Traducido para Rebelión por LB
Zapeando por los canales de televisión me topé con una entrevista al nieto de Mahatma Gandhi en una cadena estadounidense (la Fox: ¿pueden creerlo?).
«Mi abuelo nos dijo que amáramos a nuestros enemigos, incluso mientras luchábamos contra ellos«, dijo. «Él luchó decididamente contra los británicos, pero amaba a los británicos» (cito de memoria).
Mi reacción inmediata fue: ¡tonterías, el típico deseo piadoso de los bienintencionados! Pero entonces recordé de pronto que en mi juventud yo mismo había sentido exactamente lo mismo cuando a la edad de 15 años me enrolé en el Irgún. Me gustaban los ingleses (así llamábamos a los británicos), el idioma y la cultura inglesas, pero estaba dispuesto a arriesgar mi vida para expulsar a los ingleses de nuestro país. Cuando le dije eso a la comisión de reclutamiento del Irgún mientras permanecía sentado bajo una luz brillante que me alumbraba los ojos, faltó poco para que me rechazaran.
Pero las palabras del nieto de Gandhi me hicieron reflexionar más seriamente. ¿Se puede hacer la paz con un adversario al que se odia? ¿Es posible alcanzar la paz sin una actitud positiva hacia el otro lado?
A primera vista la respuesta es «sí». Los autodenominados «realistas» y «pragmáticos» dirán que la paz es una cuestión de intereses políticos, que no hay que mezclarla con los sentimientos (esos «realistas» son personas que no pueden imaginar otra realidad, y esos «pragmáticos» son personas incapaces de pensar a largo plazo).
Como es bien sabido, la paz se hace con los enemigos. Uno hace las paces con el fin de detener una guerra. La guerra es el reino del odio, deshumaniza al enemigo. En todas las guerras el enemigo es presentado como sub-humano, malvado y cruel por naturaleza.
Se supone que con la paz se pone fin a la guerra, pero no se promete cambiar de actitud hacia el enemigo de ayer. Dejamos de matarlo, pero eso no quiere decir que comencemos a amarlo. Cuando llegamos a la conclusión de que va en nuestro propio interés detener la guerra en lugar de continuar con ella, eso no significa necesariamente que nuestra actitud hacia el enemigo haya cambiado.
He aquí una paradoja intrínseca: la idea de la paz surge mientras se libra la guerra. De ello se deduce que la paz la suelen planear los que todavía están en guerra, aquellos que todavía están en las garras de una mentalidad de la guerra, lo cual puede torcer su pensamiento.
El resultado puede ser un monstruo, como el infame Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Aquel tratado pisoteó a la vencida Alemania, la robó y, lo peor de todo, la humilló. Muchos historiadores creen que ese tratado tuvo gran parte de culpa en el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que fue aún más devastadora (de niño crecí en Alemania bajo la oscura sombra del tratado de Versalles, así que sé de lo que estoy hablando).
Mahatma Gandhi lo comprendió. No sólo era una persona muy moral, sino también muy sabia (si es que realmente hay alguna diferencia entre ambas cosas). Yo no estaba de acuerdo con su oposición a resistir con la fuerza a la Alemania nazi, pero siempre he admirado su genio como líder de la liberación de la India. Se dio cuenta de que la principal tarea de un líder de la liberación consiste en moldear la mentalidad de la gente que desea liberar. Cuando cientos de millones de indios se enfrentaban a unas pocas decenas de miles de británicos el principal problema no era derrotar a los ingleses, sino conseguir que los propios indios desearan la liberación y una vida en libertad y armonía. Que aspiraran a hacer la paz sin odio, sin deseos de venganza, con el corazón abierto, dispuestos a reconciliarse con el enemigo de ayer.
En ese aspecto el éxito de Gandhi fue solamente parcial, pero su sabiduría iluminó el camino de muchos. Dio forma a gente como Nelson Mandela, que instauró una paz sin odio y sin venganza, o como Martin Luther King, que invitó a la reconciliación entre blancos y negros. También nosotros tenemos mucho que aprender de esa sabiduría.
Esta semana un experto en análisis de comicios apareció en un programa de televisión israelí. El profesor Tamar Harman no analizó los resultados de una o dos elecciones sino de la totalidad de las elecciones celebradas en las últimas décadas.
El profesor Harman confirmó estadísticamente lo que todos percbimos en nuestra vida cotidiana: que existe en Israel un movimiento continuo, a largo plazo, [que está desplazando al público] desde los conceptos de la derecha a los conceptos de la izquierda. La solución de los dos Estados es ahora aceptada por una amplia mayoría. La gran mayoría también acepta que la frontera debe basarse en la Línea Verde, con canjes de territorio que dejarán en el interior de Israel los grandes bloques de asentamientos. El público acepta que el resto de los asentamientos deben ser evacuados. Incluso acepta que los barrios árabes de Jerusalén oriental formen parte del futuro Estado palestino. La conclusión del experto: se trata de un proceso continuo, dinámico. La opinión pública [israelí] sigue moviéndose en esa dirección.
Recuerdo aquellos lejanos días de la década de 1950 cuando por primera vez propusimos esa solución [de los dos Estados]. En Israel y en el mundo entero no habría cien personas partidarias de esa idea (la resolución de la ONU de 1947, que proponía exactamente lo mismo, había sido borrada de la conciencia pública por la guerra, tras la cual Palestina quedó dividida entre Israel, Jordania y Egipto.) En una fecha tan tardía como 1970 deambulaba yo por los pasillos del poder en Washington DC, de la Casa Blanca al Departamento de Estado, tratando de dar con un solo estadista importante que apoyara la idea de los dos Estaos. El público israelí se oponía casi unánimemente a ella, igual que la OLP, que incluso publicó un libro titulado Uri Avnery y el neo-sionismo.
Ahora ese plan es apoyado por un consenso mundial que comprende a todos los Estados miembros de la Liga Árabe. Y, según el profesor, también cuenta con el apoyo del consenso israelí. Nuestra extrema derecha acusa ahora a Binyamin Netanyahu por escrito y de palabra de estar implementando lo que ellos llaman el «diseño Avnery».
Así que, en realidad, debería encontrarme muy satisfecho, contento de ver cómo en los noticiarios se habla ya de «dos Estados para dos pueblos» como una verdad evidente por sí misma.
Entonces, ¿por qué no estoy satisfecho? ¿Soy un gruñón profesional?
Me he autoexaminado y creo que he descubierto la causa de mi insatisfacción.
Cuando se habla hoy de «dos Estados para dos pueblos» casi siempre se vincula ese concepto a la idea de «separación». Como dijo Ehud Barak con su incomparable estilo: «Nosotros estaremos aquí y ellos estarán allí«. La frase evoca su imagen de Israel como «un chalet en medio de la jungla». Estamos rodeados de bestias salvajes dispuestas a devorarnos, y nosotros en el chalet debemos levantar un muro de hierro para protegernos.
Así es como se está vendiendo a las masas la idea de los dos Estados. Está ganando popularidad porque promete una separación definitiva y total: perdámoslos de vista, que tengan su Estado, por el amor de Dios, y que nos dejen solos. La «solución de los dos Estados» se realizará, viviremos en la «Nación-Estado del pueblo judío», que será una parte de Occidente, y «ellos» vivirán en un Estado que formará parte del mundo árabe. Entre nosotros se alzará un alto muro que será parte del muro de separación entre las dos civilizaciones.
De alguna manera, todo esto me recuerda las palabras que Theodor Herzl escribió hace 114 años en su libro El Estado Judío: «En Palestina (…) seremos para Europa una parte del muro contra Asia, serviremos como vanguardia de la civilización contra la barbarie«.
No era esa la idea que estaba en la mente del puñado de personas que abogaron desde el principio por la solución de los dos Estados. A ellos les animaban dos tendencias interrelacionadas: el amor a la tierra (es decir, a toda la tierra comprendida entre el Mediterráneo y el Jordán) y el deseo de reconciliación entre sus dos pueblos.
Sé que a muchos les sorprenderán las palabras «amor a la tierra». Al igual que muchas otras cosas, esa noción ha sido secuestrada y patrimonializada por la extrema derecha. Nosotros se lo hemos permitido.
Mi generación, que recorrió el país de cabo a rabo mucho antes de que surgiera el Estado [de Israel], no trató a Jericó, Hebrón y Nablus como si fueran territorio extranjero. Los amamos. Nos emocionaban profundamente. Todavía los amo. En el caso de algunas personas, como el difunto escritor de izquierdas Amos Kenan, este amor se convirtió casi en obsesión.
Los colonos, que incesantemente proclaman su amor al país, lo aman como un violador ama a su víctima: violan el país y quieren dominarlo por la fuerza. Eso es visible en la arquitectura de las fortalezas que construyen en la cima de los cerros, barrios fortificados con tejados de teja suizos. Ellos no aman el país real, los pueblos con sus minaretes, las casas de piedra con sus ventanas de arco anidadas en las laderas y fundidas con el paisaje, las terrazas cultivadas hasta el último centímetro, las ramblas y los olivares. Sueñan con otro país y quieren construirlo sobre las ruinas de la tierra amada. Kenan lo expresó con pocas palabras: «El Estado de Israel está destruyendo la Tierra de Israel«.
Más allá del romanticismo, que tiene su propia validez, nosotros queríamos reunir al desgarrado país de la única manera posible: a través de la asociación de los dos pueblos que lo aman. A pesar de todas sus similitudes, estas dos entidades nacionales son diferentes en cultura, religión, tradiciones, idioma, escritura, modos de vida, estructura social y desarrollo económico. Nuestra experiencia de vida, y la experiencia de todo el mundo, en esta generación más que en cualquier otra, ha demostrado que pueblos así no pueden vivir en un único Estado (Unión Soviética, Yugoslavia, Checoslovaquia, Chipre, y quizás también Bélgica, Canadá, Irak). Por lo tanto, surge la necesidad de vivir en dos Estados, uno junto al otro (con la posibilidad de una futura federación).
Cuando llegamos a esa conclusión después de finalizada la guerra de 1948, concebimos la solución de los dos Estados no como un plan para la separación sino, al contrario, como un plan para la unidad. Durante décadas hemos hablado de dos Estados con una frontera abierta entre ellos, con una economía común y con libre circulación de personas y mercancías.
Esos fueron los motivos centrales en todos los planes para la «solución de los dos Estados». Hasta que llegaron los llamados «realistas» y se apropiaron del cuerpo sin el alma, reduciendo el plan vivo a un montón de huesos secos. Igualmente, en la izquierda muchos estaban dispuestos a aprobar el programa de separación en la creencia de que este enfoque pseudo-pragmático sería más fácil de vender a las masas. Pero en el momento de la verdad este enfoque falló. Las «conversaciones de paz» colapsaron.
Propongo volver a la sabiduría de Gandhi. Es imposible movilizar a las masas sin una visión. La paz no es sólo ausencia de hostilidades, ni el producto de un laberinto de vallas y muros. Tampoco es una utopía tipo «el lobo conviviendo con el cordero». Se trata de un verdadero estado de reconciliación, de colaboración entre pueblos y seres humanos que se respetan mutuamente, que están dispuestos a satisfacer los intereses del otro, a comerciar entre sí, a forjar relaciones sociales y -quién sabe- aquí y allá, incluso a gustarse el uno al otro.
En dos palabras: dos Estados, un futuro común.
Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1285413817/