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San Catorce de Abril

Fuentes: La Jornada Semanal

La noche del 14 de abril de 1931, el rey Alfonso XIII se embarcó en Cartagena y se largó a Francia, sin abdicar formalmente ni despedirse de nadie. Dos días antes se habían celebrado elecciones municipales en toda España, en las cuales los políticos republicanos consiguieron mayorías abrumadoras en las grandes ciudades. De pronto, ese […]

La noche del 14 de abril de 1931, el rey Alfonso XIII se embarcó en Cartagena y se largó a Francia, sin abdicar formalmente ni despedirse de nadie. Dos días antes se habían celebrado elecciones municipales en toda España, en las cuales los políticos republicanos consiguieron mayorías abrumadoras en las grandes ciudades. De pronto, ese mismo 14 de abril, por sorpresa, se proclamaba la II República española, que moriría asesinada aún niña, sin cumplir los ocho años de historia.

«No nos pierdas», clamaba Pedro Garfias a bordo del Sinaia, verano de 1939 rumbo a Veracruz, voz de hijo recién arrancado de seno de madre convertida en ruina, la España ensangrentada y encadenada, voz que pide: «Guárdanos en tu frente derrumbada, conserva a tu costado el hueco vivo de nuestra ausencia amarga», y añade, «que un día volveremos más veloces».

Ciertamente la España que perdimos nos perdió, porque cuando al fin volvemos, ¿cuál madre? Aunque el Estado español otorgue pensiones y organice viajes gratuitos para exiliados, lo cierto es que estamos bien perdidos allá. España triunfa en la producción de bienestar, pero también de mal ser, y las generaciones preparadas por la Institución Libre de Enseñanza, los sindicatos y las formaciones libertarias, que eran la esperanza del futuro de la II República, quedaron todas rotas, vencidas, matadas, en prisión y tantos con sentencia de muerte, y esa heredad, una desolación que pervivía en los exilios y las cárceles.

Quedaron oprimidos los mismos vencedores por nuestra derrota, creadores de una nueva España, único éxito duradero del fascismo internacional. Hoy los mexicanos somos allá otros «sudacas», y a los descendientes del exilio se nos mira con envidia o con desprecio. En el siglo XXI México y España nos parecemos en todo aquello que nos diferenciaba hace cincuenta años, pero somos distintos en lo que nos asemejaba.

Iba yo haciéndome tales reflexiones un día de primavera, cuando me fue concedida una merced inesperada: me quedé suspenso mientras subía (¿o bajaba?, ya no lo supe más) la escalera de mi cuarto oscuro; se abrió el cielo del techo y reveló una nube roja de la cual salían rayos amarillos y morados, cuyos truenos formaban dentro de mi cráneo las siguientes palabras: «¡Coñojoder! ¿Es que te atreves al olvido? ¿Será verdad que dejaréis morir a San Catorce? ¿Será verdad que os basta con el cuenco de lentejas o, si se puede, fabada? ¿No es hoy Catorce de Abril? ¿Será verdad que vais a olvidarme vosotros, expulsados de la historia para siempre?»

¿Será verdad? El eco de la pregunta de la nube insistía, tronando. Es verdad que han desaparecido casi todos los sacerdotes del ritual de San Catorce. Ya no existe el Centro Republicano de la calle de López, en cuyo local se realizaban las comidas anuales y siempre venían personas de las familias del general Cárdenas y de otros mexicanos ilustres. Y hubo toda clase de Catorces, con embajador y a veces presidente de la II República cuando los hubimos, y ministros en representación del presidente mexicano. Se mantuvo la costumbre tras el ingreso de Franco a su perpetuo valle de los caídos, y la transición española a la democracy, y la reanudación de relaciones diplomáticas. Se seguía celebrando la proclamación de la II República, con una actitud de congruencia que trascendía voluntades.

En 1993 (fácil permutación de 1939, ojo) fui a lo que sería mi último Catorce en el Centro Republicano Español de México. Fui invitado de honor, y se oyó mi nombre, que repite el nombre de mi padre, por el micrófono en tal lista.

La verdad es que yo no iba casi nunca a San Catorce, y desde luego hubo muchos años en que ni siquiera me acordaba y la fecha pasaba como todo lo que pasó, pero cada día catorce aunque no fuera abril me daba alguna felicidad, como todo lo catorce, único número cabalístico que considero seductor. Y luego abril, tan distinto de los demás meses hasta en el nombre, abril es siempre agradable, la primavera, la crueldad y tal. De niño me sonaba a nombre de instrumento para la tarea siempre deliciosa de abrir: el abril.

En aquel tiempo todavía era posible desentenderse sin que pasara nada; otros se ocupaban de todo: el ritual se celebraba con propiedad, con numerosos fieles año tras año, y se cantaba el himno de Riego y el mexicano también, y los discursos y la comida y el vino y la plática y los abrazos, y se seguían las conversaciones iniciadas días, años, décadas antes. Y se nombraba a los muertos, que ya nunca vendrían a ningún Catorce, y se les echaba en falta hubiesen sido o no asiduos de las festividades.

Bueno. Vuelvo a aquella probable alucinación. Quise explicarle a la nube tonante que ya no queda nadie de los que tuvieron investidura conveniente para tal celebración, que casi no quedan exiliados de los que llegaron adultos. Salvo raras excepciones, hoy los más viejos vinieron con sus padres. Por no decir los que nacimos acá, que ya tenemos añitos. «¡Añitos!», tronaba la nube, «¡añitos, dices! ¡Yo quiero llegar al siglo, coño! ¡Santo que llega al siglo, llega a milenios! ¡Añitos, dices!»

Entonces la nube me envolvió y como Enoc sufrí ser trasladado. La neblina roja se abría y creaba una franja amarilla y otra morada. Era inevitable seguir el camino amarillo, ya avanzaba por ahí, qué Oz digo, iba dando zancadas enormes, tomando curvas ahora sí más velOz, Oz juro: un bólido. Una guitarra rasgueaba «los cuatro generales» y se oían voces con acentos extranjeros cantar las coplas antifascistas de la resistencia republicana en Madrid, el Lincoln Battallion, claro, y me acordé del poema de Cernuda que se nombra «1936», donde dice que tan solo uno es suficiente para que todo sea verdad de nuevo.

Tras un último recodo, vi disolverse el camino in aurea mediocritas, un espacio incoloro, luz de ciego, ni el rojo ni el amarillo ni el morado ni ná, una neblina penumbrosa en la que se recortaba una silueta compuesta de cabeza, tronco, brazos y piernas, una especie de Hombrecito de los que Manolo Calvo todo el tiempo está haciendo en serigrafía o madera o metacrilato o hierro, y tuve la sensación de haber llegado al corazón de la nube.

El Hombrecito era nada menos que San Catorce en persona, pero en su aspecto terrenal, no en nube gloriosa. Y por más que trataba de adivinar sus rasgos, no podía: la silueta lo era todo, la actitud de caminante, del que viene de lejos e irá aún a mayor distancia, pies incansables del andar cansado. Y si de pronto se adivinaba una cabeza, no era la de Azaña ni la de don Niceto, menos la de don Inda, acaso más parecida a la de algún miliciano de las fotos de Robert Capa, pero tampoco.

San Catorce en su cuerpo terrenal andaba. Andaba y andaba en esa neblina vagamente luminosa, como si en la nada tuviera destino a la vista, resuelto pero tranquilo, sin prisa, con paso lento y agitadamente. Yo apresuré el mío para emparejarme, y mi hombro chocó con el suyo y se volvió a mirarme con ojos de hombre bueno en el buen sentido de la palabra, y nada más. Aliño indumentario no lo había, vamos, ni indumento siquiera. Pero al evocarme a Antonio Machado, el Hombrecito me aclaraba todo, y entendí quién era San Catorce, y el significado de esta visión, y me vi junto a él, parecidísimos ambos, andando marchas parejas en la neblina mal iluminada. «¡Don Nadie!», exclamé, «¡qué gusto, cuánto tiempo sin vernos!»

José María Nadie se sonrió sin facciones, y con su brazo me dio la silueta de una palmada en la espalda. Estábamos parados, uno frente al otro, y la figura de Don Nadie de pronto era una puerta, una salida del mundo ciego, de la bruma sin colores, hacia una maravillosa estampa viva como de un Muy Delicioso Libro de Horas, campo con colina, algunas casas, una ruina al fondo, nubes en el cielo, rebaño, una pastora, un viejo poeta, otros. Sin darme cuenta había entrado por Don Nadie, me había metido en él literalmente, y su interior era el mundo tal como lo pide la utopía: no hay tal lugar. En una orilla de esa Arcadia republicana estaba la tumba de la República Niña a la sombra del sauce. La tumba daba cabida a todos los muertos de la República, combatientes y víctimas civiles, sastres, profesores, boticarios, militares leales, los presos muertos en cadenas, los fusilados por la represión, los muertos en el exilio de México, de Rusia, de Francia, de Argentina, mi padre, mi madre, mis amigos y hermanos. Incontables Ánimas Solas Republicanas, como los Hombrecitos de Manolo, escoja usted, una cualquiera vale por todas. Y cada una dice lo mismo: Et in Arcadia ego!

Tal es Don Nadie, San Catorce, un Fantasma de la Libertad para consolarnos del presente reino de los ruines de la bajeza humana. El Catorce de abril es la fiesta de las bodas de Don Nadie en la Corte: se casa con todas y con todos y con cada quien ahí en las fotos de ese día de primavera en la Puerta del Sol de Madrid, y en toda España hay verbena y júbilo de dejar cesante al rey borbón. Empieza la cosa pública, la alegría del pueblo. España disparatada, acierta, con la puntería de Don Quijote, en lo esencial. ¡Eso pudo ser muy bonito, esa España plena de voluntad de historia emprendiendo el hermoso disparate del Frente Popular en otra primavera, la de 1936! La que evoca el poema de Cernuda:

Que aquella causa aparezca perdida
Nada importa;
Que tantos otros, pretendiendo fe en ella,
Sólo atendieron a ellos mismos,
Importa menos.
Lo que importa y nos basta es la fe de uno.

Me arrodillé para besar las tierras de la tumba, y entonces una especie de remolino arrebató personajes y escena, volviendo todo a la nube roja en que destellaban relámpagos morados y amarillos. De nuevo en la escalera del cuarto oscuro, tan semejante al «infierno de los filósofos», miré cómo la nube ascendió al cielo del techo y voló hacia el infinito, dejando flotar un papelito con un letrero que dice: «uno es suficiente».

Algunas referencias:

«Entre México y España», poema de Pedro Garfias, escrito a bordo del barco Sinaia rumbo al exilio en México.

El Mago de Oz (1939), película iniciada por Víctor Fleming (que la abandonó para ir a rodar Lo que el viento se llevó) y terminada por King Vidor, que más tarde filmaría Por quién doblan las campanas, sobre la guerra civil après Hemingway. Todo significa.

«1936», poema del libro póstumo de Luis Cernuda, Desolación de la Quimera, parte final de La realidad y el deseo.

Manolo Calvo (Oviedo, 1934), artista plástico y espejo del exilio interior español, participante muy activo en diversos frentes de resistencia antifranquista, actividad en la que permanece solitariamente hasta la fecha.

«Don Nadie en la Corte», boceto teatral de Juan de Mairena, alter ego de Antonio Machado. En Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1934-1936). Hay al menos tres versiones de este boceto, una de ellas en verso, por lo que se ve que el asunto interesaba mucho al autor.

Azaña: Manuel Azaña fue el último presidente de la II República Española, electo casi por unanimidad el 10 de mayo de 1936. Don Niceto: Niceto Alcalá Zamora, fue su primer presidente. Don Inda: Indalecio Prieto, líder socialista español, muerto en el exilio en México.

El 14 de abril de 2006 cae en Viernes Santo. ¡Coño!