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Feminismo anticapitalista, esa Escandalosa Cosa y otros palabros

Fuentes: feministas.org

La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como […]

La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como dirían otras, ante lo que (nos) está ocurriendo. Hace mucho venimos debatiendo si el capitalismo y el patriarcado son dos sistemas distintos, si son uno solo, si se trata de un capitalismo patriarcal o un patriarcado capitalista. Y qué tienen que ver otros ejes de poder, si nos enfrentamos más bien a un patriarcado capitalista blanco, a un capitalismo patriarcal heterosexista racialmente estructurado… Si es que no tenemos ni nombres… porque, como dice Donna Haraway, ¿de qué forma podemos llamar a esa Escandalosa Cosa?

Pues bien, ¿qué hacemos hoy, Granada 2009, con esa Escandalosa Cosa en crisis? Aquí van unas breves líneas para afirmar que, en este momento, necesitamos retomar con fuerza un feminismo anticapitalista (o muchos feminismos anticapitalistas, ya que la voluntad, o el espejismo, de unidad se nos rompió y ahora andamos a la búsqueda de formas potentes de articular la diversidad). Para ello, en este texto (que, justo es decirlo, hace especial referencia al contexto del estado español y probablemente diga poco o suene extraño en otros) comienzo ahondando en la crisis de los cuidados – qué es, qué factores la han desencadenado, cómo está evolucionando – y, sobre todo, retomando brevemente algunos de los debates centrales que el discutir sobre esta crisis nos abría, y que tenían una fuerte potencia para la articulación de un feminismo anticapitalista diverso. Hablo en pasado porque, con el colapso financiero actual, esa articulación, que era frágil, está fuertemente amenazada; estamos a un tris de replegarnos hacia un feminismo productivista de fetichización del trabajo asalariado. Y, sin embargo, esa misma crisis, si le entramos estratégicamente, puede funcionar como acicate de cambio, como catalizador de esa articulación de un feminismo anticapitalista diverso.

Pero, antes de nada, ¿por qué es importante hablar de cuidados? ¿Qué potencia tiene dedicarle una atención específica y prioritaria? Entre otros muchos motivos que podríamos alegar y que de seguro nos vienen a la cabeza, hay uno clave: en los cuidados se produce la materialización cotidiana de los problemas más «gordos», más estructurales. A fin de cuentas, es ahí donde se esconden todas las posibilidades y trampas del conjunto del sistema. Discutiendo sobre los cuidados, en lo concreto, en la vida del día a día, estamos discutiendo sobre esos grandes «dilemas existenciales del feminismo» que, enfocados desde un ángulo demasiado macro, demasiado abstracto, a veces se nos escapan. Por ejemplo, cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, qué posibilidades de liberación tenemos en los márgenes del sistema, qué significa igualdad en el reparto del trabajo y los recursos y cómo conseguirla, cómo se relaciona el género con otros ejes de poder en lo económico… Los cuidados son algo así como «lo personal es político» en el ámbito económico.

  1. La crisis de los cuidados: qué es y qué la desencadena

¿Qué es la crisis de los cuidados? Es la ruptura del modelo previo de reparto de los cuidados, que sostenía el conjunto del sistema socioeconómico, que de forma clave conformaba la base sobre la que se erigían las estructuras económicas, el mercado laboral y el estado del bienestar. Se trataba de un modelo basado en dos características. En primer lugar, en adjudicar a las mujeres en los hogares la responsabilidad de resolver las necesidades de cuidados. No existían mecanismos colectivos para asumir esa responsabilidad: no eran ni el estado, ni las empresas, ni la comunidad quienes se hacían responsables, sino los hogares y, en ellos, las mujeres. No cada una aisladamente, sino organizadas en redes más o menos extensas, más o menos simétricas o atravesadas de relaciones de poder entre ellas mismas. En segundo lugar, se basaba en la división sexual del trabajo clásica. La que a nivel macro adjudicaba a las mujeres los trabajos de cuidados invisibles, los no-trabajos, y a los hombres el espacio del trabajo reconocido como tal, el asalariado. La que permitía que el ámbito de la economía «real» o «productiva» se construyera sobre la presencia-ausente de las mujeres: las mujeres presentes, activas, pero en los ámbitos económicos invisibles, los de los trabajos gratuitos. Y esa «ausencia», esa invisibilidad, era requisito indispensable para que el sistema siguiera adelante volcando ahí todos los costes de mantener y reproducir la vida bajo las condiciones impuestas por un sistema que no priorizaba la vida, sino que la utilizaba para acumular capital. Presencia-ausente que, en el caso de las mujeres obreras, se convertía en doble invisibilidad: porque, en el tajo, debían actuar como si no tuvieran responsabilidades fuera de la fábrica; y, en la casa, debían aproximarse lo más que pudieran al modelo de ama de casa volcada en los suyos. División sexual del trabajo clásica que, a nivel micro, erigía en norma social la familia nuclear radioactiva, aquella del hombre ganador del pan / mujer ama de casa. Ojo, decimos que era la norma social, pero no hablamos de familia normal en el sentido de que fuese abrumadoramente mayoritaria, sino de que se imponía como modelo al que aspirar y respecto del cual se desviaban todos los grupos sociales problemáticos: lo rural que debía tender a desaparecer con el progreso, las lesbianas, las madres solas, las mujeres obreras, etc.

Pues bien, este modelo se viene abajo, lo cual en ningún caso significa que se haya descuajeringado algo que estuviera bien. Precisamente desde el feminismo se ha luchado mucho contra la división sexual del trabajo, contra la familia nuclear, por ser una de las piezas clave en la opresión de las mujeres. Pero sí se ha descuajeringado algo que sostenía una falsa paz social. Y aquí está el quid: las tensiones empiezan a salir a flote.

¿Y por qué esa ruptura? Por muchos factores. De algunos nos hablan por todos lados de forma sesgada y tendenciosa. El envejecimiento de la población es uno de ellos, que es cierto, innegable. Otra cosa es cómo lo miramos, si lo entendemos como un mero aumento de un montón de gente «dependiente» «mercantilmente no productiva»; y cómo lo construimos, si como un simple alargamiento de la cantidad de vida, al margen de la calidad de vida o de la capacidad de decidir sobre la propia vida. El envejecimiento de la población y… la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Que, más allá de la reducción cuantitativa del número de mujeres disponibles 100% para las necesidades del hogar, de amas de casa a tiempo completo, es sobre todo importante por reflejar un cambio en la identidad de las mujeres, que nos negamos a renunciar al empleo, a toda vida profesional, a la independencia monetaria, para dedicarnos en plenitud al trabajo no pagado en la familia. El revuelo que se monta socialmente por esta «inserción de las mujeres en el mercado laboral» está asociado también a un proceso de clase: ya había un montón de mujeres en el mercado laboral, todas aquellas mujeres obreras sujetas a la doble invisibilidad que decíamos antes. Eran mujeres que vivían en plenitud esos problemas de «conciliación de la vida laboral y familiar», pero que no tenían legitimidad social para plantearla como un problema público. El revuelo empieza a formarse porque el feminismo lo saca a la luz, como indudable consecuencia de un ejercicio de dignificación del trabajo asalariado de las mujeres; pero también porque empiezan a ser tensiones sufridas por mujeres de clase media y mayor nivel educativo que tienen mayor capacidad para que sus voces se oigan.

Pero hay otros factores de los que se habla mucho menos, de los que no se quiere hablar. La crisis de los cuidados está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento urbano, que conlleva la desaparición de espacios públicos donde se pueda cuidar de forma menos intensiva (sin el miedo a que atropellen a la cría, ¿no sería más fácil que baje a jugar sola con sus amigos, o dejar que vaya sola a gimnasia sin tener que acompañarla?), y genera una escisión entre los distintos espacios de vida que, además de robarnos una barbaridad de horas en transporte, hace que el curro, la casa, las amistades, la escuela, el centro de salud estén cada uno en una punta, que sea una locura ir de un lugar a otro, que no puedas simultanear tareas, ni pedir a alguien que eche un ojo al abuelo mientras bajas a hacer recados. La crisis de los cuidados está íntimamente vinculada a la «explosión urbana y del transporte motorizado», sobre la que alertan desde el ecologismo social, y que está en la génesis de la crisis ecológica. Otro factor del que hablamos poco, muy poco, es la precarización del mercado laboral: la flexibilización de tiempos y espacios que, más allá de la retórica que nos quieran vender, responde sistemáticamente a las necesidades empresariales. El baile caótico de tiempos y espacios de trabajo vuelve imposible cualquier arreglo del cuidado medianamente estable. Y esa misma precarización hace que los (escasos) derechos de conciliación que se van reconociendo o ampliando (léanse permisos de maternidad, paternidad, excedencias, reducciones de jornada, etc.) lleguen a una fracción privilegiada de la fuerza laboral y dejen fuera a otra mucha, mucha gente. Por último, la pérdida de redes sociales y el afianzamiento de un modelo individualizado de gestión de la cotidianeidad y de construcción de horizontes vitales, nos deja muy solas a la hora de abordar estas pequeñas grandes dificultades de la vida. El modo individualizado y consumista de apañárnoslas, cada quien consigo y con lo que pueda comprar en el mercado. Y, cuando esto falla, el reiterado recule a la familia tradicional. Imaginamos alternativas de convivencia que no pasen por el mercado ni por los lazos familiares prototípicos, pero no las construimos con solidez. Por qué seguimos ahí estancadas, desde el propio feminismo, es algo que no tenemos claro. La asunción de mayores cotas de libertad en la organización de la vida cotidiana no va unida a la incorporación de la idea de vulnerabilidad, por lo que la libertad no se traduce en la construcción de una responsabilidad compartida para lidiar con nuestras vulnerabilidades inevitables. ¿Estamos derivando, como sociedad, pero también nosotras, hacia una idea de autosuficiencia más que hacia la constatación de la interdependencia vital? ¿Cómo lidiar con el deseo de libertad y la necesidad de compromiso?

  1. La crisis de los cuidados: quiénes (no) mueven ficha

Todos esos factores están detrás, como decíamos, de la ruptura del modelo antiguo de organización social de los cuidados, que permitía una falsa paz social. Si esto se viene abajo, la necesidad de una redistribución de los cuidados, de un replanteamiento de la forma en que los organizamos, se vuelve ineludible (y esto incluye no sólo su reparto, sino también la manera misma en que los entendemos, la cultura del cuidado subyacente). Si esta reorganización antes era absolutamente necesaria por motivos de justicia, ahora lo es también por motivos de supervivencia. ¿Se produce? La respuesta es meridianamente clara. Ni el estado, ni el mercado (es decir, las empresas) están asumiendo una responsabilidad en el cuidado de la gente. Esta responsabilidad sigue recayendo en los hogares y, en ellos, en las mujeres. Vayamos por partes.

El estado, o, mejor dicho, el conjunto de administraciones a sus distintos niveles, no está asumiendo la responsabilidad de proporcionar los cuidados necesarios. Es cierto que, en el estado español así como en otros países, estamos observando cierto aumento de servicios de cuidados y de prestaciones que proporcionan tiempo o dinero para cuidar, como escuelas infantiles, la «ley de dependencia», algunos derechos de «conciliación», etc. Pero este incremento responde más bien a la situación de emergencia social, dado el nivel de partida (cercano a) cero, y no refleja un cambio profundo.

Además, se da en un contexto de fuerte privatización de lo público: tanto de lo que existía antes (sistemas educativo y sanitario, que, si bien no podemos decir que presten cuidados tal cual, tienen un impacto directo en cómo se organiza el cuidado), como de lo que se está creando. De hecho, la «ley de dependencia» hace que los mecanismos mediante los cuales se pretende articular el supuesto derecho a recibir cuidados en situación de dependencia nazcan más privatizados de lo que ha nacido nunca ningún otro derecho social. Con sólo echar un vistazo al propio texto de la «ley de dependencia» podemos ver el papel que se da a las empresas; fielmente respetado por el desarrollo posterior del Sistema para la Autonomía y la Atención a la Dependencia, con su Fondo de Apoyo de 17 millones de euros en 2009 para crear centros privados de residencias, centros de día, ayuda a domicilio, etc. Los servicios privatizados sabemos que multiplican la desigualdad, porque basan su rentabilidad en la oferta de servicios de calidades muy distintas según lo que se pague, y en la explotación de la mano de obra contratada.

Además de (o, más bien, en relación con) que los servicios y prestaciones de cuidados nacen con un grado de privatización intolerable, se basan en el abuso de la mano de obra femenina no pagada o mal pagada. Así, se desarrollan mucho más las prestaciones que dan «tiempo para cuidar», o sea, las que te permiten alejarte del mercado laboral para dedicarte a cuidar gratis (reducciones de jornadas, excedencias) que aquellas que dan «dinero para cuidar», o sea, las que remuneran ese tiempo (permiso de maternidad, paternidad, o lactancia) o las que, simplemente, hacen que puedas seguir en el mercado laboral sin tener que renunciar al empleo. Igualmente, la atención a la dependencia está abrumadoramente sostenida por la llamada prestación económica por cuidados no profesionales en el entorno familiar (recibida por el 57,7% de las personas que reciben alguna prestación de esta ley). Lo que en Andalucía salerosamente llaman «la paguilla». Es decir, te doy 300 euros al mes y cuidas 24 horas a la abuela (el máximo en 2009 eran 519 euros en caso de máxima dependencia). Esto hace que las cuidadoras sigan siendo las de siempre, y también incentiva enormemente la contratación de empleadas de hogar en situación irregular. Este uso y abuso del trabajo de cuidados femenino no pagado o mal pagado se da en un contexto que difumina las fronteras entre el estado-la empresa-el tercer sector. Porque el uso y abuso del voluntariado sería otro gran tema del que hablar…

Por tanto se observa cierto aumento de prestaciones y servicios, sí, pero más como parche que como muestra de un cambio profundo, manteniendo la deriva privatizadora de lo público y abusando de los cuidados no/mal pagados. Estas prestaciones y servicios presentan además exclusiones muy graves, dejando fuera a gran parte de la población migrante, entre otros sectores sociales. Por ejemplo, el régimen discriminatorio que regula el empleo de hogar hace que la mayor parte de los famosos derechos de «conciliación» no existan para las empleadas de hogar, que el despido en caso de embarazo quede generalmente impune, etc. Y esto siempre en el marco de una comprensión estática y estigmatizadora del cuidado, que ve a quienes reciben cuidados como dependientes (negando otras aportaciones sociales que puedan hacer) y dejando en mera retórica eso de la promoción de la autonomía. Al final, todo está muy acorde con la visión productivista que valora a las personas sólo en función de su rentabilidad para el mercado.

A menudo, cuando pensamos en quién y en quién no debería asumir la responsabilidad de cuidar pensamos en mujeres, hombres, y estado… pero olvidamos otro gran agente social: las empresas, el mercado. De hecho, es en torno a las necesidades e intereses de las empresas como se organiza el conjunto de la estructura social y económica. Es decir, colectivamente asumimos la responsabilidad de que los procesos mercantiles de acumulación de capital funcionen. Pero, ¿y viceversa?, ¿asumen las empresas algún tipo de compromiso sobre el cuidado de la vida?, ¿están asumiendo esta responsabilidad en el contexto de crisis de los cuidados? Y la respuesta es muy clara: no. De hecho, están haciendo dejación de las muy escasas responsabilidades que tenían, materializadas, cuando menos, en dos elementos clave: el pago de cotizaciones a la seguridad social y la organización de los tiempos y espacios de trabajo que respeten la vida de las personas, sus ritmos vitales, sus necesidades extra-laborales. Ambos factores, en el contexto de precarización del empleo (parte de lo que desde el feminismo hemos llamado, acertadamente, feminización o domesticación del trabajo) están debilitándose. La desregulación del mercado laboral implica considerar a la gente como un mero input para el mercado (de hecho, ¿qué otra cosa podemos ser cuando se nos llama capital humano?). Y el ataque a las cotizaciones a la seguridad social está siendo directo. Por lo tanto, es cierto que las empresas cada vez protagonizan más los cuidados: se está produciendo una externalización, una mercantilización de los cuidados, pero las empresas hacen esto a cambio de que les genere beneficios, es decir, no porque se responsabilicen. Diferenciar estos dos procesos es central: una cosa es que de los cuidados hagan beneficios, y otra que paguen por todo el proceso de reproducción generacional y cotidiana de la mano de obra, del que se nutren. Valga aquí un alto: es a esto último a lo que nos referimos cuando hablamos de que hacen dejación de su responsabilidad… aunque probablemente esa palabreja (responsabilidad) en este caso no sea muy acertada, porque se acerca demasiado a esas cortinas de humo de la responsabilidad empresarial; mientras buscamos una mejor, dejémoslo así: que las empresas se responsabilicen de los cuidados significa que los paguen, que se vean obligadas a plegar su lógica de acumulación a las exigencias del cuidado de la vida; cuando decimos que no se responsabilizan nos referimos a que supeditan los cuidados a su propio funcionamiento mercantil, a que los expolian, a que hacen beneficio de los cuidados, de los no pagados o mal pagados.

Si ni el estado ni las empresas se hacen responsables, ¿quién, pues? Los hogares, como siempre… Y, en los hogares, siguen siendo las mujeres. Más allá de los casos individuales que todas conocemos (y que siempre saltan a la palestra cuando hacemos esta acusación colectiva: siempre hay algún hombre -¡algún biohombre!- ofendido porque él cuida muchísimo, o alguna mujer que reivindica lo bien que se lo monta su chico), más allá de esos casos, decíamos, los hombres en su conjunto no asumen la responsabilidad. Lo cual se puede ver si analizamos los datos de usos del tiempo, si vemos qué tareas se reparten, cuáles no (las más repetitivas, las más monótonas, las más cotidianas), quién sigue asumiendo lo que llamamos «gestión mental», es decir, garantizar que el conjunto de tareas se coordinan y resuelven, quién sigue lidiando con la contratación de la empleada de hogar, quién sigue siendo empleada de hogar… Se impone una retórica de la igualdad, difícilmente asumimos que la responsabilidad sigue siendo nuestra, y buscamos mil y una formas para esquivar el conflicto: «es normal que sea yo quien hace más cosas porque mi horario de curro es menos intensivo»; «a los dos nos viene bien que coja yo la reducción de jornada porque cobro menos»; «contratamos unas horas a una empleada y así nos dejamos de líos»; «yo me encargo de mi madre porque mis hermanos viven lejos»… Pero esto no significa que, efectivamente, no haya también cambios en marcha. Y aquí un análisis más a fondo de las transformaciones en las masculinidades sería un elemento muy necesario.

A gruesos trazos, podemos afirmar que siguen siendo las mujeres quienes se encargan de la gestión individualizada (porque no es social) de los cuidados en las casas. Y aquí lo hacen, lo hacemos, de dos formas: volviéndonos un poco locas (si no tenemos más responsabilidad que la gestión cotidiana de un hogar con pocas necesidades) o muy locas cuando la cosa se complica (y hay niños, y personas mayores, o alguien tiene una enfermedad, o una discapacidad), desplegando mil y una estrategias para conciliar lo imposible, estrategias a las que poco a poco vamos poniendo nombre y logrando clasificar y entender (desde multiplicar las tareas que se hacen a un tiempo, hasta renunciar a una parte de las tareas que hay que conciliar: renunciar al empleo, o renunciar a reagrupar a las hijas para poder seguir de interna). Nombrarlas nos sirve para colectivizar, al menos un poco, estas estrategias, que tienen un problema central: se gestionan y negocian de manera individual, como si fuesen problemas únicos a los que nos enfrentamos cada quien. Y es que aquí nos la están colando: si bien decíamos que lo personal es político, ahora resulta que muchas cosas que antes se consideraban políticas (como negociar las condiciones laborales) se vuelven personales.

Y, además de desplegar estas estrategias de conciliación imposible, echamos mano de los recursos al alcance: los servicios públicos existentes o los recursos de cada quien – la familia para cuidar gratis o el dinero para comprar cuidados -. La familia extensa, sobre todo las abuelas, está jugando un rol central. Aquí aparece una redistribución inter-generacional del trabajo de cuidados que tiene un límite muy claro con el proceso de envejecimiento que vivimos. Hay una generación de mujeres pioneras que echan una mano (o son soporte central) para el cuidado de quienes han venido detrás y, al mismo tiempo, se plantean cómo quieren ser cuidadas sin sumir a sus hijas en la misma dinámica de responsabilidad-sacrificio que tanto cuestionan. Las feministas mayores se están planteando nuevos dilemas respecto a su propio cuidado y al papel de otras mujeres que nos abre camino a todas. Pero también hay muchos casos en los que se recurre a mercantilizar los cuidados; se compran individualizadamente servicios en el mercado o se contrata empleo de hogar. Aquí la variedad de situaciones es amplísima. Desde quienes entran en una dinámica de pura y simple explotación, hasta quienes realmente no tienen alternativa ni capacidad de pagar mejor. En todo caso, se suele tratar de empleos muy precarios (el sector de cuidados es un sector muy penalizado en términos de condiciones laborales y salariales) y, por lo tanto, ocupados por mujeres que no tienen mucha más alternativa laboral. Estamos protagonizando una fuerte redistribución de los cuidados por ejes de poder entre mujeres: marcada por la clase social, la etnia y lo que algunas compañeras han llamado el país que se habita y transita (es decir, si has venido de otro país y tienes un estatus migratorio).

  1. La crisis de los cuidados: una respuesta reaccionaria

En conjunto, lo que tenemos es una crisis de los cuidados que estaba sacando a la luz tensiones ocultas del sistema. Desde el feminismo estábamos luchando porque estas tensiones se reconocieran, evitando que volvieran a taparse mediante un cierre reaccionario de la crisis. Es decir, si la crisis de los cuidados nos permitía visibilizar una multiplicidad de problemas estructurales, existía al mismo tiempo una tendencia a poner parches que no sólo significaban una línea de continuidad con lo anterior, sino un refuerzo de los mismos ejes que caracterizaban el preexistente régimen injusto de cuidados, que, a su vez, estaba en la base de todo un régimen socioeconómico injusto. ¿Cuáles eran estos ejes que estaban saliendo reforzados con el cierre reaccionario de la crisis?

En primer lugar, la inexistencia de una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida, que, en lo más cotidiano, se concreta en la inexistencia de una responsabilidad social a la hora de proporcionar los cuidados necesarios. Como decíamos, diversos factores hacen que el modelo anterior de reparto de los cuidados quiebre y que, por lo tanto, afloren tensiones directamente relacionadas con el hecho de vivir en un sistema que no tiene como prioridad la calidad de vida, ni el cuidado de la misma, sino la acumulación de capital. Sin embargo, esto, más que generar una reivindicación fuerte de cambio social profundo, estaba cerrándose con un proceso de reprivatización de la reproducción social. Decimos reprivatización porque se privatiza en un doble sentido. Por un lado la responsabilidad de la reproducción social se subsume de nuevo en los hogares, en ese reino de lo privado-doméstico, de lo invisible. Por otro, cada vez se transfiere más cantidad de trabajo (que no de responsabilidad) al mercado, a las empresas, al terreno de la iniciativa privada con ánimo de lucro.

En segundo lugar, ese sistema que no asume una responsabilidad colectiva en el mantenimiento de la vida es un sistema jerárquico, construido sobre ejes de desigualdad, de forma clave, la desigualdad de género. Así, se produce un redimensionamiento de la división sexual del trabajo a nivel global. Es decir, la división sexual del trabajo continúa, entendida como un sistema de reparto de los trabajos en función del sexo, adscribiendo a las mujeres a los que menor valoración social tienen; y un sistema que identifica los cuidados con las mujeres, naturalizándolos y asociándolos a la femineidad. Pues bien, esto continúa, pero con cambios. La mercantilización de los hogares, junto al proceso de feminización de las migraciones da como resultado la conformación de lo que hemos denominado cadenas globales de cuidados. Vayamos por partes.

Cuando hablamos de feminización de las migraciones no nos referimos tanto a un cambio en el porcentaje de mujeres dentro de los flujos migratorios. Las mujeres siempre hemos migrado, aunque una vez más se hayan invisibilizado estas experiencias, entendiendo que la migración era un proceso masculinizado. Lo que se ha transformado es más bien el lugar que las mujeres ocupamos en la migración. Ahora, de forma creciente, somos las pioneras de las cadenas migratorias, las primeras o las únicas en irnos. Y cada vez más venimos con un proyecto migratorio propio y autónomo. Este cambio se debe a muchos factores, pero, entre otros, a los procesos de crisis de reproducción social en origen. Cuando las cosas se ponen (muy) difíciles, y dado el papel de las mujeres como responsables últimas o únicas del bienestar familiar, si no queda otra, migramos (además la migración permite perseguir objetivos vitales propios, como obtener mayores cuotas de autonomía personal, deshacerse de relaciones familiares o matrimoniales opresivas, etc.). Y esa migración obtiene salida laboral porque, en destino, la crisis de los cuidados hace que cada vez se oferten más empleos precarios en el sector de cuidados. Es decir, la crisis de reproducción social en origen, y la crisis de los cuidados en destino, se conectan, y estos hilos de conexión suponen la rearticulación de la desigualdad de género a nivel global. Se forman así las cadenas globales de cuidados, en las que mujeres en destino transfieren cuidados a otras mujeres migrantes que, a su vez, dejan responsabilidades en origen en manos de otras mujeres. Y los hombres, el estado y las empresas, una vez más, reciben los beneficios del accionar de esas cadenas sin asumir un rol protagónico en las mismas. Estas cadenas visibilizan problemas preexistentes tanto en origen como en destino, y ponen sobre el tapete la insostenibilidad de los modelos de «desarrollo» de los países supuestamente desarrollados. Lo que presenciamos es lo que en ocasiones hemos denominado una re-estratificación sexual y étnica del trabajo a nivel global: el género sigue siendo un elemento determinante que condiciona el posicionamiento de cada quien en un sistema económico jerárquico, pero se refuerzan las diferencias entre las propias mujeres.

Y en tercer lugar, se afianza un modelo de autosuficiencia ficticia en y a través del mercado, acorde con el cual cada quien intentamos apañárnoslas solas (y solos), con nuestros propios medios y a través del consumo. El modelo de ciudadano es el trabajador champiñón, el que no tiene responsabilidades de cuidados sobre nadie, ni necesidades propias, que nace cada día libre de toda carga y plenamente disponible para las necesidades de la empresa. Este champiñón que se atreve a soñar que se las apaña por sí mismo y que, cuando necesita algo, simplemente lo compra. Es un modelo algo así como «yo y el mercado, el mercado y yo», que deifica la autosuficiencia a través del mercado. Pero este sueño es un delirio de autosuficiencia, que existe en base a la negación de la vulnerabilidad y la dependencia, y al ocultamiento de los cuidados que vamos recibiendo a lo largo de nuestras vidas para cubrir esas distintas y variables dimensiones de vulnerabilidad y dependencia que todas y todos experimentamos. Es un modelo falso, imposible y frustrante, que está en debate en este momento de envejecimiento.

  1. La potencia crítica de la crisis

El momento de crisis de los cuidados en el que nos encontrábamos (y nos encontramos) nos estaba permitiendo hacer críticas muy serias al sistema y abrir debates muy potentes para el propio feminismo, tanto en lo que nos impelía a cuestionar nuestras propias ideas, como en los argumentos que nos brindaba para situar el feminismo en el centro del cuestionamiento del sistema (es decir, permitiendo que el feminismo no sólo hablase «de sus cosas», sino que desde «sus cosas» cuestionara todo el resto). La potencia crítica iba, cuando menos, por tres vías: Visibilizar el conflicto capital-vida y redefinir en clave feminista la crítica al sistema económico. Abrir vías de avance para lidiar con las diferencias entre nosotras. Y tender canales de comunicación entre dos líneas de acción del feminismo: la que lidia con las «cosas materiales» y la que cuestiona las identidades.

Desde la crisis de los cuidados hemos redefinido el conflicto capital-trabajo, conflicto nombrado hace largo tiempo y que ha sido y es pilar de las luchas anticapitalistas. Con el ojo puesto en los cuidados, afirmamos que ese conflicto va más allá de la tensión capital-trabajo asalariado, para ser una tensión entre el capital y todos los trabajos, los que se pagan, y los que se hacen gratis. Esta contraposición se ve muy clara, por ejemplo, en el conflicto inherente a la flexibilización de los tiempos de trabajo: los tiempos de trabajo de mercado pueden flexibilizarse en función de las necesidades de la empresa (ritmos de producción cambiantes, momentos de producción intensiva, alargamiento de los horarios comerciales, etc.), pero esto implica que no se responde a las exigencias de los trabajos de cuidados no remunerados. Estos trabajos no pueden esperar a que suene la sirena en la fábrica ni a que la franquicia de comida rápida eche el cierre. Pensémoslo al revés: ¿Qué tal si cerramos el súper mientras recogemos a la cría del cole? Si flexibilizáramos los trabajos remunerados en función de las exigencias de los no remunerados, el proceso mercantil se resentiría. Impensable, ¿verdad? Al final, no hay duda o no hay fuerza para revertir el proceso, y son los ritmos de los cuidados no remunerados los que se tienen que sujetar a los ritmos de producción mercantil, y lo que se resiente es la vida misma. No se resienten las tablas de contabilidad, o los índices de la bolsa, o todos esos conceptos abstractos. Sino la vida más rampante: nuestro cuerpo, nuestra salud, la de quienes están alrededor. Es decir, el conflicto va mucho más allá de la relación capital-trabajo remunerado: es un conflicto entre el capital y la vida, la sostenibilidad de la vida. En un sistema donde la vida es un medio al servicio de la lógica de acumulación de capital, esa vida misma está en permanente amenaza. Y por eso aseguramos que la conciliación es mentira. Porque con esa idea de la conciliación pretenden vendernos que es posible seguir funcionando en un sistema que pone a los mercados capitalistas y sus exigencias en el epicentro y responder, simultáneamente, a las necesidades de la vida. Cuando, sin embargo, el conflicto es inherente y esta tensión irresoluble. Esta contraposición, que se ve en múltiples lugares, es cristalina cuando hablamos de cuidados, también de los que se dan en el mercado: ¿cómo atender adecuadamente a un anciano si el tiempo dedicado a eso se somete a la lógica del beneficio y del aumento de la productividad (más pacientes atendidos en menos tiempo)?

De otra manera, el ecologismo social también hace esta afirmación de que el sistema capitalista entra en colisión directa con la sostenibilidad ambiental. Encontramos aquí un punto fuerte de conexión entre ambas corrientes críticas: la identificación del conflicto radical entre el capitalismo y la sostenibilidad humana y planetaria. La aportación del feminismo consiste en enraizar esa tensión en la cotidianeidad de nuestras vidas y argumentar que la lógica de acumulación es una lógica patriarcal, androcéntrica. Porque está directamente relacionada con una comprensión de lo cultural y lo humano como el progresivo desapego de las necesidades, de lo que nos ata al reino de lo animal, de la naturaleza. Es la idea de que lo netamente humano es aquello que nos permite trascender la vida, ponerla en riesgo en pos de «ideales más altos», y no aquello que nos exige protegerla. Este menosprecio de la inmanencia hila directamente con el delirio de omnipotencia en el que «el hombre» cree que la naturaleza está a su disposición (para ponerla al servicio del loco proceso de producción mercantil, en el capitalismo), que no depende de ella porque es su amo. Igualmente, «el hombre» no está sujeto a las ataduras biológicas y vitales que encarnan los cuidados. La depredación ambiental y la opresión de las mujeres tienen raíces comunes en un esquema donde lo femenino es naturalizado y lo natural, feminizado. Y los cuidados representan ambas cosas: nuestras ataduras biológicas y naturales, y el espacio que cubren las mujeres. En conjunto, la lógica de acumulación, que permite colmar deseos a través del mercado, nos eleva por encima del encorsetado terreno de la necesidad que simbolizan los cuidados. La lógica de acumulación, que trasciende la mera sostenibilidad de la vida y la pone al servicio de un estadio de civilización superior, el desarrollo, el crecimiento, la producción, es una lógica netamente patriarcal.

Estábamos vislumbrando aquí una asociación que podría ser muy potente, pero que no hemos desarrollado aún: el capitalismo es un régimen que desprecia la vida, que la utiliza como medio, en el mejor de los casos, para un fin distinto (acumular) y, en el peor, la destruye si es preciso. El capitalismo es una forma de economía pervertida. Y el patriarcado es un sistema que desprecia el mantenimiento cotidiano de la vida y adjudica la responsabilidad de sacarla adelante a las mujeres. Ahondar en esta línea quizá pudiera arrojarnos una luz distinta sobre la eternamente debatida relación entre capitalismo y patriarcado, pero estamos en pañales.

También veíamos que debíamos ir más allá, porque era fácil caer en el reduccionismo de contraponer la lógica (androcéntrica) de acumulación a la lógica (feminista) de cuidado de la vida. Y, sin embargo, esa supuesta lógica del cuidado, que tan bonita sonaba, veíamos que estaba pervertida y que más bien se articulaba como una ética reaccionaria del cuidado. En un sistema donde cuidar la vida se convierte en un marrón, donde dedicarse a cuidar no genera derechos sociales, ni independencia financiera, ni valoración social en el terreno de lo público, ni… ¿cómo asegurar un contingente de cuidadoras? Imponiendo el cuidado como único horizonte vital, como única forma de construirse como sujeto. Sometido a esa presión el cuidado toma fácilmente las formas de sacrificio, de inmolación, de chantaje emocional. Aparecen fuertes relaciones de violencia, ejercidas también por quien cuida, que no es mera víctima inocente. Empezábamos a hablar de cosas a veces muy dolorosas, como el maltrato ejercido por las cuidadoras, como el poder retorcido que se intenta ejercer en el trabajo de cuidados no remunerado (y también remunerado), y que busca sujetos a quienes dominar en quienes son calificados como dependientes. Toda vez que veíamos que el cuidado no era todo amor y altruismo, toda vez que intentábamos desnaturalizarlo, no sublimarlo, nos preguntábamos qué relaciones perversas y violentas había ahí. Y qué tenía que ver todo ello con la negación de la vulnerabilidad, del dolor humano, de la vida que envejece y a veces es bonita y, a veces, fea. Y con la inexistencia de mecanismos colectivos de resolución de conflictos que dejaba toda negociación e intento de rebelión al soterrado, estrecho y asfixiante margen de maniobra del ama de casa abnegada en su hogar, dulce hogar, de la empleada doméstica en un terreno ajeno. ¿Quién no ha sentido al mismo tiempo cierta simpatía y repulsión por la esposa de Mario, en las cinco horas que malgasta en hacerle reproches tardíos? Reconocer estas tensiones, al mismo tiempo, tenía la potencia liberadora de alejarnos de compañeros de viaje indeseables. Porque, demasiado a menudo cuando hablamos de cuidados, hay un punto donde parece que estamos demasiado cerca de las posiciones familistas y de elogio de la (santa) madre típicas de la moral cristiana, entre otras. Y nos estaba llevando a preguntarnos la utilidad misma de la palabreja cuidados: ¿está demasiado naturalizada?, ¿demasiado idealizada?, ¿la hemos convertido en una metonimia que, en lugar de permitirnos hablar de tanta cosas invisibles que queríamos rescatar, nos hace de tapadera?

Las reflexiones en torno al conflicto capital-vida ponen en el centro el cuestionamiento del conjunto del sistema socioeconómico; es decir, nos permiten constatar que las posibilidades de cambio y liberación en los márgenes del sistema son sumamente estrechas. Y esto lo hemos visto, muy concretamente, con las limitaciones a las que se ha enfrentado nuestra estrategia de emancipación a través del empleo. Frente a la situación de falta de autonomía monetaria, de derechos sociales, de espacios de socialización, de posibilidades de desarrollo vital y profesional, a la que nos sometía la división sexual del trabajo, hemos puesto demasiado énfasis en el empleo como clave de resolución de esas carencias.

Esta estrategia se ha enfrentado a diversos y muy fuertes límites, y, entre ellos, dos insalvables. En primer lugar, el límite de la reproducción: los cuidados siempre hay que seguir haciéndolos, a los cuidados no se puede renunciar. Como dice una compañera, se puede «no tener la casa como los chorros del oro» e, incluso, alardear de ello, pero la casa hay que limpiarla. Y si bien muchas de una cierta generación hemos renunciado a ser madres, ahora empezamos a recibir requerimientos por otros lados: ninguna elegimos que nuestros padres se pongan enfermos. Y, además, ¿qué pasa con nosotras? Cuando enfermamos, cuando se nos han acabado las bragas porque llevamos quince días sin pisar por casa… Al final, no podemos dejar de cuidar(nos) porque los cuidados son la vida misma. Para cuando nos damos cuenta, nos vemos metidas en una vorágine en la que resulta que tenemos que poner todo lo nuestro, nuestra energía, nuestro tiempo, nuestros cuerpos, al servicio de un mercado laboral que nos exprime. Nuestra estrategia de emancipación a través del empleo estaba condicionada por la exigencia de que nos asimilásemos al modelo de trabajador asalariado masculino, al trabajador champiñón; sólo así somos empleables. Esta constatación nos obliga a recolocarnos de nuevo. Ni queremos ni podemos dejar de cuidar convirtiéndonos en mano de obra ideal para el sistema. Lo que queremos es recolocar el empleo, exigiéndolo no como un objetivo de vida, sino como un medio para salir adelante mientras sigamos siendo esclavas del salario. Lo que queremos es cuidar de otras formas, replantear la idea misma de los cuidados y redistribuir todos los trabajos, los que se pagan y los que no, bajo la premisa de que lo prioritario no es ni el cuidado ajeno ni el mercado, sino nuestras vidas amplias y diversas, unas vidas que merezcan la pena ser vividas.

Un segundo límite se nos hace cuerpo cotidiano: la división sexual del trabajo, como decíamos antes, no desaparece, se transforma; la «salvación» a través del mercado no es generalizable ni sostenible para todas («pero todas, todas, todas» como coreamos en las manis); las diferencias entre mujeres, en términos de condiciones de empleo, salarios, renta, prestaciones, trabajos no remunerados, etc. son mayores que las propias diferencias entre hombres, y tienden a aumentar. Estas desigualdades las vemos con claridad y, por qué no decirlo, con cierto cansancio, porque hace que combatir la división sexual del trabajo se vuelva una tarea ingente. Por eso mismo hay quienes se niegan a verlo, pero está ahí: este límite lo que viene a hacernos insoslayable es que el sistema necesita la desigualdad. Que la desigualdad no es un feo adorno del sistema, un elemento poco decorativo, ni, mucho menos, un obstáculo para su funcionamiento; sino que es inherente al mismo. Se usa muchas veces el argumento de que la desigualdad es ineficiente, y resulta fascinante escuchar semejante ingenuidad, o semejante descaro (porque de aquellas que con llegar a ser «iguales» y tener consejos de administración paritarios duermen tranquilas, haberlas, haylas).

Ligado con lo anterior, una de las potencias fundamentales de dedicar tiempo y esfuerzo a discutir sobre la crisis de los cuidados era que nos permitía aprender a lidiar en lo concreto, en lo cotidiano, con las diferencias entre nosotras. ¡Proceso nada sencillo y que en absoluto teníamos resuelto! Pero en el que estábamos metidas de cabeza. Hablar de los cuidados nos permitía ver en lo concreto que esa Escandalosa Cosa no es solo el capitalismo, ni el patriarcado capitalista, y que por eso nosotras no ocupábamos tampoco la inocente posición de (dobles) víctimas. Veíamos la distribución extremadamente desigual de los trabajos de cuidados, de los cuidados recibidos, de los recursos. Y que la resolución parcial y deficiente de las dificultades de «conciliación» de algunas se solventaban transfiriendo esos problemas, agravados, a otras. Esta transferencia desigual se volvía fatal cuando nos enfrentaba al hecho de que, para facilitar nuestra maternidad acá, echamos manos de un montón de mujeres que ven negada su posibilidad de maternar en la cotidianeidad, porque tienen un océano por medio. Y esto se convierte en un problema nuestro, del feminismo de acá: de las españolas que «concilian» y de las migrantes que lo hacen factible. Porque la situación de las mujeres migrantes ya no podemos mirarla como la situación de las otras, de aquellas de quienes las feministas condescendientes nos preocupamos, sino que se convierte en la situación de nosotras. Y ahí andábamos intentando componérnoslas: ¿cuándo consideramos legítimo o justo contratar empleo de hogar?, ¿cuándo consideramos que recibimos un trato laboral digno?, ¿dónde más allá del sempiterno y cerril debate explotadora-explotada nos lleva este asunto?, ¿qué otros horizontes de reivindicación política nos abre hablar de una situación de desigualdad neta como la que hay en las cadenas globales de cuidados?, ¿cómo lidiar con nuestras desigualdades reconociendo a la par que la división sexual del trabajo sigue teniendo en la base más honda un conflicto de género?

Y, al hablar de crisis de los cuidados, aparecían también diferencias nuevas, como aquella que nos situaba en planos distintos a quienes asumíamos la posición neta de cuidadoras y aquellas que quedábamos estigmatizadas como las cuidadas. Toda cuidadora necesita cuidados, y toda aquella que los recibe puede, de un modo u otro proporcionarlos. Y las experiencias de las mujeres con diversidad funcional nos abría nuevos e insospechados vericuetos para preguntarnos cómo se construye la normalidad, y cómo se impone una única forma de estar en el mundo, negando la diversidad. Y veíamos que, si bien el cuidado era una tarea naturalizada en las mujeres no todas las mujeres eran legitimadas como cuidadoras; esta legitimación estaba directamente asociada al rol de la buena madre y esposa, y estrechamente vinculada a la vivencia de la sexualidad. ¿Pueden una trans, o una puta, o una lesbiana ser tan buenas cuidadoras como el ama de casa prototípica?

Y, por último, la potencia de hablar de la crisis de los cuidados venía porque nos permitía conectar los procesos macroestructurales con los más micro. Y, así, tender puentes en lo que amenaza con convertirse en una brecha importante en el feminismo español, como se ha convertido en otros lugares (y que se me disculpe el pesimismo). Esa brecha entre el «hablar de las cosas o de las palabras», como despectivamente lo ha puesto alguna economista. Dicho de otro modo, la brecha entre hablar de las injusticias de reconocimiento, y, ligado a ellas, de todos los aspectos simbólicos, de las identidades, de las sexualidades, etc. (que nos abre todo un mundo de vivencias distintas, potentes, pero que nos cuesta hacer trascender de la individualidad y la experiencia más arraigada a los cuerpos concretos), y hablar de las injusticias de distribución, las de reparto de los trabajos y los recursos (donde es mucho más fácil poner nombres grandilocuentes: capitalismo, libre comercio, mercado; e identificar estructuras enemigas: el banco mundial, la OMC, la patronal; pero más difícil encarnar y poner rostro). Hablar de los cuidados, y de la crisis, nos permitía hacernos preguntas como si la heterosexualidad es el régimen de política sexual del capitalismo, en la medida en que está en la base del régimen de cuidados, que, a su vez, sustenta el conjunto del sistema. Y en la medida en que determina los modelos de convivencia (esa familia nuclear) y la construcción sexuada de las identidades (la subjetividad de la mujer cuidadora, que va mucho más allá de la madre hetero; ¿qué pasa con la hija lesbiana que no tiene familia legitimada y es reconocida por todos, hasta por sí misma, como el natural sostén de sus padres en la vejez?). La economía feminista está muy metida en el armario, y sigue teniendo un deje que hace que, al hablar de división sexual del trabajo, parezca siempre que está hablando de cómo se lo montan las parejitas hetero… Aunque sepamos que la división sexual del trabajo es mucho más que eso. O preguntarnos si la recuperación del trabajo no remunerado que hemos hecho ha sido un ejercicio valiente e interesantísimo, pero también muy mojigato: ¿hemos recuperado todas las tareas asociadas al rol de la buena madre y esposa (lavar, cocinar, curar…) y nos hemos dejado en el terreno del no-trabajo, de lo no-económico, las de la mujer en el espejo (el sexo, lo corporal)? No son meras preguntas teóricas… ¿Otra mirada al concepto de trabajo podría permitir otro acercamiento a la prostitución, al reconocimiento de los derechos de las trabajadoras del sexo como derechos laborales? ¿Por qué podemos reivindicar que una persona anciana necesita afecto y no podemos plantearnos si necesita relaciones sexuales? ¿La ruptura con el modelo binario heteronormativo nos sitúa en una posición de precariedad respecto a los cuidados? Y, así, queriendo superar esas miradas mojigatas, hemos hablado de que cuidar es hacerse cargo de los cuerpos sexuados atravesados por (des)afectos. Y hemos hablado del continuo sexo-atención-cuidados.

Estábamos descubriendo, estábamos inventando nombres que, con mayor o menor acierto, nos permitieran seguir esos caminos de la potencia descubierta. Estábamos abriendo la posibilidad de nuevas y muy prometedoras alianzas: con el ecologismo, por ejemplo. Y nos estábamos reforzando entre nosotras: con el feminismo del Sur, por ejemplo. Y nos estábamos replanteando cosas, como el transfeminismo, por ejemplo. Y nos estábamos reforzando ante quienes en la práctica nos han deslegitimado a menudo, como parte del movimiento obrero, por ejemplo. En mitad de ese proceso, ha llegado el colapso financiero… Y por eso hablo en pasado, porque creo que estamos ante un momento de quiebra: o seguimos por esa línea y podemos hacer todas esas afirmaciones en presente, o nos replegamos.

  1. El colapso financiero: un punto de quiebre

El colapso financiero ha sido espectacular, y súbito, como lo es todo en el ámbito financiero: corto-placista, tremendo. Parece haberse adueñado de la idea misma de la crisis; ya no existe más crisis que esto. Y, de forma especialmente grave, parece oscurecer las otras crisis de índole estructural, que cotidianamente estaban poniendo en jaque todo el sistema: la crisis ecológica, la crisis alimentaria, la crisis de los cuidados, la crisis de reproducción social.

Todo esto ocurre en un contexto donde la posición de un feminismo crítico era frágil. Es decir, el feminismo que estaba pensando en todos esos puntos que acabo de comentar (lo que podría ser el germen de un potente feminismo anticapitalista diverso) se movía ya de por sí en un contexto feminista difícil, marcado, al menos, por dos heridas: Por la institucionalización del feminismo y, asociada a ella, la fe ciega en la igualdad de oportunidades (fusión perversa del feminismo liberal y el de la igualdad, adaptada a los nuevos tiempos; perspectiva que impide un cuestionamiento integral del sistema, porque todo lo mueve en los márgenes del mismo). Y por la escisión entre las perspectivas más «económicas», o materiales, y las apuesta más rupturistas en términos de identidad sexual y de género.

En este contexto frágil, en que gran parte del feminismo había perdido el anticapitalismo y otra parte no consideraba estos asuntos como algo prioritario, el colapso financiero puede hacer que nos repleguemos hacia una defensa a ultranza de la economía «real», o sea, la «productiva», la del mercado de cosas, frente a la demonización de la economía «financiera». Finalmente, esto significaría replegarnos a defender el sistema capitalista en su vertiente productivista, a través de la deificación de su máxima figura: el empleo, el trabajo remunerado. O sea, volver atrás y convertir el empleo en nuestra máxima reivindicación económica, no como un medio, sino como un fin en sí mismo. Derivar a lo que podemos llamar un feminismo productivista, que pierda por el camino toda la potencia de la que hablábamos antes.

Y, sin embargo, aún estamos a tiempo de que sea al revés. Porque es justo en este momento cuando se está haciendo más visible que nunca el conflicto entre el capital y la vida. Pongamos algunos ejemplos. Los 17 billones de dólares (sí, sí, ¡con 12 ceros! 17.000.000.000.000) comprometidos por EEUU la UE y Reino Unido para rescates de bancos y paquetes de estímulos financieros durante 2009 son 22 veces más que los 750.000 millones que se habían planeado (¡que no cumplido!) para lograr los objetivos de desarrollo del milenio. En contrar tantos fondos de manera tan rápida, ¿es un milagro de la experticia técnica, o más bien es una desvergüenza de la voluntad política y el poder económico? Otro ejemplo: en cuanto se ponen en marcha los planes anti-crisis, todo el dinero se dedica a las infraestructuras físicas sin impacto social. ¿Por qué ni se plantea que se dediquen a construir infraestructuras para albergar servicios de cuidados? ¿O a financiar la recuperación de los degradados servicios públicos sanitarios y educativos? Último ejemplo: ¿cómo puede el presidente de la CEOE incumplir las míseras responsabilidades que se le exigen sobre la reproducción de la vida, dejando de pagar las cotizaciones a la seguridad social, y no sólo seguir en su puesto, sino tener la caradura de pedir una rebaja en las cotizaciones? Son ejemplos puestos al buen tuntún, cierto, pero tan absolutamente elocuentes que no precisan de más para señalarnos dónde está la posición de fuerza y qué es lo que tiene la prioridad: ¿la vida de la gente (y del planeta) o el proceso de acumulación?

Es justo el momento de darle la vuelta a la tortilla. Y para eso varios movimientos estratégicos son necesarios. Entre ellos, nombro algunos.

Cambiar la óptica de mirada: los mercados no pueden seguir siendo el centro de nuestra atención, sino los procesos de sostenibilidad de la vida. Esto nos permite poner cara de póquer ante el hundimiento de la bolsa: ¿que se hunde? ¡que se hunda! Nos importará sí y sólo sí afecta al proceso de sostenibilidad de la vida, a la calidad de vida de la gente, y si no somos capaces de poner en marcha alternativas para vivir bien, que no pasen por Wall Street. Si no cambiamos la mirada, si se nos ponen los pelos de punta porque el PIB caiga, entonces seguiremos moviéndonos en un terreno que nos es hostil: el que se conoce, interpreta y juzga por los parámetros propios de los procesos de acumulación de capital, por los movimientos monetarios.

Posicionar lo económico como terreno prioritario de la lucha feminista: lo económico es algo que nos queda bastante al margen; o algo que miramos como el terreno propio de «las expertas», las economistas feministas… Porque ahora nos ha caído la breva de tener economistas entre las feministas, con lo que ya podemos delegar tranquilas. Y las economistas, (muy feministas toda snosotras), ya tenemos un espacio intocable en el que sentirnos alguienes… Con toda nuestra buena intención, las economistas feministas podemos hacer mucho daño, en la medida en que reforcemos la idea de que lo económico es algo esotérico que sólo las iniciadas podemos entender. Personalmente, para lo único que me ha servido estudiar la carrera (¡y el doctorado!) de economía ha sido para perderle todo el respeto. Y esa es otra clave.

Perder el respeto a la economía: que nunca, nunca nos corten nuestras reivindicaciones con argumentos técnicos. Primerito de todo, pensemos qué queremos… y, luego, ya veremos cómo lo logramos. Pero que nunca nos corten las alas con un «no es posible», por matemática y microeconómicamente rebuscado que sea ese NO. Salirnos de esta lógica del temor nos abre nuevas puertas. Por ejemplo: ¿que no hay dinero para financiar más escuelas infantiles?, ¿y por qué no poner un impuesto reproductivo a las empresas? Si las empresas existen gracias a que hay un montón de trabajo gratuito o mal pagado de reproducción cotidiana y generacional de la mano de obra, ¿por qué no hacerles pagar por ello? Un impuesto reproductivo bajo una filosofía similar a una tasa ecológica, para financiar servicios públicos universales y gratuitos. O quizá sea más acertada otra modalidad del estilo «desplumemos a los directivos de los consejos de administración de unas cuantas transnacionales y pongamos unas cuantas residencias». Ya veremos cuál es el medio técnico más acertado, pero la idea debe ser nuestra y pensada en libertad.

Posicionar lo económico como terreno prioritario de la lucha feminista… desde el anticapitalismo: Esto no es el anti-neoliberalismo; no nos basta con criticar la financiarización de la economía, y a las bolsas, y a las hipotecas basura. Como si el keynesianismo, y la «producción», y el pleno empleo de calidad fuesen deseables y/o posibles. Hemos pasado de un sistema de prioridades económicas del estilo del primer iceberg, donde las finanzas estaban al servicio de la producción, pero todo el conjunto se sostenía sobre una base reproductiva invisible (que tenía que permanecer necesariamente invisible)… a un iceberg del estilo del segundo, donde la «producción» se ha puesto al servicio de lo financiero, pero lo reproductivo sigue siendo la base que lo sostiene todo, sin que sus necesidades reciban prioridad.

Ninguno de los dos sistemas prioriza las necesidades de la vida, sino distintos procesos y modos de acumulación. No tiene sentido que nos aferremos a ninguno de ellos. El anticapitalismo tiene concreciones. Por ejemplo: una férrea defensa de los servicios públicos de calidad y gestión directa por parte de las instituciones públicas (desde el feminismo no podemos dar tibias respuestas, mucho menos permanecer calladas, ante el ataque furibundo a lo público que se está produciendo). Por ejemplo: poner fuertes límites a la posibilidad de que las empresas hagan negocio con los cuidados, o exigirles que paguen (en dinero, en tiempo) por los cuidados gratuitos de los que se apropian.

Desde esas coordenadas, haciendo una crítica feminista de la economía entendida como los procesos que sostienen la vida, y atreviéndonos a cuestionar el sistema de raíz, necesitamos pensar qué queremos… porque no lo tenemos claro.

Respuestas inmediatas que permitan transformaciones estructurales: se dice fácil, y es complicadísimo, cierto. Pero es urgente que le echemos imaginación y valentía. Cómo dar solución a problemas inaplazables, pero minando al mismo tiempo el sistema en el marco del cual esas respuestas deben producirse hoy. Y aquí el dilema del empleo es clave. El empleo es uno de los principales mecanismos de sujeción en el capitalismo, y por eso decimos lo de «abajo el trabajo». Pero, a la vez, sin un salario, no comes. ¿Qué hacer, y más en este momento donde parece que se va a redoblar el atasque contra las condiciones dignas de empleo y va a comenzar (por enésima vez) una lucha encarnizada por los empleos: entre autóctonos y migrantes, entre obreros de un país y obreros de otro, entre…? No podemos entrar en esa competencia. Hay quienes, desde el feminismo, avisan de que estamos viviendo el reforzamiento de un cierto tipo de división sexual del trabajo del estilo: hombre en el mercado a tiempo completo / mujer a tiempo parcial (y, por lo tanto, las mujeres con la mitad del salario, la mitad de las prestaciones, etc.). SI bien esto es inadmisible, la lucha no puede centrarse en reclamar el empleo a tiempo completo también para las mujeres. ¿Qué tal si apostamos por una reducción generalizada de la jornada laboral sin pérdida de salario, ni de prestaciones? Cierto que esto requiere fuerza para exigir (que no negociar), pero es una lucha prometedora, mientras que la otra está pérdida de antemano porque es entrar en el juego del no hay para todos, y todas.

Hay propuestas que están ya ahí, que en sí mismas llevan toda una ristra de ataques al sistema… y que seguimos dejando de lado. Entre ellas, de forma clave: el cambio del dichoso régimen especial de empleo de hogar. Ese régimen discriminatorio, de raíz franquista, que lleva inamovible un cuarto de siglo. Que supone una situación de vulneración de derechos de las trabajadoras en el sector inadmisible. Un régimen que, si nos proponemos de verdad dignificarlo, no se queda en un mero cambio legal, sino que levanta muchas ampollas: ¿quién va a poder pagar y quién no?, ¿qué hacer en cada caso?, ¿cuándo el empleo de hogar cubre situaciones que deberían cubrir otros servicios públicos?, ¿cómo hacer que un hipotético cambio de régimen no deje fuera a una cantidad intolerable de migrantes sin papeles?… De hecho: ¿contratar empleo de hogar está bien, está mal, cuándo una cosa u otra, bajo qué condiciones? Un cambio concreto, urgente, que podemos exigir ya-ya-ya, y que cuestiona al conjunto del sistema. Sólo necesitamos atrevernos y creernos de verdad que acabar con el régimen especial es un logro tremendo para el conjunto del feminismo.

La búsqueda de respuestas inmediatas que minen el sistema es especialmente importante en el terreno de los cuidados. Porque aquí tenemos un lío grande. Todas estamos de acuerdo en que no están bien como están: en el hogar, en manos de mujeres. Pero, entonces, ¿queremos sacarlos por completo del hogar?, ¿queremos sacar una parte?, ¿cuál?, ¿para ponerla dónde?, ¿queremos que el entorno cambie y nos permita volcarnos al hogar si nos da la gana y tener un dinero para vivir y una pensión de jubilación? Mucho nos queda por discutir sobre los cuidados y el sistema, pero yo me atrevería a sugerir que, en el camino, no perdamos de vista los siguientes movimientos estratégicos:

Hacia una responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida: hacer al conjunto social responsable de la vida y, particularmente, a las empresas, es en sí la clave para cambiar el sistema. Porque supone ir transformando el leitmotiv de la economía: de la acumulación de capital que pone la vida a su servicio, hacia la generación de una vida que merezca la pena ser vivida (y dentro de los límites marcados por el entorno ecológico), poniendo las estructuras socioeconómicas a su servicio.

Hacia una redistribución de todos los trabajos: exigir la reducción de la jornada laboral sin pérdida de salario es un movimiento crucial, pero insuficiente. La redistribución debe ser de todos los trabajos, los que se pagan, y los que no. Y exige, antes de nada, cambiar la forma en que entendemos el trabajo, porque, más allá de florituras políticamente correctas, al final casi todo el mundo sigue emperrado en que trabajo es el que se paga. Así que el primer paso es seguir insistiendo en que trabajo es mucho más. Y, tras ese mucho más, el segundo paso es diferenciar el trabajo socialmente necesario del trabajo alineado. El trabajo socialmente necesario es aquel que permite generar las condiciones necesarias para esa vida que merezca la pena ser vivida. Y aquí tenemos otro mogollón: ¿qué es eso? La vida que queremos es un asunto crucial en debate. Pensarlo bien es lo que se nos propone desde la perspectiva del decrecimiento (o del mejor con menos, que dicen otros): frenar la loca carrera del consumismo donde todo lo que sea «producción » (monetaria o financiera) es bueno y empezar a vivir más austeramente, decidiendo, dentro de los parámetros de la austeridad, qué es la calidad de vida para nosotras. Cuando pensemos cómo queremos vivir, cuando debatamos de forma verdaderamente democrática qué es una vida que merezca la pena ser vivida (o la buena vida, el buen vivir, como lo llaman en algunos países latinoamericanos), entonces podremos definir los trabajos socialmente necesarios para lograrlo… y repartirlos. Ojo, esos trabajos no van a ser siempre agradables. Hay muchos trabajos socialmente imprescindibles, pero penosos (y en el ámbito de los cuidados lo sabemos bien: bañar a un niño es imprescindible y puede ser agradable, pero cambiar el pañal a un anciano con demencia será igual de imprescindible y sin dudas desagradable). Y estos trabajos no siempre se pagan (¡ni muchísimo menos! Quizá podemos decirlo al contrario: pocas veces). Hay que repartir los gratuitos y los pagados, los que generan derechos y prestaciones sociales y los que no. Definir y repartir los trabajos socialmente necesarios tiene un reverso: definir y repartir los trabajos alineados, entendiendo por tal aquellos que no se necesitan para sostener la vida, pero que sirven al proceso de acumulación y por eso se pagan; los que no son más que un mecanismo indeseable para poder vivir, por lo que su reparto es absolutamente indispensable y, a la par, coyuntural; su redistribución debe contener en sí la tendencia a su desaparición…

Hacia una redefinición de los derechos: todo lo anterior nos permite replantearnos lo que antes eran sacrosantas reivindicaciones frente al capital, por ejemplo, poner bajo otra luz la reivindicación del derecho al trabajo. Y exigir derechos nuevos, como el derecho al tiempo, al tiempo de calidad y libremente vivido. O el derecho al cuidado: un derecho que combina el derecho a recibir los cuidados que necesitamos a lo largo de la vida (de distinto tipo e intensidad según distintas circunstancias), el derecho a no cuidar gratuitamente (si odio a mi madre, ¿por qué tengo que cuidarla?), el derecho a cuidar pero en condiciones dignas (¿si la paguilla de la ley de dependencia no fuesen 300 míseros euros, y además hubiese la opción de residencias, el panorama sería otro… sobre todo, podríamos elegir), y el derecho a condiciones laborales dignas cuando cuidamos en el mercado. UN derecho multidimensional que hoy por hoy no existe ni como idea, pero que nos abre todo un horizonte de reivindicaciones (¡concretas! porque, al final, siempre se nos pide concreción… y si no concretamos parece que no decimos nada).

A todo lo anterior es a lo que hemos puesto un nombre quizá loco, quizá divertido, quizá ingenioso, quizá rebuscado: la cuidadanía. Allá por el 2003 unas compañeras asistían a la inauguración de un centro social; cuando se levantó la cortinilla que cubría la placa, apareció el providencial error tipográfico: «este centro es para uso y disfrute de la cuidadanía».

La cuidadanía es, para nosotras, la forma de entender a los sujetos, a la gente, en una sociedad que ponga la vida en el centro, no cualquier vida, una vida que merezca la pena ser vivida y sea sostenible en el entorno ecológico. No implica una renuncia a valores clave propios de la idea más radical de ciudadanía, como la libertad, la igualdad, o la reivindicación del sujeto político ciudadano frente al sujeto mercantil cliente. Pero sí significa intentar un movimiento estratégico que nos permita ir más allá, reteniendo esos valores, pero cuestionando que sean posibles dentro de un sistema capitalista. Tanto rollo y tantas palabras…. para terminar con una sola: ante la crisis, la de los cuidados, la financiera, la que sea, ante la urgencia de articular un feminismo anticapitalista diverso, una apuesta por la cuidadanía.