Si se pudiera escoger entre tantas cepas de personas para hacer avanzar la democracia socialista, habría que desechar a los demasiado calculadores y arribistas, esos «adecuados» que hacen carrera con una leve teñidura política y total asepsia opinática, aunque la procesión de los criterios les vaya por dentro. Esos simuladores que miden siempre la palabra […]
Si se pudiera escoger entre tantas cepas de personas para hacer avanzar la democracia socialista, habría que desechar a los demasiado calculadores y arribistas, esos «adecuados» que hacen carrera con una leve teñidura política y total asepsia opinática, aunque la procesión de los criterios les vaya por dentro. Esos simuladores que miden siempre la palabra y esconden los pensamientos ascendiendo escalones. Esos acomodaticios usurpadores de posiciones a cualquier precio, que se revelan tal cual son el fatídico día en que las pierden.
Tampoco les arrendaría la ganancia a los descreídos hasta la soberbia: esos predicadores de la decepción que, con el escalpelo de la negatividad, ven solo sombras y pantanos en nuestra realidad, ya ebrios de resentimiento y odios. ¿Qué hacer también con los hedonistas y gozadores, los corruptos y tecnócratas que se han desteñido y andan a zancadas, sin importarles el país?
Preferiría expandir a los auténticos, los sinceros que no se cansan por más golpes que les dé la vida; esos inquietos con la sensibilidad a flor de piel, quienes hacen preguntas difíciles, exigen respuestas y ponen el pecho y el corazón en la obra revolucionaria. Los valientes que empeñan la palabra y sus actos todos los días, sin sopesar las conveniencias.
Pero a estas alturas, un sensato consejero me alertaría de que estoy cayendo en el dislate de etiquetar personas con arquetipos rígidos. Todos esos rasgos conviven en el tejido social cubano y se entremezclan. Y en última instancia, no hay derecho a segregar ni a obviar a nadie. No podemos clonar a los imprescindibles ni hacer mutaciones genéticas para extirpar a nadie. Dígase cubano y se ha dicho todo, como expresara nuestro Martí.
El asunto es que en las complejas circunstancias que se viven, con el enemigo de la Revolución adentro como nunca antes y sin posibilidad ya de sostener a Cuba en una campana de cristal, el país debe reordenarse y corregirse, «cambiar todo lo que deba ser cambiado» no como mera consigna. Y hacerlo de manera que lo mejor de él prevalezca y vaya saneando las zonas necrosadas, siempre salvables. El ecumenismo de la bondad y la virtud no puede subestimar a nadie, ni dejar arrebatar a nadie. No podemos correr el riesgo de que, hurtándonos, nos lo arrebaten todo de una vez.
Claro que no es asunto solo de nobles intenciones, porque el rescate de los más esenciales valores humanísticos de nuestra sociedad pasa por un re-examen de cómo hemos diseñado este inexperto y adolescente socialismo frente a un capitalismo secular y viejo camaján, con tantos poderes y narcóticos. Será decisivo el filtro con que depuremos obstáculos y atavismos internos que retardan nuestro avance, para que no extraviemos el trabajo, el amor, la honradez, la solidaridad, el bienestar, la iniciativa y el sentido de pertenencia.
No es asunto de hombres ni de cepas: si este nos salió farsante o falso. Es ir a la raíz de los problemas, y buscar qué caldos en el diseño de la economía y la sociedad cubana cultivan nuestros errores; y qué fermentos potenciarán lo mejor de nosotros. Lo único inadmisible sería cruzarse de brazos, por todo lo que está en juego.
Fuente:http://www.juventudrebelde.cu/opinion/2010-05-08/caldos-y-fermentos/