Hay dos cosas que no parecen prestarse a dudas. Una es que el hecho de tener puede generar, en vez de satisfacción con lo poseído, afán de tener cada vez más. Otra, que la mala conducta, si se generaliza o deviene hábito, crea una cultura que valida la complicidad con lo mal hecho. He ahí […]
Hay dos cosas que no parecen prestarse a dudas. Una es que el hecho de tener puede generar, en vez de satisfacción con lo poseído, afán de tener cada vez más. Otra, que la mala conducta, si se generaliza o deviene hábito, crea una cultura que valida la complicidad con lo mal hecho. He ahí quizás el mayor peligro de una sociedad impregnada por la corrupción. Si ello puede afirmarse en sentido general, cabe enfatizarlo particularmente en una realidad como la cubana, comprometida con ideales de justicia social incompatibles con actitudes corruptas.
El bloqueo, de severos efectos extraterritoriales, que le ha impuesto el gobierno estadounidense a Cuba es causa mayor del desabastecimiento que sufre este país. Esa verdad no es motivo para desconocer la influencia que, por diversos caminos, ejercen los desafíos de un modo de producción tan justiciero como requerido de aprendizajes y replanteamientos profundos. Pero tales desafíos se agravan como resultado del bloqueo, que año tras año suscita el repudio de la comunidad internacional.
En semejantes circunstancias, Cuba sufre el apogeo de modos de sobrevivencia asociados al individualismo y a las «artes» del robo, enmascarados con voces como luchar y resolver, en un país cuya población, especialmente en los sectores más menesterosos, robar y ladrón (o ladrona, si no queremos sucumbir al machismo lingüístico) figuraban entre los mayores insultos imaginables. Para cualquier persona que se respetara era cuestión de honor poder decir de sí misma: «Pobre, pero honrado» (u «honrada»).
Esa expresión tenía mucho de médula discriminatoria asociada a la percepción clasista dominante, pues no se empleaba una similar en los casos de los cuales pudiera decirse: «Rico, pero honrado» (o «rica, pero honrada»). No obstante, daba camino a la declaración de una voluntad ética que hoy estamos muy lejos de no necesitar. Se han desarrollado modos de complicidad que a menudo involucran en el mecanismo de la lucha y la resolvedera a personas honradas. Que estas sean víctimas de una red comercial tan «sumergida» como eficiente no le resta ni peso ni significación a esa realidad. Pero tampoco mengua el dramatismo, o sesgo patético, presente en el hecho de que la víctima prefiera seguir siéndolo antes que perder los asideros que tal red le proporciona.
En ello tienen una aliada segura los beneficiarios de las deformaciones. Puede la víctima considerar normal, y hasta necesario y deseable, que haya personas corruptas capaces de inventar -otra de las palabras puestas en acción– para suministrarle artículos y productos de primera necesidad incluso. No importa, por ejemplo, si la leche en polvo proviene de círculos infantiles u hospitales, con lo que deja de llegar a sus destinatarios, ya sean niños y niñas o personas enfermas de cualquier sexo y edad. La cuestión es sobrevivir.
El cliente, en acto masoquista, llega a aceptar como norma la voluntad del vendedor que lo estafa sistemáticamente en el peso de las mercancías. Las libras, en básculas cuyo fiel se rige por manipulaciones «misteriosas», se alejan cada vez más, por defecto, de las dieciséis onzas, y si de volumetría se trata, los aportes son indescifrables. Todo eso ocurre a pesar de los niveles de instrucción masiva propiciados por una Revolución que da escuela, gratis, tanto a hijos e hijas de delincuentes como de personas honradas.
Pero al igual que se falsea el pesaje, puede adulterarse el carácter del producto vendido. Especialmente en zonas donde se comercializa leche fresca, personas dignas de crédito cuentan que a menudo tienen que hervirla en exceso, para que se evapore el agua que le sobra. Como lamentablemente la lluvia escasea, será difícil explicar el «bautizo» como efecto de aguas pluviales caídas por azar en los contenedores de la leche.
En mi infancia tuve familiares que criaban vacas y vendían leche, y le echaban agua para aumentar las ganancias. Era un acto repudiable y, sin embargo, en esa época ocurría que el lechero dejaba las botellas de leche a la puerta del cliente, y, como norma, nadie se las robaba. Pero de entonces viene un refrán que hoy se oye poco: «Al lechero no lo apresaron por echarle agua a la leche, sino por hablar». En otras palabras: el mayor peligro no estaba en delinquir, sino en que se descubriera el delito.
Hoy el repudio debería recaer, en primer lugar, sobre la comisión de la falta. De un lado, el país -por medio del Estado, que administra la propiedad social- paga a los productores de leche precios que ya no justifican el desinterés que pesaba sobre la producción de un alimento de gran importancia, sobre todo, para la población infantil; y su manipulación debería estar en concordancia con esa realidad. De otro lado, la nación está enfrascada en la reordenación, para hacerlo más eficiente y humano, de un sistema responsabilizado con la justicia y con el cultivo de la decencia.
En semejante contexto es natural que la población aumente su exigencia a productores e intermediarios por la calidad de los productos y servicios que recibe, máxime, pero no solamente, si se destinan a niñas y niños. De ahí que merezca un alto reconocimiento el esfuerzo hecho por campesinos aislados, y por la organización que reúne al campesinado del país -la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños-, para erradicar hábitos y deformaciones contrarios a los principios que debemos defender.
Ese esfuerzo rinde tributo a los fines con que se fundó dicha organización gremial, en cuyo nombre se prefirió la incorrección presente en el sintagma Agricultores Pequeños -que técnicamente debía ser Pequeños Agricultores-, para que su sigla fuera ANAP, no ANPA, y evitar indeseables resonancias acústicas y de significación. Nuestros campesinos humildes ocupaban un lugar destacado entre los merecedores de la frase, especie de blasón heráldico, «pobre, pero honrado».
Si antes las circunstancias podían forzarlos a maniobras para sobrevivir, la Revolución ha creado las condiciones, señaladamente en lo que atañe a la remuneración aplicada a la leche en años recientes, para que cultiven la vocación de honradez que los caracteriza. En esa búsqueda la dirección de la ANAP y de las organizaciones políticas y de masas de su ámbito, así como los campesinos y las campesinas que personalmente apoyan tal empeño, merecen el aprecio y el respaldo de la sociedad.
Nadie está ni debe sentirse autorizado a dificultar el logro de tan digno propósito, anteponiéndole el recuerdo o la herencia de tiempos en que nuestros campesinos podían verse obligados a adulterar, para sobrevivir, un producto que requiere los cuidados que la leche necesita para ser la aliada de la salud, como debe seguir siendo en todos los casos. Si nadie está autorizado a entorpecer el logro de un afán como ese, mucho menos lo están quienes para su consumo personal dispongan de leche de alta calidad, y de café puro.
Avalar la corrupción en una parcela de la sociedad constituye un modo de inocularle a toda ella agentes patógenos capaces de infectarla hasta grados imprevisibles. En las condiciones actuales no es seguramente el acervo ético el que más nos sobre o menos necesitemos. Tal vez, por el contrario, nos urja fomentarlo, crearlo, refundarlo, reordenarlo, y no por cierto menos que nuestros mecanismos y recursos económicos. En caso de que aun obviándolo pudiera lograrse un país eficiente, lo más probable sería que la eficiencia no lo librase de prácticas y hábitos que lo harían indeseable.
Por eso resultó estimulante que en la discusión sobre los Lineamientos del Partido y la Revolución numerosas voces reclamaran enfatizar la necesidad de atender el desarrollo de las ciencias sociales y el cultivo de los valores. Y fue reconfortante que la dirección del país, y el Congreso del Partido, que aprobó los Lineamientos, acogieran respetuosamente esos reclamos, a despecho del murete de contención por el que parecían abogar pragmáticos y pragmatiquillos variopintos.
Las modificaciones introducidas en los Lineamientos a partir de los debates masivos en el seno de la población, ratificaron la voluntad de perfeccionamiento republicano y socialista de nuestra sociedad. Corroboraron, además, si no principalmente, que el destino de una «empresa» magna como la patria no es cosa que deba confiarse a equipos de especialistas, por muy sabios, diestros y honrados que sean: esa es una responsabilidad del pueblo en pleno, único propietario de los bienes sociales del país, y en cuyo seno están quienes trabajan y hacen posible el avance y el bienestar de la nación.
Hace poco me tocó ofrecer una charla en un buen encuentro, celebrado en Sancti Spíritus, acerca de la República neocolonial, a la que de ninguna manera se le debe regalar el nombre la República, pues la nuestra nació en Guáimaro en 1869, y hoy enarbola junto con la bandera de la patria las del socialismo. Al final, un joven profesor combinó una pregunta con una anécdota, que es pertinente recordar. Según él, un relevante periódico nacional había podado un texto suyo, no precisamente en cualquier parte, sino en una cuya supresión resulta significativa.
En su texto el profesor había citado, de uno de los memorables artículos de Martí, «Maestros ambulantes», estas dos afirmaciones que el periódico mantuvo: «Ser bueno es el único modo de ser dichoso» y «Ser culto es el único modo de ser libre». A ellas Martí añadió inmediatamente: «Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno». Esa parte fue la que, según el profesor, la publicación suprimió, y el hecho suscita algunas reflexiones, empezando por recordar lo que Martí agregó a esas palabras: «Y el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza».
Pero sigue en pie una pregunta: ¿la supresión se debió a la implacable tiranía del espacio, tan pesada por lo general en un órgano de prensa en el que la escasez de páginas obliga a regatear centímetros cuadrados, o fue un modo de censurar tendenciosamente a Martí, sí, a nadie menos que a Martí? Las viñas del señor permiten imaginar diversas respuestas, pero no hay que sucumbir a las especulaciones: mucho más productivo resulta ahondar en el pensamiento martiano, tan vivo y necesario. Sobre todo cuando se trata de crear una cultura anticorrupción que nos resulta cada vez más acuciante.
Sin tiempo ni espacio para más, apuntemos que, en un artículo de divulgación y finalidad educativa, Martí habla de «lo común de la naturaleza humana», no de una vanguardia capaz de anteponer el deber y la generosidad de signo colectivo a las aspiraciones personales. Y es insoslayable recordar que él escogió ser pobre, escribió que «si se es honrado y se nace pobre, no hay tiempo para ser sabio y ser rico», y echó su suerte con los pobres de la tierra. Utilizado por él en el contexto citado, el término prosperidad no significará opulencia inmoral, sino bienestar suficiente para no estimular la búsqueda de supervivencia turbia.
Debería ser fácil comprenderlo en un ambiente revolucionario marcado no por la aspiración de la miseria generalizada, sino del bienestar común, propósito contra el cual han conspirado obstáculos como los aludidos al inicio del presente artículo. También debería ser fácil comprender el sentido del citado reclamo martiano cuando la vida muestra a cada paso la corrosión moral propiciada por las penurias materiales.
Pero menos aún debe olvidarse la constante prédica de Martí en favor de valores morales y éticos por encima del confort. En una circular, escrita por él, de la delegación del Partido Revolucionario Cubano a los clubes (organizaciones de base) de esa organización política, ratificó su actitud y su perspectiva frente a la pobreza ineludible de las fuerzas que primaban en la defensa de la patria: «Que nadie detenga su paso. Véase el cuadro admirable, y nadie se quede fuera de él. No importa que aquí o allá se esté en pobreza: la realidad ha de tenerse en cuenta siempre, y no se pondrá en agonía a los pobres; para ellos ha de ser principalmente la libertad, porque son los más necesitados de ella, y no se les ha de agobiar en nombre de ella: la pobreza pasa: lo que no pasa es la deshonra que con pretexto de la pobreza suelen echar los hombres sobre sí».
Únicamente con una actitud como esa, que él encarnó como suprema realización en su vida, podrá el país lograr que la lucha por conseguir la eficiencia económica necesaria vaya informada por los valores éticos que la harán digna. Sin ellos la nación sería, en el menos malo de los casos, una maquinaria útil para portadores de aspiraciones pragmáticas. Pero, así, lo más probable sería que parase en fuente de ganancias para voluntades espurias.
Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/18583/18583.html