¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdatela. (Antonio Machado) Es ésta una sopa donde muchos se creen con capacidad para meter su cuchara. Como si eso de rehacer «la Historia» fuese simple tarea de andar por casa, se suele hablar de ella con el mismo atrevimiento y desfachatez con […]
¿Tu verdad? No, la verdad.
Y ven conmigo a buscarla.
La tuya guárdatela.
(Antonio Machado)
Es ésta una sopa donde muchos se creen con capacidad para meter su cuchara. Como si eso de rehacer «la Historia» fuese simple tarea de andar por casa, se suele hablar de ella con el mismo atrevimiento y desfachatez con que aquel presentador de TV hablaba de «la filosofía de este concurso de belleza». Hegel ya alzó su voz contra quienes confundían sus ocurrencias con la Filosofía: quizás haya que hacer algo semejante para advertir a muchos políticos que, antes de hablar de la memoria histórica, se sienten a estudiar un poco y vean cómo trabaja la Historiografía: esa disciplina seria que, cuando mantiene su nervio y su rigor, no se suele casar ni con partidos políticos ni con situaciones coyunturales.
Que tengan en cuenta que El libro de la experiencia de Ibn Jaldun o la Historia de España y América de Vicens Vives, por sólo destacar algunos ejemplos de recuperada memoria histórica, no son precisamente ocurrencias de una tarde de verano, sino frutos de muy largo y denso trabajo.
Viene esto a cuento, porque creo que estos días se está confundiendo lo que de verdad ocurrió años atrás (eso que la Historiografía suele protocolar con no pocos esfuerzos como memoria recuperada) con las ocurrencias de quienes, sintiéndose seguros de su pasado y de su presente porque los han edificado y relatado a su capricho y conveniencia, pues como diría en otro contexto Fray Bernardino de Sahagún, «Se pusieron algunas cosas que fueron mal puestas y otras se callaron que fueron mal calladas», ven esta vuelta al pasado con las botas de siete leguas del concepto científico como amenaza, como enturbiamiento de las aguas, como ejercicio inoportuno, desestabilizador e irreverente, al no querer dejar a los muertos en paz.
Pero resulta que no todos los muertos descansan en paz, porque a muchos se los llevó la violencia y la arbitrariedad, hasta querer borrarlos del libro de la vida y de toda memoria; muertos de los que ni se sabe bien dónde cayeron. Y falta el relato fiable de lo que pasó y de lo que les pasó.
Ahí esta el meollo del asunto. No se trata tanto de que lo ya recordado sea más o menos incompleto o aún sesgado. Es muy otro el asunto. Lo que de verdad sucedió, por ser real, hubo de ser muy complejo, de muchas y muy densas y ricas determinaciones y, al sólo haber recogido una parte muy pequeña de todas ellas, la memoria resultante oficialmente seleccionada, aislada y protocolada carece de la suficiente densidad histórica como para llegar a tener sentido. Más que memoria es desmemoria.
No tiene sentido histórico y, por ello mismo, no puede constituir «memoria histórica» alguna un relato parcial (el de los vencedores contado por los vencedores) que, desgajado del todo en el que tuvo lugar, deje de lado las relaciones constituyentes . Miguel León Portilla lo tenía claro al hablar de la conquista de México: «A modo de balance, es necesario reiterar que fuera de las indirectas referencias de Acosta y las alusiones de Torquemada, todo lo que se difundió por el ancho mundo respecto al choque de pueblos y culturas que fue la conquista de México, provino en exclusiva del testimonio expresado por los vencedores. Esta realidad confirma plenamente el viejo dicho de que la historia la escriben siempre los que triunfan y se imponen»(1).
A mano está recurrir, como quería en su convento Santiago de Tlatelolco el franciscano Fray Juan de Torquemada a lo que los vencidos pensaban: «Pienso estuvo el yerro en no hacer estas inquisiciones e informaciones más que con los españoles que entonces vinieron, y no las averiguaron con los indios, que también les tocaba mucha parte de ellas y aun el todo, pues fueron el blanco donde todas las cosas de la conquista se asestaron, y son los que muy bien las supieron y las pusieron en historia a los principios, por sus figuras y caracteres, y después que supieron escribir, algunos curiosos de ellos, las escribieron, las cuales tengo en mi poder»(2).
Pero tampoco tendría sentido y, por tanto, malograría el intento de rescatar la memoria histórica, pretender desenterrar la parte olvidada desprovista de sus contextos, como si fuese posible una Historia de España contada desde dos riberas encontradas, con intenciones y discursos diferentes, quizás pensando que, al unir ambas partes, la grapa les diera la unidad de sentido que se viene buscando. La visión de los vencidos, con todo y ser imprescindible, resultaría también incompleta.
Lo de las dos Españas sigue pesando ahí como obstáculo en las viejas y nuevas memorias históricas por una razón harto elemental como para tener que airearla: no hubo dos guerras civiles, sino una; tampoco hubo dos períodos franquistas, sino uno. Y, por más señas, ambos momentos de la historia de España (esa región del mapamundi variopinta y en muchos aspectos desarticulada), el de la guerra civil y el de la larga dictadura, tienen una continuidad que no puede sino determinar todo relato fiable que pretenda hablarnos de lo que sucedió entre 1936 y 1975.
Se ha de poner, pues, el acento tanto o más que en los eventos, en las relaciones. Las relaciones, antagónicas si se quiere, pero, al fin y al cabo, relaciones. Y, al poner la vista sobre las relaciones, saldrán necesariamente a relucir cuantas dimensiones concurrieron para que sucediera lo que sucedió. La Historiografía podrá así intentar dar cuenta y razón de lo sucedido. Eso sí sería recuperar la memoria histórica, pues nos daría la posibilidad de someterla a crítica; y someterla a crítica, a juicio por primera vez, porque aún no se ha celebrado ningún juicio que merezca tal nombre ni sobre los personajes ni sobre la franja histórica que aún está en suspenso. Lo acaecido, por unilateral, ha sido fruto de la precipitación, de la injusticia con las personas, con los acontecimientos, con la memoria; no ha sido juicio ni memoria, sino prejuicio. España sigue desmemoriada por el silencio que ha caído sobre tantas y decisivas dimensiones.
Los que se vieron privados de la justicia, de la vida y de la voz para reclamar derechos se quedaron también fuera de los anales y de los relatos escritos por los escribidores de memorias. Muchos se fueron violentamente de este mundo sin dejar ni rastro de sí, porque se lo quisieron borrar a conciencia. Necesitamos escribir un nuevo «memorial de agravios» tan duro o más que el de Alonso Maldonado al rey Don Felipe II el año 1565(3), para airear a los cuatro vientos tantas y tan decisivas relaciones, tantos y tan decisivos sucesos como se fueron quedando en el olvido oficial. Pero ha de ser, como aquél, un «Memorial de agravios y remedios» valiente, para que no sea una involución, sino un avance, pues se estarían completando por fin esos jirones de memoria tan hirientes y tan unilaterales de que hasta ahora disponíamos. Memorial que recoja lo que sucedió en su complejidad, exhibiendo las múltiples relaciones e interdependencias de lo acaecido, que dé cuenta de los agravios, de todos los agravios, y que trate de remediarlos en la medida de lo posible, buscando, ante todo, la realización de la justicia.
¿Miedo a esto? ¿Quién le teme a la reconciliación por el conocimiento, el reconocimiento y la justicia?
Notas:
(1) Miguel León Portilla: Crónicas Indígenas: Visión de los vencidos. Historia 16. Madrid 1985; pág. 26)
(2) (Ibid. Pág.25).
(3) Fray Alonso Maldonado: Memorial de agravios y remedios (1565) a Su Majestad el rey Don Felipe II:»Aunque vuestra majestad tenga derecho a las yndias que tiene España, cada uno es señor de su hazienda. Por tanto todas las tierras y pastos, que con autoridad de vuestra magestad se ha quitado a los yndios, está vuestra magestad obligado a restituirlas y cada español obligado a restituir lo que tiene y ha llevado y habido dellas, pues tiene hacienda agena contra voluntad de su dueño» (Alonso Maldonado: Memorial de agravios y remedios. En: De bello contra insulanos: Juan de la Peña. C.S.I.C. Madrid 1982; pág. 89)