La cuarta reforma de la Ley Orgánica 4/2000 que se discute en el Congreso de los Diputados no se explica por la crisis económica que padecemos. Lo parece por el momento elegido, pero no es así y aún menos se puede justificar por ella. Es probable que cuando la ley llegue a influir realmente en […]
La cuarta reforma de la Ley Orgánica 4/2000 que se discute en el Congreso de los Diputados no se explica por la crisis económica que padecemos. Lo parece por el momento elegido, pero no es así y aún menos se puede justificar por ella. Es probable que cuando la ley llegue a influir realmente en la inmigración la crisis sea ya cosa del pasado. Podemos debatir los recortes de derechos que la ley propone, pero vamos a esperar al texto definitivo. Es el momento de rechazar la ley por su fundamento antes que por sus pormenores. Porque lo criticable de esta reforma es que trata de corregir el pasado y no de romper con él. La ley persiste en el error de parchear un modelo que ha fracasado y desperdicia la oportunidad de proponer otro escenario migratorio. En resumen, esta ley sigue la estela de las tres reformas anteriores y no eleva el punto de mira. Una ley es una pieza esencial del modelo migratorio y esta ley está al servicio de uno que ya ha sido desautorizado por los hechos. Hay que recordar que los dos grandes partidos del Gobierno han sido los constructores de esta dinámica legislativa.
La idea básica de ese modelo es la de una inmigración de naturaleza estrictamente laboral y de carácter temporal. Un experimento de trabajadores solos y dispuestos a desempeñar tareas poco cualificadas. Las vigas maestras del edificio se han venido abajo. En particular, la erosión se ha acelerado en los últimos ocho años. Y los tres taladros que han agujereado el sistema migratorio español han sido la irregularidad de los flujos, la temporalidad laboral y la reversibilidad legal. La suma de flujos de envergadura formidable y de composición libre ha producido una acumulación desproporcionada de inmigrantes en la escala inferior de las ocupaciones que han vivido en condiciones de explotación y en situación de irregularidad. La realidad es que, pese a los obstáculos, la inmigración legalmente instalada ha seguido creciendo y la duración de su estancia se ha prolongado. La inmigración que vino a trabajar en lo que fuera ya no mira atrás, sino adelante. Demanda formación, derechos de participación política y progreso en la escala de ocupaciones. Quieren formar parte del país y de su futuro.
Los representantes políticos tienen ante sí la tarea de alumbrar un nuevo modelo de inmigración contando con los que estamos aquí y moldeando la composición de los que vendrán. Pensando en familias y también en los trabajadores temporales, pero de un modo separado. Diseñando un buen reparto de competencias en los tres niveles de la Administración y teniendo en cuenta que el Gobierno local es el lugar clave para la integración, aunque es el que cuenta con menos recursos y capacidades técnicas. Es hora de aceptar que los hechos han dinamitado el modelo de mano de obra vulnerable y retornable que lleva 20 años de vida. Hace falta uno que distinga la migración temporal de la permanente y que seleccione la una y la otra. Y una ley que encaje en ese nuevo escenario y refuerce los fundamentos de la integración, que son la legalidad, la educación y el ascensor laboral.
Antonio Izquierdo es Catedrático de Sociología
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