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Entrevista a Fernando Hernández Sánchez sobre Guerra o Revolución. El Partido Comunista de España en la guerra civil

«El PCE interpretó la guerra como total, en la que la intensidad del esfuerzo para sostenerla habría de ser máxima, y su duración, prolongada»

Fuentes: Rebelión

Han aparecido versiones de esta entrevista en las revistas El Viejo Topo, septiembre de 2011, y Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, nº 115, invierno de 2011, pp. 189-202.

Doctor en Historia contemporánea por la UNED, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española, Fernando Hernández Sánchez es profesor asociado de la Universidad Autónoma de Madrid y de Enseñanza Secundaria. Preside actualmente la Asociación «Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica» dedicada a la investigación sobre la enseñanza escolar de la historia reciente.

Las investigaciones de FHS se centran en la historia del movimiento comunista en España. Autor de numerosos artículos sobre el tema en revistas como Historia 16, La aventura de la Historia, Historia del Presente, Cuadernos Republicanos o Ebre 38, es autor de Comunistas sin partido. Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio (2007) y coautor, junto a Ángel Viñas, de El desplome de la República (Crítica, 2009)

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Después de felicitarle por su magnífico (e imprescindible) libro, me gustaría preguntarle por algunos temas generales, para centrarme posteriormente en los puntos más criticados y discutidos de la actuación del PCE durante la guerra civil española. Déjeme empezar por esto último: ¿nuestra «guerra civil» fue propiamente una guerra civil?

Fue eso y mucho más. En su etiología se encuentran causas profundamente arraigadas en el espesor de una evolución histórica caracterizada por la existencia de una economía dual, con un peso abrumador de una agricultura arcaica y la debilidad de una industrialización dispersa; por una política incapaz de menoscabar el poder de una oligarquía anclada en la extensión de una vasta red clientelar injertada en los resortes de la administración y usufructuria en exclusiva del régimen político hasta el advenimiento de la República; y en última instancia, por una modernización fallida en lo educativo, en lo cultural, en la edificación de un Estado laico, en la configuración de una estructura territorial descentralizada. Sí, en todos estos sentidos fue una guerra civil, un agudo conflicto de clases, una pugna agónica entre modernidad y reacción. Pero, además de todo eso, fue una guerra ideológica total, en la que chocaron por primera vez fascismo y antifascismo; y fue también una guerra internacional por interposición, en la que las potencias del Eje pudieron ensayar sus tácticas de agresión, en la que la URSS intentó configurar, fallidamente, un sistema de seguridad colectiva con las potencias occidentales, en la que se mostraron las incomprensiones de los sistemas democráticos, manifestadas en el estupor francés y la pasividad cómplice del apaciguamiento británico, políticas erradas que acabarían por arrastrar a ambos países a la guerra mundial que habían querido exorcizar dejando en el abandono a la República española.

La URSS intentó configurar fallidamente, dice usted, un sistema de seguridad colectiva con las potencias occidentales. ¿a qué sistema de seguridad colectiva se está refiriendo? ¿Por qué se negaron las potencias occidentales?

Después de la revolución de Octubre y de la Primera Guerra Mundial, la URSS fue relegada por las potencias occidentales a un papel de Estado-paria en las relaciones internacionales. Aislada inicialmente, intentó un acercamiento a la Alemania de Weimar basándose en la enemistad compartida contra Polonia. Pero la llegada de Hitler al poder obligó a Stalin a reconfigurar su diplomacia. La decidida y no oculta voluntad nazi de expandir el Reich hacia el este llevó al Kremlin a resucitar un viejo principio de la política exterior rusa: establecer una alianza con Francia para obligar a Alemania a combatir en dos frentes. Para cerrar este marco era necesaria también la presencia de Gran Bretaña. Pero los ingleses estaban jugando por entonces la carta del apaciguamiento. Preferían dejar que Alemania señorease la Europa central si eso suponía diferir el peligro de una nueva guerra y si, además, Hitler seguía ejerciendo su papel de valladar contra la expansión del comunismo hacia Occidente. De ahí que no les inquietara ni el golpe de estado faccioso en España ni la intervención abierta la lado de Franco de las potencias nazi-fascistas: cualquier cosa mejor que el estallido de un nuevo foco revolucionario en el flanco sudoccidental del continente. Y Francia, mientras tanto, debatiéndose entre los compromisos de solidaridad del gobernante Frente Popular y el temor al contagio de una guerra civil por la amenaza de sus propias ligas de extrema derecha y el antisemitismo rampante contra Leon Blum. Pero, si hay que fijar un responsable principal del fracaso del sistema de seguridad europea contra Hitler, ese responsable es, sin duda, el Reino Unido.

El título de su ensayo es Guerra o revolución. ¿Por qué no «Guerra y revolución»? ¿No era posible ganar la guerra sin renunciar, o aparcando más bien, finalidades de orientación socialista?

El título tiene su explicación: la interpretación canónica comunista de la guerra civil, redactada en los años 60, se tituló «Guerra y revolución en España». Los presupuestos de sus autores (una comisión encabezada por Dolores Ibárruri) fueron que durante la guerra se dio un auténtico proceso de revolución, no socialista, sino en un sentido nacional-revolucionario. Es decir, la guerra posibilitó la consecución de las tareas pendientes de la revolución democrática, nunca antes consumadas en España por el fracaso de la revolución burguesa del siglo XIX, gracias a una amplia alianza de clases populares que incluía al campesinado, el proletariado industrial y la burguesía democrática. Y todo ello en el contexto de una guerra de independencia frente a la agresión exterior de las potencias fascistas. Fue, por una parte, la aplicación a la historiografía del frentepopulismo y un intento de refutación de las acusaciones anarcosindicalistas o trotskistas sobre la supuesta «traición» del PCE a la revolución. Mi título, «Guerra o revolución» se fundamenta en que, frente a los lugares comunes difundidos hasta ahora por ambas partes, en el seno del PCE se reprodujeron a escala las tensiones que atravesaron la sociedad republicana en su conjunto, encarnadas en la coexistencia de dos tendencias a la vez complementarias y contrapuestas: una de carácter pragmático, dirigida por Togliatti y personificada en José Díaz, seguidora de los postulados estrictamente frentepopulistas de la Komintern; y otra radical, alentada por Stepanov y seguida por Dolores Ibárruri o Jesús Hernández, inspirada por el modelo revolucionario bolchevique y refrenada por la primera. La pugna entre ambas, sorda hacia el exterior, pero dura internamente en algunas ocasiones, marcó la evolución del partido durante todo el periodo y dejaría heridas para el futuro, abiertas en torno a lo que fue y a lo que podía haber sido de haber tomado otros rumbos.

Lucha de tendencias, dura internamente en algunas ocasiones afirma. ¿Puede darnos algún ejemplo de esa dureza? Por lo demás, aunque quizá no sea ésta la tarea principal de un historiador como es usted, ¿cuál de esas dos tendencias era la más razonable, la que tocaba más realidad, la que estaba mejor enraizada en el devenir histórico del momento?

Hay tres momentos significativos. El primero, en plena euforia de la primavera-verano de 1937, frenados los rebeldes ante Madrid, eliminado el POUM, caído Caballero y desorientada la CNT tras los hechos de mayo, la tendencia radical -impulsada en ese momento por Codovilla- se plantea abiertamente el avance de posiciones de poder; la Komintern responde enviando a Togliatti para sustituir a Codovilla y templar la estrategia comunista; el segundo, la discusión abierta en el seno del máximo órgano de dirección, el Buró Político, con motivo de las directrices de Stalin acerca de la convocatoria de elecciones en la zona republicana y la salida de los comunistas del gobierno, a finales de 1937 y comienzos de 1938, debates en los que Togliatti solo cuenta con el apoyo incondicional de un recién llegado Santiago Carrillo para imponer los dictados de Moscú, mientras el resto de la dirección veterana se opone a cumplir tales órdenes, lo que se materializará en la salida de uno solo ministro -quedará en su puesto Uribe hasta el final de la guerra- en la remodelación del gabinete Negrín de abril de 1938; y el tercero, la respuesta multifocal al golpe de Casado, que va desde la vigilancia expectante hasta el combate abierto contra el Consejo Nacional de Defensa por parte del aparato político y militar del partido (frente a la inercia del sector ministerial), a despecho de las indicaciones de negociación y retirada emanadas de los asesores soviéticos.

Es difícil juzgar cual de las dos posturas era más adecuada al contexto. Lo más certero es contemplarlas como fenómenos complementarios derivados de la complejidad de la situación: sin una visión pragmática, el PCE no habría avanzado tantas posiciones como alcanzó, pasando de ser un partido marginal antes de la guerra a ocupar una posición de centralidad en su cénit; y sin la tendencia radical, inspirada en la épica del Octubre soviético, no habría logrado mantener pulsada la tecla de la movilización entusiasta que tanto contribuyó a mantener el espíritu de resistencia antifascista.

Afirma en su libro que el PCE se erigió en un puntal básico del sostenimiento del esfuerzo de guerra republicano, manteniendo hasta el final la lealtad al gobierno Negrín. Dos preguntas sobre ello. La primera: ¿por qué estuvo el PCE tan sólo en esa tarea? Complementariamente: ¿estuvo realmente sólo?

Las razones son varias: primero, fue quizás la única fuerza política de entidad -los partidos republicanos apenas dejaron de ser meros grupos de notables con escasísimo músculo militante- que leyó la guerra en clave de guerra total, de conflagración moderna en la que habían desaparecido las diferencias entre frente y retaguardia, en la que toda la sociedad debía implicarse en su sostenimiento y todo quedaba supeditado a la victoria. Esto implicaba el mantenimiento de una movilización prolongada y sostenida por campañas propagandísticas de alta intensidad, lo que hizo que, desparecido el entusiasmo inicial, aplazada y, más tarde, perdida toda esperanza en una victoria definitiva, el PCE apareciese cada vez más ante la sociedad republicana como el «partido de la guerra», con el consiguiente incremento del rechazo hacia él y su política. Tampoco se debe olvidar que esa vanidad organizativa, esa sensación de sentirse el que acierta siempre frente a los que yerran, determinó la ejecución de una política con rasgos de marcado sectarismo que enajenaron al partido sustanciales apoyos.

¿En qué momento cree usted que se perdió toda esperanza razonable en una victoria definitiva? Por lo demás, ¿qué sustanciales apoyos perdió el Partido Comunista de España por sus rasgos de marcado sectarismo?

Hay una concordancia general en pensar que la esperanza en la victoria militar se pierde definitivamente, por los republicanos, tras el corte de la zona y la separación de Cataluña a comienzos de 1938. Ello dio alas a sectores, vinculados al presidente Azaña y a Prieto, que insistieron desde entonces en la consecución de un armisticio con mediación internacional para intentar poner fin a la guerra. Respecto a los apoyos que se enajenó el PCE hay que contar, en primer lugar, con los de sus propios cuadros militares (algunos de ellos emblemáticos, como Gustavo Durán; o circunstanciales compañeros de viaje, como el general Miaja) que observaron que la política del partido derivaba en un voluntarismo sin fundamento. Los propios informes internos del PCE hablan de su escasa penetración entre los trabajadores de las industrias de guerra. Asimismo, la persecución contra los disidentes de izquierdas comenzó a pasar factura entre los intelectuales. Por último, con el retroceso territorial, su propia base militante fue desmoronándose.

Vuelvo al punto anterior. La segunda pregunta que quedaba pendiente: ¿Juan Negrín fue una marioneta movida por los hilos del comité ejecutivo del PCE, teledirigidos a su vez por el PCUS y el KOMINTERN?

En absoluto. Esa es la lectura que se impuso a posteriori, merced, entre otros, a algunos de sus antiguos compañeros de partido, como Largo Caballero, Indalecio Prieto o Luis Araquistain. Todos ellos encontraron un terreno común en la debelación de la figura de Negrín, cuando lo cierto es que fueron sus respectivas posiciones contrapuestas las que privaron a Negrín de una base organizativa propia en la que sustentar su política de resistencia. Ante ello, tuvo que recurrir al apoyo proporcionado por el PCE, pero lo que sabemos a partir de las fuentes primarias de la época es que era Negrín el que trazaba el rumbo y los comunistas quienes le seguían, no al revés. Esto se fue poniendo de relieve cada vez más en los últimos y decisivos compases de la guerra. Los informes internos del PCE recogieron amargas quejas acerca de que Negrín jugaba sus cartas sin comunicar nada. En los balances de postguerra elevados a la Komintern, no son pocos los cuadros que se quejaron de que los dirigentes del partido que tenían responsabilidades ministeriales o cercanas al gobierno no habían hecho otra cosa desde 1938 que vagar tras Negrín y alejarse de la realidad imperante en la zona republicana.

Si esto es así, si la relación Negrín-PCE es la que usted apunta y defiende documentadamente, ¿por qué se ha impuesto como un lugar común historiográfico, transitado por casi todos, la tesis opuesta?

Bueno, quizás porque es cómoda. Piense en el éxito literario de la figura del «compañero de viaje» y del camuflaje de sus verdaderos fines ejercida por la perfidia comunista. Hay que añadir que, como se dice, la victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana. Fueron muchos los que lavaron sus errores volcando dicterios contra Negrín: los seguidores de Caballero, cuyo radicalismo revolucionario se había demostrado como poco más que un testimonialismo gesticulante; los de Prieto, que se apoderó del aparato y los recursos del PSOE en el exilio expulsando a Negrín y los suyos; los anarquistas no repuestos de la quiebra abierta en la práctica entre su teoría antiestatalista y su colaboración gubernamental…

¿Por qué cree que el PCE puso tanto énfasis durante la contienda, y no sólo entonces, en temas o enfoques patrióticos hablando, por ejemplo, de dignidad nacional, de guerra de liberación, de la Patria en peligro o afirmaciones similares?

Como ya he dicho antes, el PCE interpretó la guerra como una guerra total, en la que la intensidad del esfuerzo para su sostenimiento habría de ser máxima, y su duración, prolongada. Ello requería convocar a la base social más amplia posible y movilizar las referencias imaginarias más potentes, y ninguna lo era más, a todos los efectos, que la apelación a un patriotismo popular que hundía sus raíces en un ideario republicano de izquierdas, transversal y popular, forjado en el periodo en entresiglos, uno de cuyos hitos fundacionales era la evocación de la resistencia del pueblo a la oligarquía traidora y al invasor extranjero tal como había ocurrido en la Guerra de la Independencia. La ayuda nazifascista a Franco estimuló tal sentimiento. Se podría decir que fue en la España republicana donde se aplicó, con antelación a la URSS en 1941, el concepto de «guerra patriótica».

El joven y magnífico historiador Mario Amorós ha señalado en una entrevista reciente que su obra, el libro que estamos comentando, pone fin a 70 años de manipulaciones y propaganda. ¿Cuáles han sido en su opinión las principales manipulaciones que se han hecho sobre el papel del PCE en la guerra?

Hay dos corrientes que confluyen en el establecimiento de las mistificaciones sobre el papel del PCE en la guerra: la memorialística de postguerra y la historiografía de la Guerra Fría. Alguien echará de menos la propaganda franquista, pero yo considero que se trata de un epifenómeno que se alimenta parasitariamente de ambas escuelas para sus fines de instrumentación de una literatura barata de combate contra la subversión. Las memorias de postguerra profundizaron en las heridas abiertas tras la derrota y no cicatrizadas por el exilio. De las plumas de Prieto -por parte socialista- o Abad de Santillán -por el anarquismo- surgen algunos de los artefactos interpretativos más extendidos: el ya citado «compañerismo de viaje» de Negrín, la subordinación del PCE como fuerza cipaya a los intereses de una potencia extranjera, el proselitismo asfixiante o la traición a la revolución proletaria. Continuando esta estela, la publicística de la Guerra Fría vino a ofrecer un análisis reconfortante en un momento en el que el «Mundo Libre» estaba recomponiendo sus relaciones con un antiguo aliado del Eje. Su gran corolario es la obra de Burnett Bollotten, cuyos ejes argumentativos giran en torno al concepto de «camuflaje» de la política comunista en España, consistente en el enmascaramiento de sus objetivos finales a fin de cimentar en la Península un régimen precursor de las democracias populares del Este de Europa. Se trata de una auténtica trampa de acero interpretativa con carácter polivalente, que han adoptado hasta hoy muchas escuelas, desde las más descaradamente derechistas a buena parte de las corrientes críticas con el estalinismo.

¿Se refiere usted con esto último a las aproximaciones trotskistas? ¿La tesis de la traición a la revolución proletaria no es una posición político-historiográfica en la que confluyen anarquistas y personas próximas al legado del POUM?

Sí, es un territorio común en el que confluyen todas las interpretaciones anticomunistas. No es solo Bolloten quien edifica el artefacto: aquellos años son también los de la actividad del Congreso para la Libertad de Cultura impulsado por Julián Gorkin, que dará a la luz lo que se conoce como literatura del desengaño, la memorialística elaborada por antiguos miembros del Komintern y sus secciones nacionales expulsados de sus partidos y pasados en mayor o menor medida al antiestalinismo, desde Koestler o Borkenau a Castro Delgado o El Campesino. Lo curioso es que buena parte de esas obras que loan la revolución y abominan de la traición comunista a sus postulados estuviera sufragada con fondos de los servicios de inteligencia norteamericanos, como demostró en su momento Herbert Soutworth.

Lo dejamos aquí por el momento si le parece. Me gustará preguntarle a continuación sobre la racionalidad de las posiciones del PCE durante la guerra.

De acuerdo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.