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Entrevista al escritor colombiano William Ospina

«Es bueno quitarse de la cabeza que lo que uno hace es su propiedad»

Fuentes: La Ventana

«Fue en las terrazas del Cuzco, un poco después de la toma de la gran ciudad de los incas, donde Gonzalo Pizarro oyó hablar por primera vez de El país de la canela…». Así comienza uno de los capítulos de la novela del también poeta y ensayista William Ospina, quien la tituló justamente, con el […]

«Fue en las terrazas del Cuzco, un poco después de la toma de la gran ciudad de los incas, donde Gonzalo Pizarro oyó hablar por primera vez de El país de la canela…». Así comienza uno de los capítulos de la novela del también poeta y ensayista William Ospina, quien la tituló justamente, con el olfato literario que asiste a los grandes, El país de la canela, premio Rómulo Gallegos 2009, que el escritor colombiano escogió para cerrar por lo alto -con su presentación de la segunda parte de la trilogía- la Semana de Autor que le dedicara Casa de las Américas en su aniversario cincuenta.

Muchos años le ha tomado a William Ospina terminar esta trilogía que, además de El país de la canela, incluye Ursúa, la cual le valiera el Premio Nacional de Literatura; y La serpiente sin ojos, aún por concluir. Y es que el autor del ensayo Los nuevos centros de la esfera tuvo que revisar y estudiar minuciosamente las crónicas, las cartas, los testimonios de la época, además de otros textos fundamentales como Historia de la conquista del Perú, de William Prescott.

«Prescott escribió una suerte de novela descomunal, contando las conquistas del Perú, recopilando toda la información posible e hizo un libro admirable. Yo, aficionado por la historia del «país de la canela» (nombre que no inventé, sino que fue el que esos expedicionarios le dieron a esa región del Ecuador, ubicada detrás de los montes nevados de Quito, en las orillas de los ríos Coca y Napo -por donde entraron Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana, cuando emprendieron, en 1541, el primer viaje que, por accidente, les permitió descubrir el Amazonas-) me sorprendí de que, a pesar de ser tan minucioso en la descripción, no se hubiera detenido a hablar de la expedición de Gonzalo Pizarro en busca de la canela.

«Ese era un episodio muy interesante, muy importante de la primera historia de nuestro continente, después del desembarco de los conquistadores. Pero Prescott no le había prestado ninguna atención. La verdad es que lo mismo había sucedido con Fray Gaspar de Carvajal, quien acompañó a Pizarro y Francisco de Orellana en su exploración.

«Todos esos relatos hablaron profusamente sobre la navegación por los ríos, pero muy poco sobre lo que había pasado antes, así que para mí eran un enigma los preparativos, los primeros pasos. Me interesaba saber, por ejemplo, cuál había sido la suerte de los 4 000 indios que Gonzalo Pizarro arrastró con él por la fuerza y no volvieron nunca.

«Las auroras de sangre, mi libro sobre Juan de Castellanos (quien contó la aventuras de Orellana, de Pedro de Ursúa, pero también cómo eran los pueblos indígenas, regalándonos el poema más extenso de la lengua castellana) fue, de alguna manera, la preparación, el aprendizaje de lo que era el mundo americano en aquellos tiempos. Buscaba contar la Conquista desde una perspectiva distinta a como aparece en los textos escolares: aquella que se presenta desde las carabelas de Cristóbal Colón, desde la perspectiva de los conquistadores.

«Me preguntaba si era posible abordarla desde otro ángulo, y aunque sé que ya desafortunadamente es casi imposible hacerlo verosímilmente desde la sensibilidad de los pueblos americanos -la historia no permitió que quedaran testimonios suficientemente ricos, complejos y vastos de cómo se recibió la Conquista-, pensé que era posible intentar ese relato desde el mestizaje, desde esa suerte de conciencia de que somos mestizos americanos; mestizos de sangre y de sensibilidad, al estilo moderno, lo cual se puede entender muy bien a partir de unos versos de Baudelaire: «Soy la herida y el cuchillo, soy el esclavo y el yugo, el penado y la prisión, la víctima y el verdugo»».

Y entonces, ¿cómo hizo?

-Estudié todos esos testimonios dispersos para armar un mosaico completo de esa historia que había sido contada de una manera fragmentada y en la que había, por supuesto, grandes silencios. De manera que con fragmentos de esa historia y parte de los testimonios, creo haber construido, quizá de la manera más indeseable, por lo atroz, pero tal vez de la manera más verosímil posible, esa historia.

De toda esa abundante historia, ¿qué es lo que cuenta específicamente El país de la canela?

-En un momento de su vida, Pedro Ursúa se encontró con alguien que le contó cómo había sido aquel primer viaje de Orellana. El país de la canela es ese relato que le hacen a Ursúa de cómo fue esa expedición veinte años atrás. Mientras lo escucha, este decide marchar también. No ya a descubrir, sino a conquistar la selva y el río.

«Por supuesto que para mí la diferencia entre estos dos viajes era muy significativa. Los primeros expedicionarios no sabían que existía el Amazonas, pero la segunda incursión era una idea descabellada, sobre todo porque ya conocían de la existencia de la selva y el río, de su desmesura, de su diversidad, de su complejidad. Es decir, que Ursúa concibió la idea más absurda y loca que se le pudo ocurrir a alguien en ese siglo de atrocidades y de locuras».

Pedro de Ursúa es, de hecho, el centro de la primera novela…

-Pedro de Ursúa, quien con diecisiete años ya era el gobernador de Bogotá, antes de irse a conquistar el Amazonas, pasó diez años de su vida en Colombia. Como yo había recorrido mi país en todas las direcciones, quise aprovechar la vida de un aventurero del siglo XVI que también lo había hecho, pero de una manera menos pacífica que la mía. Escribí la novela, Ursúa, imaginado cómo había sido Colombia cinco siglos atrás, cuando los bosques estaban llenos de monos que saltaban por los aires y las sabanas de Bogotá estaban repletas de venados…, describiendo ese costado paradisíaco del mundo americano, con su abundancia exuberante de vegetación y fauna, con aquella pululación de la vida. Quería que los lectores entendieran cómo habían sido saqueadas tantas riquezas, cómo tantos tesoros sagrados habían sido profanados, diezmados, exterminados.

«Cinco siglos es una distancia suficiente para creer que son válidas aquellas palabras de Homero en La Odisea: «Los dioses labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar. De manera que este es mi canto»».

¿Siempre supo que escribiría una trilogía?

-Confieso que no lo supe hasta después. Tampoco pensé que serían novelas, porque ese era un género que yo veía demasiado inaccesible, lleno de deberes, de dudas, de exigencias formales. Después, claro, cuando un toma un poco de confianza y de irresponsabilidad, comprende que si se llama novela por igual a Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y a Ulises, de Joyce, entonces no es que la novela tenga unas pautas demasiado fijas, y que uno puede abandonarse con más libertad al juego no solo de la imaginación, sino de hilvanar una historia tratando de hacerla con la mayor honestidad posible. Esta vez no quería reflexionar sobre ese tema, sino vivir esas historias, poner a los personajes a vivir en esa atmósfera, en ese río, en esa selva.

«Fueron muchas cosas las que me llevaron a la trilogía, pero tal vez la principal de todas fue tratar de contarme a mí mismo cómo era la América de hace cinco siglos, cómo fue ese choque, e intentar corregir algunos de esos silencios para poderme explicar quién soy. Esta trilogía es una necesidad de encontrar respuestas a nuestros orígenes».

¿Cuánto hay de cierto en que La serpiente sin ojos, última parte de la trilogía, será una historia de amor?

-¿Quién lo esperaría? Pero así es. En La serpiente sin ojos narraré cómo, veinte años después del viaje de Orellana, Pedro de Ursúa parte a conquistar el Amazonas; los obstáculos que se atravesaron en su camino y los monstruos que se opusieron a su paso.

«Pedro de Ursúa, ya obsesionado por conquistar al Amazonas, llegó al Perú en busca de recursos para armar su expedición. Allí se encontró con una mujer bellísima: Inés de Atienza, hija de Blas de Atienza (compañero de Núñez de Balboa en el descubrimiento del Mar del Sur) y de una indígena -posiblemente la hermana de Atahualpa. Inés de Atienza se había convertido en una mestiza muy rica con la muerte de su padre primero, y de su esposo después, el encomendero Pedro de Arcos. Ursúa se llegó a enamorar tanto de ella, que olvidó la expedición hasta que los acreedores se encargaron de recordárselo.

«Luego Inés le exigió que se la llevara con él y, aunque se negó, ella halló la manera de convencerlo: sabía que Pedro necesitaba recursos, así que le propuso venderlo todo y ponerlo al servicio de aquella expedición. Y a Ursúa «no le quedó más remedio» que aceptar la oferta. Pero no te contaré el desenlace. Tendrás que esperar por el libro».

¿Se considera Ospina un historiador?

-Para nada. Los historiadores son muy respetuosos de los acontecimientos, de las cronologías y sienten un pudor extremo al hecho de imaginar. Un novelista, por su parte, puede recurrir a la imaginación cada vez que los datos que le ofrece la historia no les son suficientes. Él no se limita, ni se avergüenza demasiado de recurrir a la ficción para reconstruir la Historia.

«El caso más visible es Shakespeare, quien al narrar la muerte del rey Duncan de manos de Macbeth, conocía que este no lo había matado en su palacio, porque había leído las crónicas de Holinshed. Shakespeare sabía perfectamente que Macbeth lo mató en una batalla, pero a él no le convenía que fuese así, quería pintar el retrato de un traidor y para ello la muerte debía de ocurrir en su palacio y a medianoche, violando la regla sagrada de la hospitalidad. Shakespeare se permitió transgredir la historia para que un rasgo de un personaje recobrara una vividez que la mera historia no le daba. Tal vez en ese sentido fue que Napoleón le dijo a Goethe que para él la tragedia estaba por encima de la historia».

Es evidente que si con esta trilogía cuenta parte de la historia de la Conquista, entonces estas novelas están pobladas de seres muy violentos…

-Bueno, la literatura desde hace mucho tiempo gira alrededor de muchísimos seres violentos. Algunos piensan que la literatura se regodea en la violencia y la guerra, pero yo creo que ella lo que hace es interrogar la violencia y la guerra; las considera parte de la memoria humana y trata de encontrar razones para entenderlas.

«Quizá también sea verdad lo que decía el poeta Milton: que la tragedia obra en los hombres como la vacuna, es decir, nos inocula contra la desdicha y nos fortalece contra la fatalidad. Si la violencia de los humanos abunda en la literatura es porque la literatura necesita fortalecernos frente a las crueldades y los horrores que abundan en la historia de la humanidad».

¿Por qué en su obra hay una tendencia a narrar en tercera persona?

-Las cosas que alguien como yo escribe no son del todo confesiones o hechos personales; nacen de muchas preguntas, de muchos diálogos, de situaciones compartidas, y, en esa medida, solo soy autor, en cierto modo, de lo que escribo. Siento que una parte de lo que escribo tiene que ver con la dinámica misma de la lengua, con las preguntas de la sociedad, con la sensibilidad del grupo de personas al que pertenezco. Es bueno quitarse de la cabeza que lo que uno hace es su propiedad. La obra se escribe a través de uno, pero pertenece a muchos. Solo en esa medida vale y es importante.

Usted se encuentra en el grupo de escritores que no gusta de los personajes funcionales…

-En una buena literatura no debería haber personajes de ese tipo. Hasta el personaje más casual que aparezca en una historia debe tener alguna singularidad, un papel que jugar y no estar allí como decorado, como cartón piedra. Uno de los personajes más famosos concebido por Shakespeare ni siquiera aparece en el escenario. Es el bufón de Hamlet. Solo vemos que Hamlet toma la calavera del bufón que en su infancia le había hecho reír y mirándola dice: «Esa calavera tenía lengua y podía en otro tiempo cantar… Aquí, donde están estos huesos, puse yo tantas veces mis besos…». Es de ese modo que Shakespeare logra hacer visible un personaje que nunca estuvo. Sin embargo, todo el mundo recuerda la calavera del bufón que siempre reía.

Una y otra vez la crítica alaba la poesía que engrandece su narrativa.

-Existe una dicotomía un poco falsa sobre la cual se suele hablar mucho: la distinción entre prosa y poesía. Sin embargo, no existe una oposición. Sé que hay diferencias entre verso y prosa, pero ambas requieren de la poesía. Así como existen poemas en prosa -como los que hacían Charles Baudelaire y otros tantos-, también están las prosas poéticas. De igual manera, hay versos que tienen poesía y otros que no. Novalis llevaba la argumentación más al extremo. Él decía: una novela debe estar hecha exclusivamente de poesía. Eso no suena muy bien hoy, pero, para mí, sin la poesía es imposible escribir novelas. Es más: pienso que es deseable que haya poesía en todo. Por supuesto, también en la ingeniería y en la política.

¿A qué aspira William Ospina en la poesía?

-A que haya no solo pensamiento, sino pensamiento, memoria, emoción, sensibilidad, imaginación… todas esas facultades combinándose, jugando, construyendo un equilibrio. Claro, eso se consigue a medida que se hace. Uno no puede tener de antemano el poema pensado, construido, y después tratar de volverlo palabras.

¿Cómo se podría definir su poética?

-Es muy difícil para un escritor postular una poética. Mi experiencia personal me hace sentir que uno nunca sabe cómo se escribe un poema ni cuáles son las claves de una poesía. Mal me vería si dijera: mi poética es tal o cual. Eso significaría que ya aprendí el oficio, cuando con cada poema uno vuelve a aprender. Cada vez que escribo un poema sé que no sé cómo se hace; sé que tengo que lanzarme al vacío e intentar unir las palabras que le den forma a una emoción, a un sentimiento, a una imagen, a un recuerdo.

¿Qué pudiese acabar con una buena prosa?

-La monotonía. Para que la prosa sea válida es suficiente con que no se sienta en ella esa frecuencia que conduce a que todo se vuelva un poco inercial, repetitivo, cacofónico, encasillado en un ritmo. Basta que se sucedan medidas distintas, candencias distintas, para que la prosa exista. Lo que acabaría con una prosa sería la reiteración de los ciclos, porque una prosa es todo lo contrario: muchas medidas de frases distintas alternándose y respirando libertad.

¿Cuánto contribuyó el periodismo a desarrollarse luego dentro de la literatura?

-En verdad nunca me he sentido estrictamente periodista. Me hubiera gustado, lo intenté, pero mi relación con la realidad no era suficientemente satisfactoria como para ser transmisor de la realidad de los demás. Gradualmente me he ido convirtiendo en una especie de periodista de opinión: alguien que primero tuvo, durante muchos años, una columna en una revista, y que ahora la mantiene en un diario. Por fortuna puse como condición que mis opiniones no estuviesen vinculadas a la actualidad, sino que pudiera discurrir sobre cualquier tema: un libro, una película, un viaje, una persona, un afecto… y eso me da un poco más de libertad, porque los temas se agotan.

«A no ser que uno se transforme en un experto en política que está opinando día a día sobre los tejemanejes nacionales o internacionales de esta, los temas se pueden volver muy tediosos para los lectores. Yo trato de hablar de cosas distintas al ritmo del antojo, del capricho o de la necesidad. Y eso es importante para mí en términos literarios, porque a veces uno como escritor, o digamos que como poeta (si me atreviera a usurpar esa condición); como narrador o ensayista, tiende a las ideas fijas, a las obsesiones fijas; a encerrarse en sí mismo y en sus opiniones. Entonces, conviene que algo lo obligue a asomarse al mundo. Para mí, el periodismo es como una fuente de oxígeno para la labor literaria».

¿Le preocupa como ensayista que ese género, a diferencia de la narrativa o la poesía, no tenga tantos seguidores?

-Sería muy deseable que hubiera muchos lectores; no tanto para cada escritor, sino para la cultura en su conjunto. Como hay tantos libros, basta con que unas cuantas personas lean, cada una, esos libros y ya tendremos mucha gente leyendo. No creo que cada novela deba tener millones de lectores. ¡Ojalá!, pero no es lo indispensable. Yo estaría contento si mucha gente estuviera leyendo a Dickens, a Tolstoi, a Thomas Mann, a Dante, y no sé si sería justo que yo le quite tiempo a Dante y a Tolstoi, poniendo a la gente a leerme a mí, pues tengo muchas menos cosas que decir y que enseñar que ellos. Agradezco que algunos me lean, pero si alguien me dice: «me voy a leer a Shakespeare», aplaudiré esa decisión, pues me parece la más sabia. Se trata de que los libros tengan los lectores que están verdaderamente dispuestos a dejarse llevar por esa aventura. Mientras haya alguien leyendo La divina comedia, a Ray Bradbury, Kafka, bueno, el mundo se estará salvando.

Sin embargo, usted fue elegido por los lectores de su país el escritor más leído entre 2005 y 2006…

-Bueno, en Colombia se hace un concurso donde los lectores votan. No son muchos, pero, claro, son muy valiosos porque no solo están atentos a esas convocatorias, sino porque son voceros de una comunidad. Y para mí ese es un reconocimiento muy honroso. Es casi más honroso que lectores anónimos voten por un libro a que unos cuantos grandes conocedores de la literatura lo hagan. Por lo menos son dos honores distintos.

De cualquier manera, ese premio indica que ha logrado conseguir una manera de atrapar a los lectores. ¿Cómo debe narrarse una historia para que suceda el «milagro»?

-Como se han contado siempre: con pasión, con sinceridad, tratando de hacerlo con belleza, con fuerza, con vividez; creyendo en lo que se cuenta y en los personajes; dejándose sorprender por ellos y buscando conservar la salud del lenguaje.

«El mundo ha contado con excelentes narradores a lo largo del tiempo. Los primeros eran anónimos, es decir, los autores de la Chanson de Roland, de la Biblia, sabían contar muy bien e inventaban recursos para hacerlo. Hay un extraordinario libro de un autor alemán: Erich Auerbach, titulado Mímesis, que es un interesante rastreo de cómo se ha contado la realidad en la literatura, desde Homero, Petronio, Dante, Cervantes…, y qué ha aportado cada una de esas grandes voces en la técnica de atrapar la realidad y convertirla en relato.

«Es un libro fabuloso, donde comprobamos que hemos ido acumulando una serie de destrezas, de recursos a los que no debemos renunciar, sino, por el contrario, insistir en su aprovechamiento y refinarlos cada vez más.

«El arte de hacer reminiscencias es aquí ejemplificada por Auerbach a través de Homero. Explica que este narra que Ulises regresa a Ítaca disfrazado de mendigo, donde nadie lo identifica, y lo llevan a la cocina de su palacio, en la cual su vieja esclava le lava los pies. Cuando ella nota la cicatriz de la pierna y lo reconoce, entonces Homero detiene el relato y se dedica a describir cómo Ulises se hizo la herida. Auerbach dice: en ese momento la literatura descubrió la posibilidad de hacer un paréntesis y volver al pasado a reconstruir un hecho antes de seguir con la narración. Eso que en el cine se llama flashback, fue inventado por Homero. Desde entonces nadie ha renunciado a ese ni a otros recursos que están ahí esperando porque los utilicemos».

Vivió en Europa durante tres años, como intentando descubrir al viejo mundo. ¿Qué le aportó esa experiencia?

-Me ayudó a ver a América Latina. Por primera vez tuve una sensación de América Latina viviendo en Francia, porque por primera vez tuve contacto con mexicanos, argentinos, chilenos, venezolanos…., lo que antes no había sido posible en Colombia. Nuestros países permanecían como compartimentados y muy encerrados en sí mismos, treinta años atrás. Ahora nos hemos abierto un poco más, pero entonces el contacto era ínfimo. De ahí que París cumplía con esa labor de condensar, de unir, de convocar.

«Eso despertó en mí un interés nuevo en relación con nuestro continente y cuando volví a Colombia viví mi descubrimiento de América, lo que no había sucedido durante mi adolescencia, cuando soñaba con esas tierras lejanas y exóticas, con esas fuentes remotas de nuestra cultura. Ir a encontrarme con Europa me ayudó a sentir más curiosidad por América, por mis orígenes. Desde entonces no he dejado de vivir cada día mi asombro americano; mi descubrimiento de América».

¿Cómo recibió la noticia de que, en el aniversario cincuenta de Casa de las Américas, le dedicarían la Semana de Autor?

-Muy agradecido y feliz. La Semana de Autor fue una ocasión estupenda para reencontrarme con Cuba y los lectores cubanos. Solo cuando ocurre este tipo de eventos uno como autor logra arrojar una mirada de conjunto a su obra. Al menos yo casi nunca lo hago sobre las cosas que he escrito. Sé que escribo poemas y que he publicado libros de poesía; sé que escribo ensayos y que he publicado varios libros de compilaciones de ensayos; y que ahora escribo novelas. Pero no suelo ponerme a pensar sobre las relaciones que existen entre unos y otros, de qué manera hay una continuidad o si todos esos libros forman un mosaico de determinado tipo. De modo que para mí han sido muy interesantes esas reflexiones, así como tener la posibilidad de alimentar de ellas el trabajo literario que aún estoy por hacer.

«Mi vínculo con Casa de las Américas comenzó hace nueve años cuando se publicó aquí El país del viento. Después recibí el premio Ezequiel Martínez por Los nuevos centros de la esfera. Por ello he estado muy complacido de haber podido presentar El país de la canela y mantener este diálogo, que espero no se detenga, lo cual me permitirá regresar muchas otras veces a esta Isla que quiero tanto».

Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=5650