El 60º aniversario en estos días de la creación del Estado de Israel vuelve a suscitar reflexiones en todos los puntos del mundo. No es para menos: hablamos de un país y de una zona geoestratégica en donde muchos analistas han situado varias veces a lo largo de estas décadas el punto neurálgico de un […]
El 60º aniversario en estos días de la creación del Estado de Israel vuelve a suscitar reflexiones en todos los puntos del mundo. No es para menos: hablamos de un país y de una zona geoestratégica en donde muchos analistas han situado varias veces a lo largo de estas décadas el punto neurálgico de un nuevo enfrentamiento bélico a nivel planetario. ¿Exageraciones? Siguiendo el mapa cronológico de los conflictos todo parece indicar que no. Desde 1948 hasta nuestros días los períodos mantenidos de paz en esta área geográfica han sido la excepción. Y, sin duda, la propia concepción genérica de Israel estructurada desde sus orígenes como una comunidad militarizada y teocrática ha contribuido fervientemente a esta realidad. No se trata de ningún antisemitismo al uso. El siempre necesario respeto al pueblo judío no tiene nada que ver con la crítica lógica y justificada al Estado de Israel, una realidad nacional que en definitiva no agrupa a más del 25% del total de una comunidad históricamente criminalizada. Pero más allá de victimismos recurrentes, nadie puede negar que el papel del estado constituido en función de las pautas del sionismo político como elemento legitimador (e intrínsecamente negador de otras realidades nacionales) ha sido, básicamente, el de «caballo de Troya» de los intereses occidentales, principalmente estadounidenses, en el corazón del mundo árabe. Tiempo de una nueva mitología: un joven país surgido en una tierra inhóspita y subdesarrollada que, a base de trabajo, tesón y voluntad, consigue constituirse en uno de los estados más avanzados del planeta. Germen de la modernidad en medio de la nada. Y en el reverso, la negación permanente del pueblo palestino despojado de todo derecho a establecer un estado en su propia tierra pese a una larga lista de resoluciones internacionales en este sentido… Seis décadas después, la historia sigue escribiendo a sangre y fuego la crónica diaria en esta tierra laica sí, pero también de mensajes milenarios y divinos para judíos, cristianos y musulmanes.
El Estado de Israel es hijo de la mala conciencia internacional tras el fin de la II Guerra Mundial. La tragedia del holocausto judío necesita de una compensación y el lobby sionista desarrolla milimétricamente su estrategia. El proceso de Nuremberg (1946) visibiliza los crímenes y la humanidad observa horrorizada las imágenes de la muerte en los campos de exterminio. Todo está preparado para la puesta en escena final: el 29 de noviembre de 1947, la Asamblea General de la recién nacida Organización de las Naciones Unidas adopta la resolución 181 que contempla la partición de Palestina. La guerra diplomática tampoco es tarea fácil. Los movimientos son intensos. Las manipulaciones para la aprobación también. Lo señalaba una fuente tan poco sospechosa como el congresista norteamericano Lawrence H. Smith: «Se necesitaban dos tercios de los votos para que la resolución saliera adelante… El voto fue remitido por dos veces y durante ese tiempo se ejerció una fuerte presión sobre los delegados de tres pequeñas naciones, Los votos decisivos fueron los de Haití, Liberia y Filipinas. Estos votos bastaron para que se consiguiera una mayoría de dos tercios. Se trataba de países que se habían opuesto inicialmente a la partición… Las presiones ejercidas por nuestros delegados sobre ellos, por nuestros oficiales y ciudadanos estadounidenses, constituyeron un acto reprobable». Las amenazas fueron realmente intensas. Harvey Firestone por ejemplo, «propietario de las plantaciones de caucho» de Liberia, intervino directamente ante el gobierno africano tras recibir presiones de boicot a sus producciones si no contribuía al cambio de voto. Los jueces del Tribunal Supremo norteamericano cablegrafiaron al presidente de Filipinas que su país corría el riesgo de perder millones de amigos y partidarios americanos si no apoyaba la partición… Presiones políticas, económicas y militares contra los gobiernos de Haití, Liberia, Filipinas y también Grecia se prodigaban por los pasillos de la ONU en unas horas interminables. Lo cuentan maravillosamente bien otros autores nada sospechosos como Dominique Lapierre y Larry Collins en su inolvidable «Oh, Jerusalén»… Un clima general corroborado por el presidente norteamericano Harry S. Truman: «Es sencillo. Tengo que responder a centenares de miles de personas que esperan la victoria del sionismo. Y yo no tengo centenares de miles de árabes entre mis electores». ¿Queda alguna duda? Así pues, el nacimiento de Israel se fragua entre las cuatro paredes de una institución que nace con el sesgo de una manipulación histórica. En aquel momento la comunidad judía constituía el 32% de la totalidad de la población palestina y poseía el 5,6% de las tierras. Tras la repartición (que nunca vino acompaña por la contemplada creación de una nación árabe) el nuevo Estado recibe el 56% del territorio, incluidas las tierras más fértiles situadas en las riberas del Mediterráneo. La pregunta, incuestionable, la plantea el filósofo Roger Garaudy: «¿Quién puede reprochar a los palestinos y a los países árabes vecinos que no aceptaran la monstruosa injusticia del «hecho consumado» y haber rechazado «reconocer» al estado sionista?».
Así se escribe la historia. Y ese hecho, precisamente, es el que se ha conmemorado estos días: la creación en mayo de 1948 de una nación sustentada en la fuerza militar y en la cosmovisión de una religión monoteísta cuya propia existencia ha llenado de inestabilidad una de las zonas más vulnerables del planeta entre el silencio, cuando no la complicidad, de buena parte de la comunidad internacional. Conviene recordarlo por encima de lecturas sesgadas, amnesias colectivas o puertas abiertas a intereses en forma de pasillos económicos. Porque sólo una refundación del actual estado de Israel bajo una mentalidad laica y no sionista (respetuosa, claro está, con su tradición cultural y religiosa pero no supeditada a ella) podrá contribuir a la verdadera estabilidad regional. Superar, en definitiva, el «mito de Masada» aquella rocosa fortaleza situada en el desierto donde una comunidad de judíos en el año 70 resistió durante meses el acoso y cerco enemigo. Finalmente, el líder (Ben-Yair) eligió a diez de entre sus hombres para que dieran muerte a toda la población y, posteriormente, se suicidaran. Un complejo demasiado presente todavía en el Israel del siglo XXI. ¿Exageraciones? Preguntémosle a George W. Bush que en estos días de homenaje conmemorativo no ha dejado de visitar el mito- fortaleza, simbología preocupante, en un claro aviso al mundo quizá no suficientemente comprendido.