La cantante británica fue tan célebre por su notable voz y su capacidad de interpretación como por su tendencia a los excesos. Acababa de suspender una gira europea.
Tratándose de una cantante con un sello distintivo (cuanto menos en lo estético) y de una artista con una matriz personal (entre bardera, vintage y posmoderna) para interpretar música y moverse por el ambiente, resulta algo injusto que Amy Winehouse haya fallecido de un modo tan cercano al cliché de su campo: a los 27 años y entre hipótesis que apuntan a una posible combinación fatal de excesos, a una seguidilla demasiado peligrosa de malos cálculos que acabó cerca de las 3 de la mañana del sábado y que permanece inconexa hasta que hoy se realice la autopsia. En su salida del mapa terrenal, Winehouse se sumó al «Club de los 27», como se conoce a Janis Joplin, Jimi Hendrix, Kurt Cobain y Brian Jones, entre otros rockeros fallecidos jóvenes y en circunstancias de escasa lucidez. Es cierto que a Winehouse le toca sacar su carnet para el club en otra época, y que no acomodó ninguna piedra fundamental en el camino que prepararon aquéllos, pero su muerte provoca dolor y pena en la comunidad musical.
Es que Winehouse, por sus escándalos, sus looks y también por sus discos y shows, fue indudablemente una de las artistas más características de esta época: en su delgado y a duras penas proporcionado cuerpo se conjugaron la tradición del soul y de la música de raíces negras, la paradoja posmodernista de la creación de novedades a partir de básicos históricos, el exceso y la exageración en lo visual, en sus testimonios y con las sustancias; y el sentido trágico que aquellos axiomas de la fundación rockera resguardan: vive rápido y muere joven, sexo, drogas y rock & roll.
Amy Jade Winehouse nació y murió en Londres. Lo primero el 14 de septiembre de 1983, como resultado de la unión de sus padres, un taxista y una farmacéutica, judíos y amantes del jazz estadounidense que mamó su hija menor: Thelonious Monk primero, el jazz vocal de Sarah Vaughan luego, el groove de Lauryn Hill y Salt-n-Pepa al fin. «Cuando era chica, no quería ser cantante, no es algo que haya deseado. Trabajar en esto no es un sueño cumplido, en absoluto», le había contado a Les Inrockuptibles. Sin embargo, para cuando a sus 14 quiso independizarse y empezar a ganar dinero, cubrió espectáculos para World Entertainment News Network, cantó con una banda de jazz para clubes en su adolescencia y en bandas de amigos. Algunas voces aportadas en canciones de The Lewinson Brothers le valieron una escucha en una de esas oficinas de la industria donde se deciden las cosas, y para mediados de 2002 ya estaba en un vórtice de ofertas, entre EMI, Virgin y Island, subsidiaria de Universal. Todos habían visto en Winehouse lo que terminaría inmortalizándola (al menos en estos instantes cercanos a su trágica muerte): esa apariencia de riot/pop girl, una voz cuanto menos atendible y una habilidad performática que ya a mediados de la década pasada sufría los embates de sus adicciones.
Aunque se le diagnosticó una disfunción que podía acabar en un enfisema pulmonar, Winehouse no dejó de fumar crack, un vicio que combinó con cocaína, pastillas, alcohol y cigarrillos. Eso conspiró, finalmente, al unirse en una combinación fatal que durante los últimos tres años la había servido en bandeja a las garras de los problemas cardiorrespiratorios. En el medio, claro, tuvo algún ingreso a rehabilitación y momentos mucho más exitosos, como sus casi 60 nominaciones a premios de la música alternativa y sus 23 distinciones conseguidas, entre ellas nada menos que cinco premios Grammy; o la inauguración de su propio boliche en Londres.
Maleducada, diva caída a la Tierra, charlatana al cuete, bomba sexual, muñeca de partes mal ensambladas. Winehouse recibió críticas y etiquetas mordaces de la prensa mundial, pero los tuvo agarrados o por sus discos Frank y el notable Back To Black, último material original publicado, hace ya cinco años, o por sus escándalos (borracheras en escena, fotos «obscenas», rumores y pruebas de su narcodependencia). No obstante, esto último no debería opacar lo fundamental: en esas dos placas (como en el DVD I Told You I Was Trouble: Live In London), Winehouse registró al menos un puñadito de las canciones más sentidas de su momento y se inscribió indudablemente entre los artistas de la banda de sonido de los últimos diez años. Dejó el epílogo para que, luego de este final ¿anunciado?, se escriba su leyenda. Los ingredientes para hacerlo andan por ahí.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-22383-2011-07-24.html