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Fitzgerald, el más bello fracaso

Fuentes: Rebelión

Si algún escritor ha emprendido exitosamente la tarea de registrar la historia social de su país, F.S. Fitzgerald debe ser situado junto a Balzac, Zola y Dos Passos, entre quienes han emprendido la empresa con mayor éxito. En el caso de Fitzgerald el objetivo se cumplió con donaire narrativo y excelencia estilística. Su mejor novela […]

Si algún escritor ha emprendido exitosamente la tarea de registrar la historia social de su país, F.S. Fitzgerald debe ser situado junto a Balzac, Zola y Dos Passos, entre quienes han emprendido la empresa con mayor éxito. En el caso de Fitzgerald el objetivo se cumplió con donaire narrativo y excelencia estilística. Su mejor novela -reputada como una de las mejores del siglo XX–, «El gran Gatsby» nos refiere la historia de un triunfante contrabandista de alcohol que finalmente llega a cumplir su sueño dorado de vincularse socialmente a la alta burguesía. Pero la anécdota de los ricos aburridos no es lo más importante en el libro, sino su parte más trivial. La novela esta escrita con un especial aprecio por el sabor y el color de las palabras, como dijo el crítico H.L. Mencken, tiene una brillante textura y su narratividad está organizada con un implacable y creciente dramatismo.

Malcolm Cowley ha dicho que Fitzgerald trató en sus letras de presentar el esplendor de la vida de cierta capa social y rodeó a sus caracteres de una mística admirativa y simultáneamente erosionaba esa seducción. Nos imbuía de una suntuosa aura de arrobamiento, demolida paralelamente: un impulso ético interior lo conducía a ese ejercicio paradójico. El propio Fitzgerald confesó en una carta que tenía demasiado de moralista y le interesaba más predicar un sendero virtuoso que entretener a sus lectores. Por sobre todo, Fitzgerald logró que sus lectores tuvieran la sensación de estar viviendo dentro de la historia en curso, al adentrarse en sus narraciones, y a la vez impugnar y excluirse de los acaecimientos imaginativos.
John Dos Passos afirmó que la mejor cualidad de Fitzgerald era su habilidad para abrazar un período histórico social y a la vez dar la sensación de estar distanciado de él. El editor Maxwell Perkins estimaba que Fitzgerald usaba un recurso supremo que era utilizar un narrador como espectador, no como actor, y por tanto le otorgaba al lector la sensación de distanciamiento y ausencia de la trama.
Para Mario Vargas Llosa, en Gatsby «La realidad está hecha de imágenes superpuestas, que se contradicen y matizan unas a otras, de modo que nada en ella parece totalmente cierto ni definitivamente falso… Esa provisionalidad de la existencia y el relativismo que caracteriza a la moral… resulta lo más original que tiene esta novela», a la que califica de obra sobre la carencia de sentido de la vida.
Francis Scott Fitzgerald ha sido el escritor estadounidense que mejor ha apresado literariamente la ansiedad por ascender en la escala social. La avidez por abandonar una condición deprimida, humillante o simplemente mediocre, para ascender al esplendor de una confortable existencia, plena de brillantes episodios, ha sido una carrera para muchos en Estados Unidos. Se ha llamado a esta condición «goldigger» o «climber», «buscaoro» o «escalador». Esa incierta ambición fue el principal padecimiento de Fitzgerald. Le condujo al alcoholismo y al resquebrajamiento de su equilibrio mental, si alguna vez lo tuvo.
Biznieto de Francis Scott Key, autor del Himno Nacional de Estados Unidos, su padre siempre le alentó sus pretensiones aristocráticas. Sin pertenecer a una familia opulenta fue a una universidad de ricos, Princeton. Allí se enamoró de la más bella y apetecida estudiante, Ginevra King, y formó parte del exclusivo Triangle Club. Para Fitzgerald nada podía ser incoloro, vulgar, insípido. Su matrimonio con Zelda Zayre fue decisivo, porque ella estaba aquejada de un desequilibrio nervioso que la conduciría a la locura. Pero antes que se declarara su enajenación lo arrastró a una existencia de excesos y arrebatos. En Princeton escribió «Este lado del paraíso», la novela que le condujo a la fama y a escribir regularmente para «The Saturday Evening Post», que le pagaba muníficamente sus relatos. La década del veinte, los llamados «años locos», los paseos entre París y la Riviera francesa, adorando y glorificando, con angustiado esnobismo, el estilo de vida de burgueses y aristócratas. Fue en esos años que conoció a Hemingway, quien practicaba una existencia aventurera, inmerso en conflictos bélicos, lidias de toros y coqueteos con la muerte. Fue Fitzgerald quien le dijo: «Los ricos son muy diferentes a nosotros». Y Hemingway le respondió con seca aspereza: «Sí, tienen más dinero». Lardner llamó a Fitzgerald y a Zelda «los príncipes de su generación», la llamada «Generación Perdida», como quiso nombrarlos, justamente, Gertrude Stein.
Fue Fitzgerald, en novelas como «El gran Gatsby» y «Tierna es la noche», quien llevó a su máxima expresión el apetecido «sueño americano»: la existencia fluida y pródiga en un contexto supuestamente propicio a la plétora y la exuberancia. Espejismo que se desvaneció al no alcanzar ninguno de los premios a que aspiraba. Sus poéticas alucinaciones no funcionaron en una sociedad hostil. Fitzgerald quiso habitar en un planeta que no existía y adoptó las afectaciones y caprichos de una clase social –donde aspiraba a integrarse–, como la medida de todas las cosas. Pagó un tributo muy alto por su infructuosa utopía. Terminó su existencia prematuramente, a los cuarenta y cuatro de edad, después de haber vendido su alma a los demonios hollywoodenses, escribiendo pésimos libretos de cine, destruido por el alcohol y las quimeras no alcanzadas. Fue el más bello fracaso conocido por las letras norteamericanas.

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