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Ganadores y perdedores

Fuentes: Gara

Acabamos un mes de febrero repleto de acontecimientos presentes y pasados, entre los que ha sobresalido el recuerdo de aquel febrero de 1981 que tanto marcó a los jóvenes de entonces y cuarentones actuales. Aquel convulso febrero que culminó con el autogolpe del día 23, puso de manifiesto que, pese a los cambios formales operados […]

Acabamos un mes de febrero repleto de acontecimientos presentes y pasados, entre los que ha sobresalido el recuerdo de aquel febrero de 1981 que tanto marcó a los jóvenes de entonces y cuarentones actuales. Aquel convulso febrero que culminó con el autogolpe del día 23, puso de manifiesto que, pese a los cambios formales operados en la estructura política del Estado español desde 1977, el poder real seguía estando en manos del aparato heredado del franquismo y era éste quien establecía los límites de la incipiente democracia.

De esta manera, la cuestión de los derechos políticos y sociales pasó a ser cuantitativa, es decir, a expensas de la voluntad , gracia y oportunidad política. Al establecer los límites de la reforma no sólo se cerró un ciclo, sino que se estranguló definitivamente la posibilidad rupturista.

Aquel 23 de febrero ha pasado a la historia como un esperpento, como el último estertor de los nostálgicos del franquismo cubierto de todos los ingredientes tragicómicos de la España negra. Pero el golpe de estado fue mucho más que la incursión de los chicos de Tejero en el Congreso. Aquello sólo fue la escenificación del comienzo de una nueva etapa de la reforma política postfranquista.

En efecto, tras los tricornios y los tanques de Milán del Bosch hubo otro golpe más sibilino generado en los despachos, que de ninguna manera se podría calificar como fracasado.

Entre 1977 y 1981 la reforma del franquismo propiciada por Adolfo Suárez ni había acometido las grandes transformaciones socioeconómicas deseadas por la patronal para hacer negocios en Europa, ni había dado encaje definitivo a PNV y a CiU en el nuevo modelo autonómico, ni había conseguido homologar el régimen español a los sistemas demo- cráticos europeos.

Aquel febrero de 1981 fue precisamente el mejor exponente de la situación que se quería evitar: cuestionamiento de la Monarquía en Gernika, paralización de Lemoiz tras la muerte de José María Ryan, cuestionamiento del Estado tras la muerte por torturas de Joseba Arregi, interpretación competencial expansiva de los estatutos de autonomía, huelgas y movilizaciones obreras contra el desmantelamiento incipiente…

Por eso, el gran triunfo de los que gestaron aquel golpe fue definir los nuevos limites de la reforma y lograr el compromiso de casi todas las fuerzas antifranquistas para hacer suyo el modelo político. De esta manera se dio comienzo a la segunda parte de la reforma, liderada por los partidos que fueron opositores a Franco, y con el mandato los tres problemas principales del Estado, a saber, la homologación democrática bendecida por la Internacional Socialista, acometer el desmantelamiento industrial exigido por la CEE con la complicidad sindical y frenar la expansión competencial de los estatutos de autonomía a través de la LOAPA y otras leyes orgánicas.

Pero no era mi intención, valorar la significación histórica de aquellos acontecimientos, aunque a los 25 años de aquel febrero, los efectos políticos sean todavía patentes.

Hoy nadie cuestiona que el Estado español sea democrático, a pesar de que la tortura siga siendo práctica habitual y ni siquiera haya condenas en los casos más patentes, como ha ocurrido recientemente con Unai Romano. Tampoco es motivo de escándalo que se nieguen los derechos civiles y políticos a cientos de miles de vascos, que se inventen leyes ad hoc contra la disidencia vasca o se hagan interpretaciones expansivas de las mismas, incluso con carácter retroactivo, para lesionar los derechos de los prisioneros vascos, como le ha ocurrido a Unai Parot.

Unai y Unai. Unai Romano y Unai Parot son las víctimas de este febrero del 2006, víctimas en un contexto político distinto, pero víctimas de la impunidad que gestaron los que ganaron aquel febrero del 81, porque aquel golpe de estado sí triunfó.

Siempre hay ganadores y perdedores, es verdad. Decir lo contrario es hipócrita. Si la sociedad vasca hubiera resultado ganadora hace 25 años, la tortura habría sido una práctica en desuso entre las policías, pero no ha sido así porque incluso torturar hasta la muerte ha sido y es gratis.

El dolor de las personas no es cuantificable, porque cada cual siente de manera diferente. No se pueden hacer campeonatos de sufrimiento en el conflicto vasco, porque la plañidera más escandalosa no tiene por qué ser la que más siente la pérdida del ser querido. He visto a madres enterrando a sus hijas e hijos sin soltar una lágrima, ni siquiera una palabra altisonante. Tan sólo han demandado acabar con la impunidad. Y eso no es venganza.

El sufrimiento es multilateral, pero ni la impunidad ni la justicia lo son. Cuando el Estado se juzga a sí mismo no utiliza el mismo rasero, y quienes le sirven, no sólo saben que no va a haber castigo, sino, incluso, esperan ver recompensada su acción. López Ocaña, Armada, Tejero, Galindo, Masa, San Cristóbal, Domínguez, Amedo… todos han pasado por el banquillo de los acusados durante los últimos 10 años y llevan ya años en la calle pese a la gravedad de sus crímenes. Amedo reivindica el GAL para «acabar con el terrorismo de estado francés que daba apoyo y refugio a ETA» y nadie ve en ello un atentado a la memoria de sus víctimas. Sin embargo, para Unai Parot 20 años de cárcel son pocos y le quitan arbitrariamente su derecho a reducir condena para que tenga que cumplir 30. A eso en castellano cervantino se le llama venganza.

Ahora que tanto se habla del proceso político prometido, si aquel lejano febrero del 81 es ya sólo un recuerdo histórico y si estamos en ciernes de un nuevo horizonte para Euskal Herria, entiendo que su enunciado no sólo debe dar carpetazo al corsé constitucional y acabar con el pacto de Estado de aquel 23-F. El proceso político, si quiere encontrar una solución duradera, también tiene la asignatura pendiente del reconocimiento político y social de los afectados por la impunidad. Esa será también, la línea que divida a ganadores y perdedores