A poco de la estrepitosa e inesperada debacle de la Unión Soviética, Fidel Castro Ruz le confiaba a algunos oídos amigos el contenido de una pesadilla que se había apropiado de su sueño. En ésta el líder cubano dormía tranquilamente para ser despertado de repente por uno de los miembros del contingente a cargo de […]
A poco de la estrepitosa e inesperada debacle de la Unión Soviética, Fidel Castro Ruz le confiaba a algunos oídos amigos el contenido de una pesadilla que se había apropiado de su sueño. En ésta el líder cubano dormía tranquilamente para ser despertado de repente por uno de los miembros del contingente a cargo de su seguridad personal. «Ha vuelto Batista y se encuentra ya con sus tropas en las afueras de La Habana», era la mala nueva que le anunciaba. Fidel, angustiado, sentía que su obra revolucionaria había sido finalmente condenada por la historia.
Eran tiempos de espanto para el sueño revolucionario. La contundencia de los hechos obliteraba todo intento del pensamiento crítico por descifrar sus sentidos ocultos. El desplome en Europa de la comunidad integrada por los países del llamado socialismo real había dejado a Cuba prácticamente a su propia suerte. Circulaba con bombos y platillos el vaticinio de un oscuro funcionario intelectual del Imperio acerca del triunfo definitivo del capitalismo y el fin de la historia, de la contradicción y de la lucha de clases. La dialéctica parecía llegar al final de sus andanzas.
Pero, tras la impugnación de los metarrelatos emancipadores, iban implantándose poco a poco los hilos tanto visibles como invisibles de las nuevas formas de control de nuestros cuerpos y mentes. La burguesía se imponía por doquier, si no a sangre y a fuego como en el Cono Sur suramericano, pues entonces como producto de cierto nefasto liquidacionismo que arropó a muchos de los partidos comunistas y socialistas, acompañado de una repotenciación de las fuerzas políticas representativas del capital que se reapropiaron del Estado para sus fines acumulativos, lo que pasaba inevitablemente por la desposesión de los más.
En 1992, el presidente George Bush, el padre del truhán que ha ostentado más recientemente la cabecera del Imperio yanqui, aseguraba que los días de la Revolución cubana estaban contados. Otro seudoanalista, uno de esos mercenarios que le pagan para posar de periodista, el argentino-estadounidense Andrés Oppenheimer, publicó el libro «La hora final de Castro», que llevaba de rimbombante subtítulo «La historia secreta detrás de la inminente caída del comunismo en Cuba». En una de sus partes afirmaba sin pestañear: «El comandante podrá resistir y prolongar su hora final unos pocos meses, quizás incluso unos pocos años, pero su sueño socialista está condenado». Incluso, el ex presidente del gobierno español, Felipe González, uno de esos socialistas convertidos en neoliberales políticamente correctos, convidaba a Cuba a aceptar lo inevitable y renunciar a su Revolución.
Socialismo o muerte
No debió sorprender a nadie cuando Fidel, al frente de su heroico pueblo, respondió espartanamente: ¡Socialismo o muerte! ¡Venceremos! Y mientras la duda y renuncia trapera anidaba por doquier en la militancia contestataria de no pocos, los revolucionarios cubanos capearon la tormenta, la peor de todas las que han azotado a su aguerrida Isla. Como Pascal, en su caso hicieron su apuesta por lo único que podía darle sentido a sus vidas: la defensa sin ambages de su Revolución.
Solitos en el mundo, siguieron insistiendo que la apuesta al capitalismo sólo pretendía condenar eternamente a la humanidad a la tiranía de sus fines torcidos: la explotación y opresión del hombre por el hombre. El capitalismo era, pues, el retorno a la barbarie. Ellos preferían cavar su trinchera autárquica y aguardar en espera de mejores días. No importa pareciesen unos enajenados de esa cochina realidad que parecía estar inscrita en piedra y que dictaba la aparente futilidad de toda rebelión.
No era la primera vez que Fidel, al frente de los revolucionarios cubanos, hiciese una apuesta que parecía rozar en lo alocado. Cuando el 2 de diciembre de 1956, los expedicionarios del Granma desembarcaron por la Playa Las Coloradas, la aviación batistiana les recibió con un mortífero fuego que pareció derrotar al contingente que debía dar inicio a la guerra de liberación. Incluso, su médico, un argentino llamado Ernesto Guevara de la Serna debió dejar abandonado los instrumentos propios de su profesión y empuñar un fusil para salvar su pellejo. Cuando al fin el 18 de diciembre se logran reagrupar los sobrevivientes, tanto Fidel como Raúl, su hermano menor, estaban vivos, contrario a las informaciones que había circulado la mayor parte de los medios. Dicen que el médico argentino, advenido a la fuerza en guerrero mítico que se conocería como «el Che», se quedó estupefacto al escuchar a Fidel asegurar a la tropa diezmada que ahora sí estaban contados los días de la dictadura. Apenas les quedaban siete fusiles.
Contra toda probabilidad matemática pero conforme a una excepcional visión y heroicidad que se apoderaron de las circunstancias históricas, a los veinticuatro meses, el 1 de enero de 1959, el Ejército Rebelde, encabezado por Fidel, hizo su entrada victoriosa a La Habana. Antes en Santiago de Cuba, apenas veinticuatro horas luego de la huida del tirano, Fidel sentenció: «La Revolución empieza ahora, la Revolución no será una tarea fácil, la Revolución será una empresa dura y llena de peligros…La Revolución no se podrá hacer en un día, pero tengan la seguridad de que la Revolución la hacemos, tengan la seguridad, de que por primera vez, de verdad, la República será enteramente libre, y el pueblo tendrá lo que merece.»
La Revolución es una praxis
En 1961, en una entrevista con el líder cubano, el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre, aseguraba que el proyecto revolucionario de Fidel no era una locura: era el resultado de una decisión muy práctica a partir de una toma de conciencia acerca del hecho de que, no importa el peso de las circunstancias, el mal que aflige a la humanidad es mayormente el resultado de las acciones de algunos de sus miembros. La historia la hacen aquellos -sea uno solo o muchos- que asumen responsabilidad por el destino individual y colectivo. Sólo hace falta una chispa para prender el cañaveral. Engels diría que si bien somos el resultado de nuestras circunstancias, también somos parte de éstas y, en ese sentido, tenemos la capacidad para transformarlas.
«La Revolución es una praxis que forja sus ideas a través de la acción», se decía en esos primeros tiempos. Idea ésta a la que Sartre añadía que «la praxis misma definirá su ideología». Fue así que la Revolución se radicalizó y se hizo socialista: las agresiones imperiales le forzaron la mano. También le llevó, para sobrevivir, a sumarse al bloque liderado por la Unión Soviética. La realidad, según Sartre, le imponía esta dialéctica de medidas y contramedidas para evitar el cataclismo al que le pretendía inducir Washington.
Es por ello que la Revolución asumió una permanencia y magnitud inusitada. Se pretendió abolir el mercado, la propiedad privada sobre los medios de producción, las leyes codificadoras de sus injusticias, el fetichismo del dinero y la mercancía, la ley del valor de cambio, los prejuicios raciales, clasistas y sexistas, todo un orden preestablecido que pretendía encarnar las verdades pretenciosamente absolutas de un orden civilizatorio que como el capitalista estaba históricamente desbancado pero, en lo mediato, aún vivo y coleando. Había que dar la batalla, sobre todo, en el lugar en que se produce y se reproduce continuamente dicho orden, así como su sistema de valores y relaciones desiguales de poder. Había que emprender, pues, la más ambiciosa de las revoluciones: hacia dentro de cada uno.
El hombre nuevo
Para el Che, la Revolución debe producir una nueva subjetividad para la nueva sociedad que se construye; debe construirse un hombre nuevo, una mujer nueva, cuya conciencia necesita transformarse a partir de un conjunto de nuevos valores comprometidos con el mayor valor: el ser humano. Esta nueva conciencia humana, democráticamente apoderada y solidaria en todos los órdenes de la vida social, constituye la nueva palanca del desarrollo. Adiós a los estímulos materiales alienantes y los valores competitivos excluyentes del capitalismo. Adiós a la explotación y opresión de un ser humano por otro.
En privado, el Che no dejaba de manifestar su gran desilusión con las realidades que se vivían en los países del llamado socialismo real: para todos los fines no habían podido escapar de la ética utilitaria del orden civilizatorio capitalista y a partir de ésta y sus ineludibles efectos ideológicos, avanzaba un proceso de privatización y mercantilización de la conciencia que sería la semilla para la eventual deslegitimación y descalabro del socialismo real en esos países. No fueron finalmente los tanques de la OTAN los que se encargaron de desmantelar la Muralla de Berlín o derrocar al Partido Comunista en el poder: fue la sociedad civil que los mismos comunistas europeos inconscientemente crearon en medio de su acomodaticio y alienante burocratismo.
Que la Revolución es una realidad y vocación permanente, constituye una idea que ha estado siempre presente en el discurso ideológico y la práctica política de los comunistas cubanos. La Revolución no puede limitarse a un solo país, de ahí la consigna legada en 1967 por el Che de «Crear dos, tres, muchos Vietnam», en clara alusión a la heroica resistencia de ese pueblo indochino frente a la brutal agresión estadounidense. Y en su histórico Mensaje a la Tricontinental abunda al respecto: «En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica, método de acción para la consecución de objetivos limitados, debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto al gran objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo por medio de la lucha, debemos ser intransigentes». Concluye con la siguiente admonición: «Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún más efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y que cercano!».
Morir por la patria es vivir
El Che estuvo dispuesto a morir por esa verdad. Precisamente, allí radica lo que Sartre identificó como la «causa eficiente» de la Revolución cubana. ¡Patria o muerte! ¡Venceremos!, es el cántico fervoroso de una patria entera que al afirmarse, muere un poco y vence un poco todos los días ante la oprobiosa existencia material que el Imperio le ha impuesto.
Morir por la patria es vivir, dice el himno nacional cubano. Es la misma afirmación de vida o muerte que sus héroes internacionalistas han empuñado ejemplarmente como seña consustancial a su cubanidad, sea en Bolivia o en Angola. Dice Sartre al respecto: «Para un hombre cuyo secreto más profundo y cuya oportunidad más inmediata es la muerte, todo cambia. Empresas imposibles se hacen posibles dentro de sus límites. El orden establecido aparece más fuerte ante los ojos de gente que quieren vivir. Sin embargo, cuando uno ha escogido la tortura o la muerte y cuando esa decisión se expresa por medio de fuerzas vitales, el retorno al viejo orden se hace fundamentalmente imposible.»
«Seremos libres en la medida en que preservemos nuestra unidad nacional», advierte Fidel. De ahí el imperativo categórico de «¡Patria o muerte!». De ahí la insistencia en que esa unidad se canalice a través del Partido Comunista, ese nuevo rostro histórico del Partido Revolucionario martiano, como trinchera donde confluyen todas las voluntades para decidir y obrar como si fuese una sola voluntad.
¿Y qué evita que la Revolución caiga en el desvarío ante la enormidad de sus retos? Según Sartre, la clave está en la permanencia de la vocación revolucionaria: «Lo que protege a la Revolución cubana hoy -lo que la protegerá tal vez por mucho tiempo- es que está controlada por la rebelión».
Por tal razón no debe sorprendernos la inquietud que en los últimos tiempos tanto Fidel como su hermano, el actual presidente cubano, Raúl Castro, han exteriorizado en relación a la permanencia de la Revolución. El 17 de noviembre de 2005, hablando ante una asamblea estudiantil reunida en la Universidad de La Habana, en una de sus últimas comparecencias públicas, Fidel decía con la mayor candidez: «Pienso que la experiencia del primer Estado socialista, Estado que debió arreglarse y nunca destruirse, ha sido muy amarga. No crean que no hemos pensado muchas veces en ese fenómeno increíble mediante el cual una de las más poderosas potencias del mundo, que había logrado equiparar su fuerza con la otra superpotencia, un país que pagó con la vida de más de 20 millones de ciudadanos la lucha contra el fascismo, un país que aplastó al fascismo, se derrumbara como se derrumbó.»
Y les interrogaba incisivamente: «¿Es que las revoluciones están llamadas a derrumbarse, o es que los hombres pueden hacer que las revoluciones se derrumben? ¿Pueden o no impedir los hombres, puede o no impedir la sociedad que las revoluciones se derrumben? Podía añadirles una pregunta de inmediato. ¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo han pensado alguna vez? ¿Lo pensaron en profundidad?». Continuó Fidel: «Fue por eso que dije aquella palabra de que uno de nuestros mayores errores al principio, y muchas veces a lo largo de la Revolución, fue creer que alguien sabía cómo se construía el socialismo. Hoy tenemos ideas, a mi juicio, bastante claras, de cómo se debe construir el socialismo, pero necesitamos muchas ideas bien claras y muchas preguntas dirigidas a ustedes, que son los responsables, acerca de cómo se puede preservar o se preservará en el futuro el socialismo.»
La Revolución sólo puede autodestruirse
No le pasaba desapercibido el hecho de que sólo en la medida en que las nuevas generaciones en Cuba empuñen la patria con el mismo compromiso que la generación del Moncada, podrá seguir la Revolución. Al igual que en el caso de los países del socialismo real en Europa, no es el Imperio su más formidable enemigo. Quien únicamente puede destruir la Revolución cubana es el propio pueblo cubano: «Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra.»El 1 de enero pasado, hablando en Santiago de Cuba en el acto central conmemorativo del cincuentenario del triunfo revolucionario, Raúl Castro reiteró el reto hecho por Fidel en la Universidad de La Habana. Señaló que en la actualidad «la Revolución es más fuerte que nunca y jamás ha cedido un milímetro en sus principios, ni en los momentos más difíciles». Ello no es óbice para que «algunos pocos se cansen y hasta renieguen de su historia, olvidándose de que la vida es un eterno batallar».
Luego puntualizó: «Cuando conmemoramos este medio siglo de victorias, se impone la reflexión sobre el futuro, sobre los próximos cincuenta años que serán también de permanente lucha. Observando las actuales turbulencias del mundo contemporáneo, no podemos pensar que serán más fáciles, lo digo no para asustar a nadie, es la pura realidad.»
Sobre la advertencia hecha por Fidel en noviembre de 2005 de que sólo el propio pueblo cubano puede destruir la Revolución, se preguntó: ¿cuál es la garantía de que no ocurra algo tan terrible para nuestro pueblo? ¿Cómo evitar un golpe tan anonadante que necesitaríamos mucho tiempo para recuperarnos y alcanzar de nuevo la victoria?»
La Revolución es del pueblo
El presidente cubano pasó entonces a advertirle a los dirigentes de mañana que jamás deben olvidar que «esta es la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes; que no se reblandezcan con los cantos de sirena del enemigo y tengan conciencia de que por su esencia, nunca dejará de ser agresivo, dominante y traicionero; que no se aparten jamás de nuestros obreros, campesinos y el resto del pueblo; que la militancia impidan que destruyan al Partido».
Seguidamente les aseguró que si actúan así, «contarán siempre con el apoyo del pueblo, incluso cuando se equivoquen en cuestiones que no violen principios esenciales». No obstante, si demostrasen ser incapaces de «preservar la obra fruto de la sangre y sacrificio de muchas generaciones de cubanos», el pueblo «sabrá dar la pelea» y no dejará «caer la espada».
Precisamente, si existe una razón por la cual Fidel nunca fue derrocado como Ceausescu ni Raúl ha claudicado como Yeltsin, es esa gran verdad: La Revolución cubana ha sido obra en última instancia, no de un hombre ni de un Partido, sino de un pueblo. Ello nunca ha sido un recurso retórico como ocurría en las llamadas democracias populares de Europa Oriental, sino una realidad claramente palpable por cualquiera que visite a Cuba con un interés genuino en conocerla sin prejuicios mayores. Es un pueblo históricamente excepcional que con su valor y sacrificio epopéyicos le ha dado una lección de dignidad sin igual al resto de la humanidad. Gracias a Cuba, hoy somos todos los latinoamericanos un poco más libres y a partir de ello se forjan nuevos vínculos de integración y solidaridad entre nuestros pueblos que prometen iniciar la descolonización plena y definitiva de Nuestra América frente la perenne voracidad imperial del Norte.
Más allá de una simple conmemoración de medio siglo, Cuba se erige hoy en el país con la revolución más duradera de la historia contemporánea. Con su persistencia visionaria, constituye hoy la semilla sobre la que se labra la radical agricultura que hace de la América nuestra el más importante frente de lucha en un mundo en el que nuevamente ha cobrado vigencia la rebelión contra el imperio del capital.
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El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».
El original de este artículo puede encontrarse en
www.claridadpuertorico.com