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Televisión ¿revolución?

Fuentes: Insurgente

Como turista que soy, que voy y vengo por el mundo, gracias a mi trabajo como vendedor de una multinacional, me detengo casi siempre en hoteles de lujo donde pasar las noches con la comodidad digna de mi cargo. Permítanme que no cite ni la firma en la que colaboro, en condiciones mejores que las […]

Como turista que soy, que voy y vengo por el mundo, gracias a mi trabajo como vendedor de una multinacional, me detengo casi siempre en hoteles de lujo donde pasar las noches con la comodidad digna de mi cargo. Permítanme que no cite ni la firma en la que colaboro, en condiciones mejores que las de muchos de mis colegas, aunque confieso que envidio a veces su forma de vivir, sin tanto traslado, sin tantas horas en avión, tren o automóvil. Gano lo suficiente para alimentar a mi escasa familia, que consta de esposa y dos hijos, de siete y cuatro años. Vivimos en una ciudad bastante poblada, en un barrio periférico, y disfrutamos de un pequeño chalet adosado con tres dormitorios y un pequeño jardín de 300 metros cuadrados. Hasta ahí, parecemos una típica representación de la burguesía más americana, aunque seamos todos castellanos… y españoles.

Hace unas semanas tuve nuevamente el placer de asistir en La Habana a una convención a la que había sido invitada mi firma empresarial, por lo que me alojé en el espléndido Hotel Nacional, planta ejecutiva nada menos, donde al llegar la noche, bastante fatigado por la densidad y número de reuniones, oficiales y privadas, trataba de descansar un mínimo de horas, que me permitiera alzarme de la cama, al día siguiente, con la brillantez y sagacidad comercial que mis superiores esperan siempre de mi. La verdad es que hacer negocios en Cuba es bastante curioso, los interlocutores locales se las saben todas, en los niveles de producción, distribución e importación, amén de demostrar una más que jugosa experiencia en cuestiones jurídicas de allá y acá. Quede dicho en su honor.

Mi carta no es para comentar nada acerca de esos negocios, sino para manifestar mi sorpresa ante una televisión que tiene pequeños destellos revolucionarios, como son las más o menos habituales loas subliminales a la figura del líder, el Comandante Fidel Castro (al que, por otro lado, deseo de corazón una pronta recuperación), algunos programas educativos que constan de clases de ajedrez, idiomas o historia, pero unos telediarios (noticieros, dicen en Cuba) en los que la información internacional es muy escasa, por no decir nula, muchas noticias sobre deporte de todas clases (es curioso que en todas partes cuezan habas en este aspecto), una breve reseña cultural y unos cuantos programas donde el cine es la estrella. Me detengo brevemente en él.

El séptimo arte tiene en la televisión cubana un defensor de primera magnitud, al contar con cuatro o cinco programas de gran calidad (excepto el del domingo, que presencié de casualidad mientras preparaba las maletas para el regreso), en los que las películas se exhiben en versión original (un aplauso) aunque las del sábado noche sean un canto a la violencia más gratuita y aberrante, de nacionalidad norteamericana en un noventa por ciento (así me lo ratificaba la amabilísima doncella que atendía la planta donde yo me encontraba), que son bastante habituales en el mundo que vivimos en Europa. Y no digamos ya en la casa de Bush. Lamento no haber memorizado todos los títulos, pero sí recuerdo dos de ellos: el de El Espectador Crítico (excelente presentación y contenido), y La Séptima Puerta (lo mismo digo), en los que disfruté como hacía muchos años. Filmes sólidos, actuales, bien analizados y sin publicidad. Esa es la mejor oferta de la televisión cubana.

No tuve muchas más horas para ver el resto de la programación, pero debo señalar que, marginalmente a la banalidad que exhibe el llamado canal Cubavisión (que debe cumplir una misión como nuestro canal 1 de TVE, es decir, para gran público, sin inquietudes ni deseos de complicarse la jornada), los demás me dejaron un buen «sabor ocular e intelectual»). No sería justo afirmar, que una gran mayoría de los empleados del hotel trataban de seguir la telenovela de las ocho y media de la tarde (que en ocasiones es brasileña o argentina), donde las dosis de tremendismo y sensiblería son bastante cómicas, por lo que deduzco que, a pesar de la gran cultura que se respira en la sociedad cubana, parece que no exista una barrera real entre ser un lector de Cortázar, y ensimismarse con los amores rotos de un novelón de cientos de capítulos.

La guinda amarga me la provocaba la programación musical, excesivamente comercial, sin concesiones a los melómanos de verdad, cuya representación más genuina es una serie de espacios donde la gente baila salsa, guaracha o «casino» que no sé exactamente qué podría ser, aunque por lo que me dijeron, es casi como la consabida, manida, aburrida y cansina salsa. Ah, eso y algo que podría ser un homenaje en sesión continua a las dos Rocíos españolas, desgraciadamente fallecidas el mismo año y por la misma enfermedad: la Dúrcal y la Jurado, que suelen ocupar la pequeña pantalla de la TV cubana con una frecuencia enfermiza, según un amable camarero del Hotel Nacional.

En resumen. La TV revolucionaria carece de publicidad. Formidable. Carece por tanto de cadenas privadas. Estupendo. Tiene dos canales educativos. Ejemplar. Pero en el resto de la programación, mantiene unos sesgos peligrosamente mediocres que se agudizan en el fin de semana.

Entretener con inteligencia es una misión que, al parecer, aún no se han planteado las autoridades responsables de ese medio. Ojalá tuviera la misma categoría de la Sanidad y la Educación, me dicen amigos que suelen ir a Cuba en misiones de colaboración, cuando les hablo de esa cuestión. Hago voto por ello.