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De la guerra del cerdo

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La irrupción de pacientes humanos con el virus de la influenza A H1N1, conocido como gripe porcina, junto a la crisis económica mundial, la guerra de los talibanes en Pakistán, y, en El Salvador, nuestro pequeño infierno privado: la reaparición en escena del ex presidente Alfredo Cristiani en la conducción del partido de la derecha: […]

La irrupción de pacientes humanos con el virus de la influenza A H1N1, conocido como gripe porcina, junto a la crisis económica mundial, la guerra de los talibanes en Pakistán, y, en El Salvador, nuestro pequeño infierno privado: la reaparición en escena del ex presidente Alfredo Cristiani en la conducción del partido de la derecha: todo eso conforma un escenario apocalíptico para cualquier telespectador o lector de periódicos.

Pero como este comentario trata sobre la guerra del cerdo, me ceñiré solamente a hablar sobre la gripe porcina. Sin embargo, peor que ella es el virus del miedo y la intolerancia, que, al igual que los bombardeos norteamericanos en la antigua Yugoslavia, en Irak y otros lugares más, dejan innumerables daños colaterales.

Pocos días después de que se reportaran los primeros casos de la enfermedad en México y, ojo, también en los Estados Unidos, las autoridades israelíes, en una muestra singular de tolerancia y, por qué no decirlo, de diplomacia, decidieron cambiarle el nombre común al H1 N1. De gripe porcina pasó a llamarse «gripe mexicana». Pesó más la prohibición levítica de comer cerdo que el temor a estigmatizar a un pueblo que fue generoso, por cierto, al acoger a perseguidos europeos de origen judío durante el nazismo.

Asociar determinadas enfermedades a nacionalidades o grupos sociales o demográficos específicos no es una costumbre en nada nueva. Siglos atrás, los españoles denominaban «mal francés» o «gálico» a la sífilis, enfermedad que cambiaba de nacionalidad según el interlocutor: «mal español» o «mal napolitano» eran otras denominaciones que recibía la enfermedad venérea.

En la Edad Media, se asociaba a los judíos con la peste bubónica. En los años 90 del siglo XX, cuando estalló la psicosis del SIDA (y se decía, por ejemplo, que una picada de zancudo podía transmitir la enfermedad), los haitianos eran un grupo considerado como portador del virus, conocido también como «peste rosa», pues el rosa se considera como el color de los homosexuales, imputados también como portadores del síndrome que aniquila el sistema inmunológico.

Nuestra pregunta sería: ¿por qué se estigmatiza al pueblo mexicano? ¿Por qué no se han prohibido los vuelos procedentes de Estados Unidos y de los países europeos donde se han detectado casos de la enfermedad, así como lo hicieron las autoridades argentinas con los aviones provinentes de México? El estigma no da para todos, parece.

Otros articulistas han tratado las relaciones que existen entre esta enfermedad y los intereses comerciales de las transnacionales farmacéuticas. Pero también hay que añadir que con ella se ha pretendido activar un estado de alarma generalizado, que parece ir amainando poco a poco. No obstante, en la cresta de la psicosis y no sólo en México, se hizo «venta loca» de mascarillas. En El Salvador, la cosa no dio para tanto. Solamente una universidad privada decretó suspensión de clases por un alumno que supuestamente contrajo la gripe, cosa ante la cual las autoridades de salud del gobierno saliente tienen una solución eficaz: el acetaminofén, medicina que, dado el desabastecimiento padecido por la red pública, es capaz de curar el cáncer, la sífilis y cualquier cosa más.

Lo peligroso de estos estados de psicosis provocados mediáticamente, a veces, y con la complicidad de determinados gobiernos otras veces, es que desatan el miedo al otro. Las telenovelas mexicanas ya no tienen escenas románticas con besos. Frente a ello, es valiente el gesto de la poeta salvadoreña residente en el D.F., Lauri García Dueñas. En su blog (http://laurigarcialuciernaga.blogspot.com) aparece cubierta únicamente con una mascarilla y proclama, desde la azotea de un edificio: «Estoy cansada del pánico de la Gran Ciudad, de las consecuencias de esta peste de influenza que nos volvió personas atemorizadas, chistes de lo que fuimos cuando nuestra vida era el tranquilo fluir de nuestras circunstancias. Protesto y propongo desde mi hacer poético la desnudez, un arrancarnos las máscaras, los tapabocas, y volver a confiar en que todo-va-a-estar-bien».

Ante las armaduras y corazas utilizadas en la guerra del cerdo (o, mejor dicho, usurpando el nombre del cerdo para convertirlo en arma de temor masivo), quizá el gesto más válido sea la aparente debilidad de la desnudez, de lo inerme de la condición humana. Besos sin mascarillas, aeropuertos sin detectores de calor o de nacionalidad, solidaridad con los enfermos y con los que no lo están. No puedo menos que terminar estas líneas recordando una foto de una pinta anarquista en el barrio popular de San Telmo, en Buenos Aires: «La inseguridad es el seguro de vida de los explotadores».