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Homenaje

Muere la historiadora e intelectual hondureña Leticia de Oyuela

Fuentes: Rebelión

Díganle que yo meQuede en el parque. El mundo de antes era de piedras pardas, de cartelones destartalados en un abandonado cine del tecnicolor, y la vida agonizaba en dulce espera en la que cabían todas nuestras ilusiones recién descubiertas. De niño, cuando cruzaba los muros de la escuela, me metía furtivamente a la tanda […]

Díganle que yo me
Quede en el parque.

El mundo de antes era de piedras pardas, de cartelones destartalados en un abandonado cine del tecnicolor, y la vida agonizaba en dulce espera en la que cabían todas nuestras ilusiones recién descubiertas.

De niño, cuando cruzaba los muros de la escuela, me metía furtivamente a la tanda de las tres de la tarde en la luneta del cine Clamer. Cuando raudamente salía desorbitado me iba a comprar minutas al parquecito Finlay, y a esperar solitario la llegada de mi papá. Siempre nos mirábamos allí, por esas malditas condiciones del amor cuando se acaba, y los hijos quedamos en los mares de la duda naufragando entre las islas de los brazos partidos de de nuestros padres solitarios.

Cada tarde lo esperé allí para verlo al menos 15 minutos, pero un jueves no llegó a la cita; Entonces me fui despacito a dar medias vueltas mientras llegaba, y por azar me crucé por el frente de una casa de enredaderas verdes y tristes que caminaban como los marines camuflados que no dejaron de «visitarnos» en los 80s, por las paredes altas de ese caserón tan raro que de solo verla me daba nostalgia. Me acerqué a la ventana para ver si había fantasmas, y allí estaban unos estantes enormes como con mil libros, repletos de cosas extrañas a mis ojos de 9 años. Allí estaban también colgadas muchas pinturas, y esa fue como una visión inédita del primer museo Pictórico e histórico con que me encontré mi vida.

Cada tarde para ponerle un motivo a mis curiosidades, esperaba a mi papa que nunca más llegaba a las citas, para cruzarme y leer de paso los títulos de los libros por la ventana, y tener la suerte de encontrar una historieta ilustrada. Esto se repitió por mucho tiempo hasta que un día esa doña guapa abrió esa puerta barroca y me dijo:

-Pasà, ya días te miro leer de lejos.

Y pasé y me senté tímidamente con los piecitos colgando en esa silla de maderas historiadas. Ella puso en mis piernas el tomo del libro Teoría de la Literatura de Tzvetan Todorov. Y lo leí sin entender mas nada, y cada tarde pasaba por allí, y no sé porque llegué a olvidar las tareas y el cine, y cada vez que podía entraba o desde la ventana miraba los libros.

A mí lo que me gusta es dibujar -le decía

y ella sonreía con sus ojitos tristes y me replicaba de golpe: -Primero lea muchachito.

Y así poco a poco fueron borrándose mis escapadas temerarias hasta que me fue ganando el olvido, y un día cualquiera e intrascendente en mis horas me marché de Tegucigalpa, y me crucé palmo a palmo este paisito, en busca de mi propio destino, y nunca mas volví a ver el porte singular de esa señora guapa de rostro adusto y de mirada gris a lo Greta Garbo, y con el cigarrillo de boquilla de plata muriéndose entre sus dedos como las tardes crepusculares de este mundo.

Esa mujer escribía con la frente en alto, y con la maquina Olivetti encabritada en su manos como una estampida de caballitos metálicos que galopaban en el carrusel trágico de una página en blanco.

A ambos nos unió el destino maldito que en este bendita vida más se ocupa de separar, y coincidimos en las páginas de Diario el Heraldo, ella con sus letras del pasado perdido y yo con mis dibujos del presente por redimir. Nunca le dije que yo era el niño que se asomaba a su ventana con los cuadernitos rotos, y la mochila destartalada de miedos, con los ojos de vidrio por mi miopía y con la boca de alambres por temor a que se quejara de las trampas de la memoria. Yo que andaba huyendo de los adultos y que solo aspiraba a tener libertad para vivir mi vida arrebatada a los dulces encantos de las familias, me perdía en esa ventana de madera mirando a la señora guapa leyendo y escribiendo con su tés de hierbas verdes memorables. Nunca se quitó de esa silla en toda mi infancia y parte de mi adolescencia, pero el tiempo desbarata todo y la silla de madera se volvió de metal, y su cabello castaño se volvió blanco, y su vida rebelde se volvió apacible, y sus manos de cabalgadura española se volvieron ramitas de olivo, y a toda ella se le venía encima el viento imbécil de los años, pero jamás perdió la mirada fugaz, los ojos lindos a lo Greta Garbo y esa sonrisa de esperanza que siempre regalaba, eso ella jamás lo perdió, ni en sus horas terribles, esas torpes horas de la historia que tiene este país.

Dicen que se llamaba Leticia Silva de Oyuela, yo no lo sé, ni siquiera me importa, para mi es y será siendo la señora del parquecito, la de la casa de enredaderas literarias, la que daba te, y por eso no fui a sus funerales, porque ella merecía estar sola con su «doña Lety» en su epitafio, como pasó en la vida, porque eso era, una mujer sola tal como escribía, aunque estuvieran sus familiares, sus amigas, su esposo, sus hijos, para mí era una mujer sola y merecía no molestarla en último momento,

Además ella escribía para los que estaban afuera, no para los velones que ganaron de su ingenuidad generosa uno que otro premiecito histórico o el honor ficticio de tratar con camaradería a Doña Lety para ser aceptados en los cafés literarios y para robarse una que otra idea de esa casa encantada por las letras y el arte. Fue por eso que no fui a los funerales, porque allí estaban los políticos siempre en busca de votos y de prestigios, los intelectuales bonitos que calzan con sus falsas elegías las ceremoniales pompas fúnebres como los nuevos burgueses que enterraban a una señora que representó la memoria de la espantosa Colonia Española. Con la Muerte de esta señora el país quedó con amnesia, se fue la memoria viva y con ella se quemó La biblioteca nacional mientras los bomberitos literarios apagaban el fuego con sus lágrimas hipócritas, por eso no fui a verla en su última narración con el fin, pero si la ven por allí de nuevo, díganle que yo me quede en el parque.

 

A Yadira