Recuperando una tradición que se remonta a finales del siglo XIX, estos días se ha celebrado en Barcelona un congreso penitenciario que ha reunido a más de mil expertos internacionales. En lo que a Europa y a nuestro país se refiere, el diagnóstico está claro: encerramos a muchas más personas de las que debiéramos. Paradójicamente, […]
Recuperando una tradición que se remonta a finales del siglo XIX, estos días se ha celebrado en Barcelona un congreso penitenciario que ha reunido a más de mil expertos internacionales. En lo que a Europa y a nuestro país se refiere, el diagnóstico está claro: encerramos a muchas más personas de las que debiéramos. Paradójicamente, la delincuencia no crece al mismo ritmo, sino que buena parte del aumento de la población penitenciaria se debe a que las condenas son más largas. En el siglo XXI esto es absurdo, inútil y costoso. Y no lo digo por razones humanitarias, que en mi caso también las defendería, sino de simple eficacia.
En realidad la prisión está pensada para la delincuencia grave. Quizás la sociedad no lo entienda así, quizás siguiendo el populismo punitivo de EE. UU. estamos abordando estos problemas desde los sentimientos y no desde la razón. Podemos hacer del miedo un argumento, pero eso nunca ha llevado a nada. ¿Por qué no empezamos a hablar de inversiones, de lo que cuesta económicamente encerrar a tanta gente, de una política criminal que no distingue lo grave de lo leve, de la ausencia de investigaciones que avalen la política legislativa, de la falta de estudios respecto a los resultados? Pero no podemos continuar con la absurda convicción de que al encerrar a más gente tendremos una sociedad más segura.
Llevados por la obsesión del terrorismo, nuestra política criminal se ha visto contaminada por la idea de que había que encerrar más y por más tiempo. Sin duda las últimas reformas penales han ido en esta línea. Quizás ahora que en este tema se plantea una nueva situación, podamos también reflexionar sobre una política criminal que en lugar de centrar sus esfuerzos en seguir encerrando, entienda que hay formas más humanas, menos costosas, menos aflictivas, pero sobre todo más eficaces, para conseguir la tan deseada seguridad.
Tres ideas me gustaría destacar: primera, la lucha contra la criminalidad debe ser realista, pero también inteligente, y cuando digo realista me refiero a la imposibilidad de erradicar totalmente la delincuencia, o de hablar de tolerancia cero.Afirmarlo significa desconocer que la delincuencia oficial sólo es la punta del iceberg, ya que la ley suele recaer siempre en los sectores sociales más desprotegidos. Una política inteligente es, pues, también una política social que lucha contra la marginación, la pobreza y la desigualdad. Seguramente no está de más recordar que la miseria y la pobreza se combaten con la educación y no con la cárcel.
En segundo lugar, ¿qué hacemos con las personas privadas de libertad? ¿Para qué las enviamos a la cárcel? Obviando el discurso ideológico de lo que significa resocializar y aceptando que la cárcel es el castigo más grave y doloroso que se puede imponer a una persona, el tiempo que la gente está en prisión debería ser un tiempo útil, un tiempo positivo, pues no se puede condenar a nadie a no hacer nada.Trabajar, estudiar, ampliar la formación, fomentar las habilidades sociales o tratar las deficiencias es el mínimo ético exigible para que en el futuro aquella persona pueda vivir respetando la ley.
Y, por último, aceptar que existen otras formas de castigar, menos vengativas, más educativas, más eficaces y más baratas. Me refiero naturalmente a la reparación del daño, a la conciliación y mediación, a los trabajos en beneficio de la comunidad, etcétera. ¿Saben ustedes, por ejemplo, que cualquiera de ellas cuesta sólo un 14% de lo que vale un interno en la prisión y que además tienen un porcentaje de éxito muy superior al internamiento?
* Esther Giménez-Salinas es rectora de la Universitat Ramón Llull