Ya sabemos que la manera de referir cuanto sucede, en su inmensa mayoría, responde a los intereses de quien pague a los que la relatan. Según el sitio más conveniente para acomodarse, el mejor pagado. Es tan antiguo este actuar como la necesidad del hombre de referir su contorno más inmediato. Mi primera experiencia de […]
Ya sabemos que la manera de referir cuanto sucede, en su inmensa mayoría, responde a los intereses de quien pague a los que la relatan. Según el sitio más conveniente para acomodarse, el mejor pagado. Es tan antiguo este actuar como la necesidad del hombre de referir su contorno más inmediato.
Mi primera experiencia de democracia, fuera de la Isla, me la permitió un muro, frente a la Casa de Gobierno, en Costa Rica, en mi segundo día de estancia en ese país, hace ya casi quince años. Hago la salvedad de que no me encontraba en Centroamérica enviado por el gobierno cubano, para el cual es obvio que existen otros representantes más lúcidos que yo.
Un sólido muro frente a la Casa de Gobierno de San José hacía visible, con letras, que ahora recuerdo en rojo, una singular afirmación: «Figueres: Hijo de Puta».
Nadie, ni siquiera el presidente Figueres, se había molestado en borrarlo.
Días posteriores fui testigo de la otra cara de la moneda que suele ser la democracia.
En la Facultad de Estudios Generales, de la Universidad de Costa Rica, los estudiantes y algunos profesores la habían tomado en protesta por la intención del Gobierno de cerrarla, por falta de fondos.
La policía -la llamada Suiza de América no cuenta con ejército- se personó sobre caballos y dispararon despiadadamente contra los huelguistas. Yo había visto esa imagen en películas, pero es otra cosa cuando se sabe que son reales. Vi, por primera y única vez en mi vida, los cuerpos de los fallecidos sobre un pavimento enrojecido. Otros quedaron golpeados.
Eran jóvenes, en su mayoría mucho más que yo en aquella época. Algunos supongo de izquierda, otros ecologistas o miembros de algunas de las tribus contemporáneas con las que el hombre insiste en agruparse y a la vez diferenciarse, pero fuese cual fuese la creencia o el bando, estaban sin vidas y golpeados por protestar contra una medida que consideraban injusta.
¿Qué hubiera pasado en la prensa del mundo si este suceso hubiese tenido por escenario las escalinatas de la Universidad de La Habana o cualquiera de los espacios de las múltiples universidades cubanas?
Puedo asegurarles que pasado, cuando más, una semana el silencio sobre este suceso, enmudeció todos los espacios de la prensa plana y televisiva.
Marcados por la intolerancia, la exaltación de los sucesos, la parcialidad de las noticias, vivimos los de esta Isla, rodeados de mares que nos distancian de ese otro mundo que desde aquí se nos quiere dibujar como espacio de libertad y del que nos redibujan una y otra vez con una distorsión que provoca mucho ruido o un absoluto silencio, según la conveniencia de los que están llamados a referir desde el exterior una realidad tan diversa y compleja como la cubana.
Si alguien sabe bien las imperfecciones del sistema cubano somos los que lo vivimos y lo padecemos.
Lo que nos falta y tenemos, lo que aspiramos y soñamos con delirio, son también nuestro patrimonio, concientes de que no solo sufrimos carencias y dificultades, sino que aspiramos y confiamos en una vida mejor, para la cual cada uno, según sus posibilidades y condiciones imagina.
La mayoría lo hacemos integrados a una hostil cotidianidad a la que aportamos mucho o poco, casi siempre insatisfechos, en una búsqueda que no sólo soñamos sino que la diseñamos con obstinación. La decimos en alta voz, contra mentiras y verdades a medias, contra oportunistas y limitados, en riesgo constante, pero posible.
También entre nosotros están los que distorsionan nuestra realidad, silencian o iluminan determinadas partes convenientes. Pero casi todos hemos aprendido a leer entre líneas, a sacar conclusiones, a tener -hasta donde se nos hace posible- una claridad, quizás no tanto de lo que queremos como de lo que no queremos.
Están también los que callan, los que se dejan conducir, los que se acomodan con habilidad, de manera muy diferente al discurso que sostienen. Los que pueden decir y afirmar lo que no creen. También como en las boticas en Cuba hay de todo.
Ninguna conquista social o personal está desapegada al riesgo. Yo no dejo de hablar, de decir en alta voz lo que creo. Lo hago con respeto, pues si bien creo en mi verdad la vida me ha demostrado que hay muchas versiones de ella y conocerlas siempre es un acto enriquecedor.
Hablo y escribo, publico mis libros, me busco problemas, me ponen a padecer, hago la cola del yogurt, me como un pan que a veces lo creo un veneno, voy a la escuela de Laura a saber cómo van las cosas, consigo un ultrasonido para mi hija Salma, la voy a ver cuando toca su chelo. Leo todo lo que está al alcance de mi mano, sin importarme lo que piensa, dónde vive, en qué partido milita su autor.
Mis vecinos saben que soy escritor y me tratan con respeto. Me comentan lo que digo por radio, me hacen saber cuando ponen un spot televisivo en que leo un poema, me felicitan cuando gano un premio. Consideran que serlo es algo especial y me hacen partícipe de sus criterios, de lo que creen y de lo que no creen.
Uno vive y lo hace con expectativas, seguro de que hay que hacer cosas por lograr lo que se quiere. Que no todo baja del cielo, ni siquiera para los que creemos en Dios, que la vida es corta y dura.
Pero nadie puede soñar por otros. Los sueños bajo cielos diferentes nunca podrán ser los mismos. Uno tiene los propios y tienen que ver con las aspiraciones que desde aquí, al menos yo, veo con claridad.
No creo en las mentiras o las verdades a medias, las diga quien las diga. Hay tantas verdades que decir, hay tanto que mostrar -bueno, malo y regular-. Basta escuchar las conversaciones que sostienen los pasajeros de los carretones de caballo, que han venido a aliviar la falta de transporte, lo que se conversa mientras se espera comprar en la placita o la bodega, lo que se habla en los debates que cada mes y alrededor de una polémica revista digital, de la Uneac, que tiene el nombre de Hacerse el cuerdo, se dice con valentía y sin tapujos, a pesar de que en el dibujo que casi siempre se hace de nosotros estamos en silencio y si alguien habla y está preparado para hacerlo somos los cubanos.
Algunos, que ahora viven en otros paisajes de la amplia geografía con la que se dibuja el mundo, nos convidan a hacer lo que ellos no hicieron cuando vivieron junto a nosotros. Nos llaman oficialistas porque publicamos nuestros libros, en las editoriales nuestras y los presentamos en cualquier lugar posible: escuelas, cárceles, sanatorios, en lo más alto de una montaña de Manicaragua. Nos llaman traidores porque aún permanecemos diciendo lo que deseamos y lo que no queremos.
El riesgo se corre aquí y el derecho a conquistar los sueños también nos los hemos ganado con esa permanencia.
Estemos donde estemos Cuba deberá ser la casa paterna, el espacio en el que podamos permanecer toda la vida, o llegar para recuperarnos de cualquiera de los cansancios que ocasiona la vida.
No dejar caer el techo, mejorar nuestras paredes, atender las flores del jardín, será siempre obligación de los que la habitamos o estamos concientes, vivamos o no en ella, de que es nuestra casa.
Dentro permanecen nuestros afectos y recuerdos, nuestra familia, nuestros sacrificios, los objetos que hemos ido sumando con muchos esfuerzos. Cuidar su puerta es deber y obligación de todos.
Desde Santa Clara, mayo de 2010
Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2010/n472_05/472_30.html
rJV