Los quince últimos años han consolidado en el País Valenciano un modelo urbanístico depredador de recursos y fuente de jugosas plusvalías para élites políticas y vinculadas al ladrillo. Antonio Montiel dedica una parte de «El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano» (Icaria 2011) a explicar el fenómeno y desmontar los entramados […]
Los quince últimos años han consolidado en el País Valenciano un modelo urbanístico depredador de recursos y fuente de jugosas plusvalías para élites políticas y vinculadas al ladrillo. Antonio Montiel dedica una parte de «El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano» (Icaria 2011) a explicar el fenómeno y desmontar los entramados jurídicos, políticos y empresariales que subyacen a la «cultura del pelotazo» valenciana.
Tal vez sea Enrique Bañuelos, fundador de la empresa Astroc en 1992, uno de los mejores ejemplos del agio ligado a la construcción con origen en el País Valenciano. Este hombre «de éxito», dedicado a la «gestión del suelo» y a la especulación cortoplacista, consiguió que el valor de las acciones de Astroc se multiplicara por 12, sin razón aparente, en apenas un año. A principios de 2007 la revista Forbes sitúo a este advenedizo en el número 95 dentro de los personajes más ricos del mundo. Hasta que en abril de 2007 pinchó la burbuja y se desplomaron las acciones de la empresa.
O el grupo Inmobiliario Llanera, que suspendió pagos en 2007 tras embarcarse -con el Instituto Valenciano de la Vivienda (IVVSA) de la Generalitat- en el proyecto Nou Mil.leni: reclasificación de 1,7 millones de metros cuadrados de suelo agrícola a «urbanizable» para la construcción en Catarroja (a 10 kilómetros de Valencia) de 12.000 viviendas y un centro comercial. Pero no sólo esto. Llanera patrocinaba equipos de fútbol de la Premier League, orquestas sinfónicas y «gestionaba» en 2007 hasta 40 millones de metros cuadrados de suelo en todo el estado español.
En el libro publicado junto a José Manuel Naredo, Antonio Montiel insiste en la relevancia del contexto legislativo y, en concreto, de una ley trascendental para la comprensión del caso valenciano: la Ley Reguladora de la Actividad Urbanística (LRAU), aprobada en 1994. La filosofía que justificaba este nuevo texto legal consistía en achacar, de manera falaz, el elevado precio de la vivienda a la escasez de suelo. La aparente solución era, por tanto, generar un mayor volumen de suelo urbanizable.
En la práctica esto se tradujo en la aprobación masiva de proyectos que reclasificaban suelo (de «rustico» a «urbanizable»), sin que los Planes Generales constituyeran ya un criterio superior que pusieran orden y concierto en el modelo territorial. Las previsiones del documento de planeamiento «eran susceptibles de alteración recurriendo al sencillo expediente de aprobación de un Programa, Plan Parcial, Especial o de Reforma Interior», afirma Montiel.
Grandes bolsas de suelo agrícola pasaron entonces a considerarse susceptibles de urbanización. Entre 2003 y 2006 se reclasificaron 75 millones de m2 de suelo no urbanizable y, en la Conselleria de Territorio, había propuestas para la reclasificación de otros 194,5 millones de m2 (tanto dentro de los planes generales como al margen de los mismos).
Pero no sólo influyó en la vorágine urbanizadora el cambio del marco legal. El descenso de los tipos de interés, la menor rentabilidad de las bolsas y la acumulación de capitales para blanquear ante la llegada del euro convirtieron al negocio inmobiliario en un pingüe reclamo. Particulares o empresas adquirieron con frecuencia derechos de propiedad o simples opciones de compra, a precio de suelo rústico, para después lograr la reclasificación de terrenos y revender sus derechos. Así se fraguaba el «pelotazo» urbanístico sin mover un palmo de suelo.
El modelo valenciano resultaba propicio para el florecimiento de una nueva clase empresarial especializada en el negocio fácil. Un ejemplo, entre otros muchos, Cuartell SL, empresa urbanizadora que, con 3.200 euros de capital social y un solo empleado (según los datos del Registro Mercantil), presentó en el Ayuntamiento de Sagunto una proyecto para construir 30.000 viviendas, un campo de golf y una marina sobre 11,5 millones de m2 de suelo no urbanizable. Finalmente no cuajó la iniciativa.
La acumulación de ingentes patrimonios de suelo en manos de unos pocos no conocía precedentes. Datos del Ministerio de la Vivienda de diciembre de 2007 (en vísperas del estallido de la «burbuja inmobiliaria») alertaban de que sólo en la provincia de Valencia, diez sociedades acaparaban 609 hectáreas de suelo con expectativas de edificación. El área inmobiliaria de la caja de ahorros Bancaixa gestionaba 56 millones de m2 de suelo. Se sentaban las bases, así, para darle la vuelta al tradicional modelo minifundista del País Valenciano.
Los controles públicos brillaban por su ausencia en medio de la hegemonía neoliberal y el festín desregulatorio. Los ayuntamientos, acuciados por una crónica escasez de recursos, se entregaban a la fiebre del ladrillo. La financiación irregular de los partidos asomaba en el trasfondo de algunos megaproyectos. Tampoco los municipios ejercían de manera contundente las competencias en disciplina urbanística (El País Valenciano contaba en 2006, según informaciones periodísticas, con 92.000 viviendas ilegales). Y el ladrillo figuraba en la trastienda de muchas de las mociones de censura (con o sin tránsfugas) en los consistorios.
Más grave aún, si cabe, que la inhibición municipal fue la dejación de funciones de la Generalitat Valenciana (en manos del PP desde 1995). A los gobiernos de Zaplana, primero, y Camps, después, les correspondía la máxima autoridad en materia de Urbanismo y la Ordenación del Territorio. Antonio Montiel insiste en que «una posición ideológica ultraliberal, contraria a la intervención pública en la ordenación del territorio, ha caracterizado al gobierno valenciano desde 1995».
Y todo ello, sin que puedan apreciarse las supuestas bondades con las que se vendió el modelo. A pesar de que la LRAU sacó al mercado 30 millones de m2 de suelo (según la asociación de promotores inmobiliarios de la Comunidad Valenciana), el precio por m2 de la vivienda libre, entre 1997 y 2007, superó ampliamente la media nacional. Ni mucho menos se le dio un impulso a la vivienda social: se pasó de las 15.224 viviendas protegidas calificadas en 1997, a 8.040 en 2005. Si acaso, la escasez de VPO sirvió a los lobbies del sector para pedir más reclasificaciones de suelo. Tampoco se fomentó el alquiler.
Puestos a citar víctimas del ladrillo, la vorágine urbanizadora se cebó particularmente con el medio ambiente y, sobre todo, con una franja litoral cada vez más colmatada. El LLibre Verd del Territori Valencià apunta que en 2004 cada km2 del País Valenciano soportó 288 toneladas de cemento, cinco veces por encima de la media europea y tres de la media española. Entre 2000 y 2006, la demanda de energía primaria crecía 9 puntos más que la población. Y la demanda humana de agua por unidad de superficie doblaba el promedio estatal.
Los ecos del desmadre llegaron a Europa. Uno de los hitos de la eterna querella ente la UE y el ejecutivo de Camps lo constituye el «Informe Auken». Aprobado en marzo de 2009, el informe critica duramente y pide un cambio en la política urbanística de los gobiernos valenciano y estatal, sobre todo por la desmedida ocupación de suelo y las afecciones sobre la ordenación del territorio. Las objeciones de Europa se centraban en los efectos perversos de la LRAU y en la norma que la sustituyó en 2005, la Ley Urbanística Valenciana (LUV).
Ahora bien, si el paradigma desarrollista cuajó no sólo fue por la connivencia de las élites del ladrillo y los poderes municipales y autonómicos. El valenciano de a pie, aunque sin el mismo grado de responsabilidad, también se sumó al carro especulativo. Explica Antonio Montiel que este modelo «expansivo y depredador ha calado más rápida y profundamente de lo que podría esperarse entre una buena parte de la sociedad. Deslumbrados, algunos, por esta fantasía floridiana y espoleados, otros, por la inminencia de insospechados beneficios, mucha gente acabó por asumir el modelo».
Pasado el tiempo, y con la resaca de la crisis, la mejor postal del estos quince años de urbanismo desbocado son los proyectos con sus cifras, muchos de ellos ahora parados por la falta de financiación y la escasa demanda inmobiliaria. El Manhattan de Cullera (33 torres de 25 alturas, dos de 40 y un puerto deportivo), el Plan Rabassa de Alicante (una macrourbanización con 13.500 viviendas) o Marina d’Or Golf (un parque temático con varios campos de golf, siete hoteles y 37.000 viviendas) han marcado una época.
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