La emigración asusta unas veces; conmueve otras. ¿Podremos evaluar el daño que ha causado a la integridad ética y cultural de la república cubana o a la integridad de cada uno de los emigrados? Cincuenta años de emigración cubana han, incluso, distorsionado aspectos del pasado previo a 1959. Tanto lo han enrollado que suele creerse […]
La emigración asusta unas veces; conmueve otras. ¿Podremos evaluar el daño que ha causado a la integridad ética y cultural de la república cubana o a la integridad de cada uno de los emigrados? Cincuenta años de emigración cubana han, incluso, distorsionado aspectos del pasado previo a 1959. Tanto lo han enrollado que suele creerse que en Cuba se empezó a emigrar luego del triunfo de la revolución. Pero los archivos no han desaparecido. Y si revisa la colección de la revista Bohemia verá que a mediados de la década de los 50s, frente a la embajada de EE.UU. en La Habana, se formaban las mismas colas que podemos ver hoy. En esos tiempos se otorgaron hasta 20 000 visas de residentes.
Esas fotos y cifras inducen a una pregunta: si hasta la primera mitad del siglo XX Cuba fue, principalmente, un país de inmigrantes -gallegos, canarios, haitianos, jamaicanos, italianos, polacos…–, por qué a partir de la segunda mitad la corriente parece revertirse. A primera vista, una causa: a mediados de esa década las estadísticas enumeraban cerca de un millón de desempleados, además de una población rural muy pobre, desposeída. Y las crónicas históricas cuentan de un gobierno efectivamente represivo, cruento. ¿O Ventura, Carratalá, Martín Pérez son acaso ángeles azules injustamente acusados de derramar sangre?
Permítanme un recuento imprescindible, aunque conocido. Al derrocamiento de Batista siguió el exilio de los comprometidos con el régimen: ladrones o criminales, u otros batistianos, que aun sin esas culpas, prefirieron aguardar la vuelta de la normalidad en el extranjero, en una ambigua condición de exiliado y emigrante. Luego, la reforma agraria y la nacionalización de las empresas y las pequeñas propiedades alentaron a que, los que perdieron su riqueza, pretendieran rehacerla en el exterior mientras esperaban a que los americanos atrasaran el reloj. Y he ahí el concurso que explica en parte la corriente migratoria.
Tras las oleadas del principio –obligadas hasta cierto punto a emigrar– decenas de miles de cubanos optaron por emprender viaje impelidos, en esencia, por móviles económicos. Pero beneficiados por las ventajas que los sucesivos gobiernos de Washington les concedieron a los cubanos respecto de la entrada en territorio de la Unión. El periodista Luis Ortega escribió una síntesis cabal al decir que los cubanos, mediante la ley de ajuste cubano, recibieron privilegios que los Estados Unidos nunca han concedido a otras nacionalidades. Y lo que asombra -resume el polémico periodista– no es que de Cuba hayan emigrado cerca de un millón de personas, sino que todavía queden once millones en el archipiélago. En el acto de emigrar hay perfiles políticos ineludibles, porque marcharse de un país también implica un descontento con el estado de cosas dominante. Pero fueron los medios propagandísticos norteamericanos los que transformaron al emigrante en un «refugiado» político que aspiraba a regresar y recuperar sus valores y posiciones.
Partamos, para clarificar estos conceptos, de una verdad históricamente demostrada: emigrar es consustancial al ser humano. Y variados y diversos son los móviles para abandonar el suelo nativo. No me parece superficial afirmar que la decisión de salir a correr mundo pertenece por lo habitual a los individuos. Por tanto, es una solución personal a un problema colectivo o a una inquietud personal, salvo los pueblos nómadas.
Durante cincuenta años, pues, el estrecho de la Florida ha sido también una frontera sentimental, emotiva. Soporte de una inadmisible crónica roja difundida por páginas amarillas. Lo que asusta es que Cuba siga desgajada infinitamente. Y conmueve, sobre todo, el drama o la tragedia que sobrevuela la historia familiar de cada emigrado. Desde luego, a nadie se le puede quitar, al igual que lo «bailao», la pena, la tristeza de estar ausente, lejos del afecto, de ese apego insular por la familia, o la mujer de sus sueños. Por las calles de Miami, o de cualquier otra ciudad donde el cubano habita en el cascarón de su diáspora, transitan decenas de miles de zapatos que un día prefirieron, con derecho a elegir, más brillo, mejor betún y zapatera más confortable, pero que en silencio, como un acto reflejo golpean erráticamente la añoranza como a un balón de fútbol que ha extraviado las porterías.
Y del lado de acá, ¿qué pasa? En la emigración abundan las quejas sobre cierto rechazo en el país donde nacieron. Pero si desde Miami y Washington elucubran, gestionan, mienten, gruñen, votan, y deciden que Cuba socialista o revolucionaria, o castrista, como gustan decir, sea cercada por leyes extraterritoriales y condenada como país enemigo y terrorista, a pesar de las evidencias en contrario, es simple comprobar que a la hostilidad no se le ha de responder con agasajos, ni al prejuicio con la confianza. Aun el más lúcido funcionario de emigración no querría tachar una lista de prohibiciones adoptadas como respuesta a la hostilidad que ha provenido de la emigración, juzgándola, un tanto injustamente, como un conjunto de afinidades políticas.
Hace apenas unos días, en Miami, más de 4 000 emigrados cubanos de múltiples señas y orígenes bailaron con la criolla travesura de la música cubana más actual de una orquesta radicada en Cuba y que parece resucitar cada día: Los Van Van. Por las mismas fechas unos 400 emigrados se reunieron en La Habana con representantes del gobierno cubano.
¿Anticipos de tiempos nuevos? ¿Una especie de reconciliación a través de los pasillos de la cultura y el diálogo? No quiero repetir lugares comunes de que «todos somos cubanos y aquí no ha pasado nada». También los corifeos del exilio, una minoría de verdad, echaron a la calle su cólera, su frustración por la visita de Los Van Van. Han tomado, claramente el partido del odio: su negocio, es decir, mantenernos separados.
A pesar de la partida de los más perdurables amores, muchos de cuantos permanecimos en esta isla nos negamos a consentir que la emigración o el exilio fuesen condiciones para que el amor prosperara. Y hoy hemos de admitir que la revolución ha sido también una espada. Ha tajado, separado. Somos víctimas de ese martirologio incruento y también inevitable, donde hay que inscribir a aquellos que se les frustraron sueños y pasiones.
Desde los años 70 del pasado siglo, en Cuba se aglutina la voluntad de renovar y normalizar los vínculos del país con sus emigrados. Como periodista estuve presente en las primeras reuniones, llamadas con acierto encuentros entre la emigración y la nación. También he leído a escritores de la emigración publicados por editoriales o revistas del Ministerio de Cultura.
Me parece que hoy, salvo los que se apartan y optan por la beligerancia, todos, en Cuba o fuera de ella, hemos de pararnos de frente a nuestro pasado. Juzgar nuestras acciones. Y si la honradez nos dirige tendremos que concluir que por muy justificadas que hayan sido las coyunturas políticas, hubo excesos de un lado y del otro. En este medio siglo, nos hemos visto obligados a decidir en los extremos. Extremos –aunque los argumentáramos con razones de seguridad nacional– fueron las planillas que nos preguntaban si teníamos familiares en el exterior y si nos comunicábamos con ellos. En el extremo fueron puestos los emigrantes que, principalmente en Miami, fueron compelidos a asumir la doblez y esconder cautelosamente cualquier simpatía con el gobierno de su país de origen, bajo el riesgo de las represalias de aquellos que aduciendo representar la libertad la limitan.
Por todo ello, la emigración asusta y conmueve. Asusta que Cuba no pueda trascender las insuficiencias que justificarían, en parte, que grupos de ciudadanos se marchen al extranjero en cifras que, desde el 2000 hasta hoy, casi igualan las del período de 1970 a 1979; o que asuman la salida un tanto irresponsablemente, sin sopesar la probable ruptura familiar. Asusta también que cuantos asumimos el destino de permanecer apoyando con nuestra presencia las aspiraciones patrióticas de conservar la independencia y proteger la justicia social, no lleguemos a comprender totalmente que los móviles y los intereses de la emigración cubana se han diversificado tanto como para reducir a menos del 50 por ciento –según encuestas en los Estados Unidos– el apoyo al bloqueo. ¿Ante esas evidencias, continuaremos aceptando que la dimensión humana de la emigración continúe supeditada a las coyunturas políticas entre ambas orillas del Estrecho? ¿Cuál será, por ejemplo, el destino de los miles de cubanos que por marcharse ilegalmente, hace l5 ó 20 años, no han podido visitar a Cuba? No podemos convertir al emigrado en un exiliado. Y asusta con no menores escalofríos que cuantos residen fuera olviden respetar las leyes y las razones de los de adentro.
Conmueve, sobre todo, la posibilidad de que lo que parece natural en la historia de los pueblos, siga derivando hacia una dolorosa dicotomía, una lenta fragmentación en los números estadísticos: los que se van y los que se quedan.