, no tendría ya el Derecho ninguna última ratio por encima de ella, ninguna fuerza constrictiva capaz de reducirla.
Por eso, a lo que unas fuerzas armadas que recibiesen o se tomasen la autonomía pudiesen constituir sería más apropiado calificarlo como «Estado fuera del Estado». La autonomía de las fuerzas armadas vendría de hecho a equipararlas a un ejército exterior insertado en una población inerme (casi como los ostrogodos entre los italorromanos). Del hecho de ser el ejército la última ratio del Derecho, el instrumento mismo de la constricción en la que se sustenta el Estado, y no tener, valga la redundancia, ninguna otra fuerza constrictiva por encima de sí, es de lo que se deriva el especial hincapié con que se encarece el sentido del honor en relación con la institución y la profesión militar. En efecto, los que tienen las armas en la mano y no tienen por encima de sí ninguna otra fuerza física que pueda constreñirlos o reducirlos no pueden estar sujetos al Estado más que bajo la fe de su palabra. Y «estar bajo palabra» es justamente la situación o condición que delimita el campo de conducta en que opera exclusivamente el sentido del honor. En el discurso de Sevilla, el general Mena usó la palabra «misión». Ya sé que es «cuestión de palabras», pero aquí parece sumamente conveniente evitar el equívoco. Un ejército burocratizado -como es, por lo menos desde hace dos siglos, el ejército de todo Estado moderno- no tiene -o no puede o no debe tener- propiamente «misión», sino sólo «función». Recurriendo a la famosa distinción de Jean Bodin, tan inteligentemente usada por Carl Schmitt en su obra «La dictadura», el militar y el ejército regular en general pertenecen a la categoría de «officier» (=»funcionario»), nunca a la de «commissaire» (=»comisario»). La actividad del «officier» es regular y permanente, tiene el cargo «en propiedad»; sus atribuciones están delimitadas por ley tanto en lo que debe hacer como en lo máximo que puede hacer. Las atribuciones del «commissaire» no pertenecen a una previa ordenación jurídica; son estipuladas entre el comitente y el comisario en el trámite del nombramiento (el comisario puede no hallarlas bastantes para su cometido y «regatear», por así decirlo, para que se le aumenten); no tiene ningún cargo en propiedad, se le envía para una sola acción extraordinaria, cumplida la cual cesa automáticamente (si antes no es depuesto por fracaso o por descontento del comitente).
El «commissaire» tiene, pues, una «misión»; el «officier», una «función». Hubo un comisario excepcional en la historia de España; no sólo porque respondía con absoluta precisión al modelo de «comisario de acción» de la tipología de Carl Schmitt, sino porque cumplió con una inteligencia, una prudencia y una honradez incomparables su comisión en el Perú: el licenciado (clérigo) don Pedro de Lagasca.
Rafael Sánchez Ferlosio , escritor español, ha sido galardonado el pasado año con el Premio Cervantes