En las universidades, se producen tensos abucheos de estudiantes en los actos electorales generando situaciones que la opinión pública condena de manera unánime. Tras el incidente protagonizado por Rosa Díez en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, el fragor electoral lleva a buena parte de los políticos y creadores de opinión a pedir […]
En las universidades, se producen tensos abucheos de estudiantes en los actos electorales generando situaciones que la opinión pública condena de manera unánime. Tras el incidente protagonizado por Rosa Díez en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense, el fragor electoral lleva a buena parte de los políticos y creadores de opinión a pedir
mano dura ejemplarizante.
Por ejemplo, una columna ha aprovechado para titular lo acaecido como «fascismo rojo» cuya «voluntad de destruir al otro es inequívoca». En su desarrollo argumental, llega a poner en relación la acción estudiantil con el terrorismo de ETA y los atentados suicidas. En reciente Consejo de Gobierno de la universidad, algunos miembros pedían expulsiones e investigaciones policiales, exigiendo a las autoridades académicas progresistas rectificar una permisividad que, por «efecto de imitación», conduce a una escalada de violencia.
Habría que preguntarse si estos posicionamientos no son excesivos para el normal funcionamiento democrático de nuestra esfera pública. Esta equiparación de toda expresión de confrontación política con violencia criminal puede conducir a una inhabilitación del espacio público como expresión del disenso intelectual y el conflicto social. Estos recortes dificultan una reflexión que abogue por abordar los conflictos sociales con soluciones más complejas e integradoras desde el punto de vista democrático.
La parcialidad informativa es una cuestión clave en todo este proceso. Desconsiderar que en los acontecimientos de la facultad madrileña «los radicales» no llegan a «reventar» la conferencia permite ignorar cuán violentos fueron los enfrentamientos entre los estudiantes y el sofisticado dispositivo de seguridad. La conferencia tuvo lugar sin incidentes posteriores y sin la presencia de los disidentes, gracias a la cuidada selección que hace la seguridad en la puerta del acto.
La actitud de los estudiantes bien es cierto que podría haber sido más edificante, por ejemplo, participando en el debate, demostrando la supuesta superioridad de sus argumentos; entre otras cosas, hubiesen evitado el triste titular «El campus donde no se deja hablar». Pero, lamentablemente, este estado de cosas tiene muchos otros reflejos en una esfera pública que no se caracteriza por su apertura y su pluralismo deliberativo. En este contexto, la atención se centra en la «violencia de los antisistémicos» y el conflicto queda desvinculado de una problemática mucho más compleja: la dificultad de disentir en torno al tratamiento que recibe el conflicto vasco.
Un final dialogado y negociado de la violencia es una postura posible en una sociedad plural, legítima y con posibilidad de ser defendida por la izquierda, sin tener que convertirse en cómplices de los terroristas. Al ser considerado un tema tabú, no se dispone de información alternativa con un mínimo pluralismo de fuentes y puntos de vista diferentes en los análisis.
Pero no es un déficit sólo de la prensa. A pesar de que se afirma que la universidad es el espacio natural del diálogo y del conocimiento, no nos puede sorprender que las dinámicas consensuales imperantes se conviertan en intelectualmente asfixiantes en esta particular esfera pública. En un Seminario Internacional Complutense, Salidas a la violencia en el conflicto vasco, celebrado en la misma facultad en la primavera de 2007, entre más de una docena de ponentes, sólo dos defendieron de manera inteligible su apoyo a una solución dialogada. Debemos subrayar la ausencia de representantes de importantes posiciones en la disputa (soberanistas, abertzales, federalistas de Ezquer Batua, Elkarri). Un escenario de exclusión que fue contestado por los estudiantes radicales con un acto sobre la represión de los movimientos sociales (con el telón de fondo de las huelgas de José Ignacio de Juana Chaos), que, según denuncian los promotores, tras tensas negociaciones, no pudo celebrarse por problemas técnicos (incluyendo corte de luz en el aula programada).
A pesar de la afamada politización de esta facultad, los profesores progresistas nos mantenemos al margen de este importante debate para la democracia: la gestión del diálogo y la violencia ante los conflictos sociales. No podemos perder de vista que la lucrativa centralidad que gana su criminalización en la agenda informativa sirve para marginar discusiones clave desde el punto de vista de la distribución de la riqueza social y del bienestar cultural. Tampoco que, con escasos mimbres, estos colectivos de estudiantes intentan promover una reflexión intelectual y una acción política frente a déficits sociales y democráticos más que evidentes. En estos entramados, están los activistas desobedientes que reclaman que «otro mundo es posible» y, con las tecnologías de comunicación a su alcance, intentan reinventar ciudadanías más participativas, más comunitarias y más emancipadoras.
Los llamados radicales también hacen política y, al igual que Rosa Díez, necesitan visibilidad. Ya a nadie se le escapa que, en la sociedad mediática, la estructura de oportunidad informativa precede a la política, y la estrategia televisiva determina la posibilidad de pasar de las agendas públicas a las informativas y políticas-electorales.
Todos deberíamos lamentar que, en la mezquina lucha por la visibilidad en este cerrado contexto mediático, la deliberación queda totalmente marginada, al mismo tiempo que la violencia, informativamente enaltecida, alimenta la confusión en el no debate sobre los conflictos sociales y políticos. Sólo así se puede entender la maniquea disputa de las etiquetas de fascistas y antifascistas en un país que vivió cuarenta años de franquismo.
Ariel Jerez es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid y activista social