Pasado, presente y futuro son categorías unidas de forma inseparable en los procesos de construcción social. Las identidades individuales y colectivas se construyen día a día, sobre la interpretación de un pasado que se establece como guía para el futuro. Por eso, el pasado está indefectiblemente sujeto a un debate interpretativo. Es más, como nos […]
Pasado, presente y futuro son categorías unidas de forma inseparable en los procesos de construcción social. Las identidades individuales y colectivas se construyen día a día, sobre la interpretación de un pasado que se establece como guía para el futuro. Por eso, el pasado está indefectiblemente sujeto a un debate interpretativo. Es más, como nos recuerda Zizek, «el debate ideológico fundamental es acerca de la definición actual de un pasado que siempre prefigura el futuro». En este sentido, tres momentos son claves en nuestra memoria. Tres momentos cuya interpretación histórica configura el futuro de Euskal Herria como nación: el pasado Estado independiente de Navarra nos espera en el futuro. Los vencidos en la guerra civil -izquierdistas y/o abertzales-, nos muestran las alianzas posibles y necesarias para alcanzarlo. Y, como no podía ser de otro modo, se ha abierto ya la pugna ideológica respecto al valor de la lucha en el pasado reciente, la que se inicia a finales de los cincuenta, con el surgimiento de ETA.
Está abierta la veda del pasado para los sociólogos palatinos, intérpretes interesados cuando se trata de analizar procesos de cambio: la mayoría no ha pasado del funcionalismo mertoniano, más o menos camuflado. Por eso, les repugna el conflicto, definido siempre como patología social: los que luchan son inadaptados, locos, tontos útiles, o malos. Por eso mitifican a los traidores y arrepentidos, confundiendo la catequesis, el análisis de la evolución individual y los procesos sociales. Si no tuviéramos posibilidad de arrepentirnos no pasaríamos de la pura ataraxia. Para este acercamiento académico, tan aplaudido en los medios dominantes, nunca hay razones políticas para luchar. Peor aún, nunca las ha habido: «es un viaje a ninguna parte». Sólo algunos pasados consensuados son reivindicables: como si la resistencia francesa no hubiera matado alemanes, tan personas como cualquiera, por otra parte.
Criticando la labor de muchos científicos sociales al hilo de mayo del 68, Kristin Ross nos advierte de la despolitización de la memoria: un conflicto político se convierte en rebelión generacional o mera manifestación de una contracultura más o menos simpática, una moda lampedusiana: «todo cambia para que nada cambie». Esa es una de las vías de despolitización del pasado: la «modalización». La otra, más grave, si cabe, es la «moralización de la memoria». Así, el conflicto vasco ha sido «una corrupción moral, una perversidad social… a la que sólo algunos ciudadanos espiritualmente superiores se ha enfrentado con arrojo admirable». En fin, que el análisis sociológico o político de ahora se reduzca a esta visión roma de la realidad no es muy edificante. A los analistas se nos pide que anticipemos lo que se dirá sobre estos cincuenta años dentro de cincuenta, y no conozco ningún episodio histórico conflictivo que con cierta perspectiva se lea únicamente en clave moral binaria: malos y buenos. Es más, ni siquiera el episodio más trágico de la reciente historia -Auschwitz-, está cerrado en lo que atañe a la reflexión ética, como nos recuerda Agamben: hay que distinguir la responsabilidad por el daño del arrepentimiento moral. No sea que la mera catarsis moral particular impida un análisis ético y político profundo de lo que unos y otros han hecho bien o mal durante estos años de guerra en Euskal Herria. A veces la moral es una niebla espesa que nos impide asumir nuestros errores -los de todos-, y aprender a diseñar una vida buena colectiva, es decir, a vivir éticamente, sin culpa ni responsabilidad.
En esa misma línea, Charles Tilly, cuya principal virtud fue la de intentar explicar los procesos sociales sin verse en la necesidad de condenarlos o aplaudirlos, nos ofrece una lectura politológica de nuestro tiempo: estaríamos asistiendo al fin de un largo ciclo de protesta/democratización iniciado a mediados de los años setenta del pasado siglo. Lo que ha estado en juego es la definición de las demandas sociales/políticas admisibles por el sistema político y el equilibrio entre las mismas una vez integradas en el mismo. La democratización nunca es un proceso pacífico, y, en muchas ocasiones el conflicto en torno a la democratización adquiere contenidos violentos. En nuestro caso, se han conectado y retroalimentado en una larga y dolorosa espiral dos temores, y dos disonancias cognitivas, o contradicciones insuperables.
En primer lugar, por un lado, en el seno del abertzalismo radical, existía el temor de que el sistema democrático instaurado tras la muerte de Franco jamás reconociera el derecho de autodeterminación entendido como imprescindible para la continuidad de un proyecto nacional vasco. Mientras tanto, por el lado sistémico, existía el temor de que una minoría apoyada en el uso de la violencia consiguiera introducir una demanda -la autodeterminación-, en situación de ventaja respecto a otras que pudieran ser mayoritarias según criterios cuantitativos y, que, además, su introducción pusiera en peligro el proyecto nacional español.
En segundo lugar, la disonancia de ETA estribaba en que pretendía democratizar el sistema apelando a instrumentos no democráticos. La disonancia se acentuó en su caso a partir de la elaboración de la «alternativa democrática» en abril de 1995, en tanto en cuanto ese discurso democrático no podía convivir sin incoherencia insuperable con la praxis armada. En el otro lado, la disonancia por parte del Estado residía en que el discurso «cualquier proyecto político es posible sin violencia» no tenía una base real.
La inmadurez del enfrentamiento condujo a un callejón sin salida en el que todos podían tener parte de razón: ETA y su comunidad de referencia pensó que la violencia era la única forma de arrebatar a España el derecho de autodeterminación, entendido como clave para la subsistencia nacional. Y los gestores del sistema, desde su lógica, tenían alguna razón para poner límites a la democratización planteada por ETA: peligraba su proyecto de transición democrática limitada.
Los procesos de democratización se desarrollan en la tensión irresoluble entre lo ideal y lo posible, tensión resuelta según la relación de fuerzas existente en cada momento. En ese punto de tenso equilibrio, simplemente confluyen formas distintas de entender la democracia y su alcance. Por eso, la dimensión ética no es ajena a ninguno de los adversarios: cuando un periodo de violencia política ocupa decenios, la situación no se define absolutamente a partir del marco «la locura criminal de unas pocas personas carentes de ninguna legitimidad y un sistema político legítimo que no hace sino defenderse». Tampoco a partir del marco especular «la lucha armada está justificada por la opresión de un Estado ilegítimo que vulnera las ansias de libertad de todo un pueblo». El conflicto se sostiene en el tiempo porque es una pugna entre éticas distintas, entre legitimidades fluctuantes en competencia. Entre disonancias cognitivas más o menos gestionables. El grado de incoherencia y credibilidad/viabilidad del discurso y la praxis conectada al mismo es el que determina el grado de legitimidad social de cada uno de los contendientes, y el que, normalmente determina el momento y contenido del final del ciclo.
El fin del ciclo democratizador es multifactorial, pero básicamente se resuelve por la apertura de diversas ventanas de oportunidad que pueden permitir resolver los temores y las disonancias cognitivas existentes en los discursos de los adversarios principales. Resumiendo: el proyecto independentista puede (debe) prescindir de ETA para avanzar políticamente, superada ya una larga fase de «agonía nacional» de la mano de la misma autonomía que el independentismo ha impulsado y combatido, de modo sólo aparentemente paradójico. Y el Estado puede (debe) abordar determinadas cuestiones, como la autodeterminación, sin que peligre necesariamente su estabilidad en un contexto europeo en el que, tras 1989, esa reivindicación democrática se vive ya con entera normalidad. Este es el punto de madurez que permite cerrar el ciclo. Por eso es irrelevante el momento negociador: éste ya se ha producido de facto, aunque falte su concreción en el ámbito de la reforma institucional. Todo se andará.
Pensar que estos cuarenta años «no han servido para nada» es un acercamiento reaccionario a la realidad. Al contrario, como nos recuerda Tilly, ni uno sólo de los derechos de los que hoy disfrutamos, desde la autonomía territorial a las vacaciones pagadas, se ha conseguido sin luchar. Y tampoco se mantendrán en el futuro en ausencia de una movilización política continuada. Otra cosa es que los objetivos deban enseñar a los medios y que, éstos, no sólo deben ser eficaces -que también-, sino que deben medir siempre sus consecuencias éticas a la luz de lo que está en juego en cada momento. Ahora bien, siendo conscientes de que ayer como hoy, mañana y siempre, «sólo la lucha paga».
Mario Zubiaga es profesor de la Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitatea
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20110604/270370/es/Solo-lucha-paga