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Apuntes sobre censura editorial (I)

Fuentes: Rebelión

En uno de esos momentos en que nos domina -o nos dejamos dominar por ella- la prisa necesaria para atender varias tareas a la vez, recibí de Ediciones Luminaria la invitación a ocupar una de sus horas. Sin pensarlo dos veces respondí que aceptaba, pues me sentí estimulado por la generosidad de la invitación, y […]

En uno de esos momentos en que nos domina -o nos dejamos dominar por ella- la prisa necesaria para atender varias tareas a la vez, recibí de Ediciones Luminaria la invitación a ocupar una de sus horas. Sin pensarlo dos veces respondí que aceptaba, pues me sentí estimulado por la generosidad de la invitación, y por lo que, en la presurosa lectura, creí que era el tema: la conjura editorial. Además de recordar a los hoy olvidados Jesús Castellanos y Luis Felipe Rodríguez -autores respectivos de las novelas La conjura y La conjura de la ciénaga-, el error me agitó la imaginación y supuse que podría discurrir ad libitum sobre un asunto que, además de tener nombre sonoro, me resultó sugerente. Pero en cuanto envié la respuesta y volví a leer el mensaje de Luminaria me percaté de que el tema era otro: se me pedía bracear sobre algo en lo cual toda ingenuidad parece desterrada de antemano, no hay margen para candores imaginativos y hasta irrumpen sombras de prejuicios, rispideces culturales (o anticulturales) y sordidez.

El problema empieza porque censura ha devenido una especie de palabra obscena, o, cuando menos, de mal gusto, nombre de algo indeseable o punitivo. Como primera acepción, el Diccionario de la Real Academia Española le atribuye «Dictamen y juicio que se hace o da acerca de una obra o escrito». Dicho así, parece lo más modosito del mundo; pero lo inquietante asoma en la segunda: «Nota, corrección o reprobación de algo», y la tercera se adentra en lo tenebroso: «Murmuración, detracción». La cuarta corresponde a la aplicación del poder: «Intervención que ejerce el censor gubernativo»; y la quinta sitúa el tema en una zona donde el poder está en lo religioso y, por tanto, es ideológico ostensiblemente y se asocia de diversas maneras a valores, y a la noción del bien, del camino recto, cuya pérdida conduce al Infierno: «Pena eclesiástica del fuero externo, impuesta por algún delito con arreglo a los cánones».

Se refiere esa acepción al fuero externo, relativo al comportamiento visible, y no dice qué puede pasar con el interno, que atañe a la conciencia, la cual no puede mantenerse oculta sino a base de fingir, y objetivamente se deja ver en los actos de cada quien. Fuera del clero, cierto alto funcionario policial europeo se hizo célebre con una frase: «Denme una palabra del reo, y probaré que es culpable».

Cuando intervienen la idea del bien y su defensa, las cosas pueden complicarse. No hay que tener una visión maniquea de la realidad para aceptar lo que José Martí -quien tan a lo hondo y con tanta amplitud miraba y veía- dio como verdad en su artículo «Albertini y Cervantes»: «la pelea del mundo viene a ser la de la dualidad hindú: bien contra mal». El fundamentalismo, ajeno a Martí, es palabra de reciente apogeo, y los medios dominantes la manipulan a su antojo; pero expresa una vieja tradición, asentada en los recursos de defensa del poder o en el afán por conquistarlo. De alguna manera todo lo permean los prejuicios y las tradiciones, incluso cuando se les quiere revertir. Fue Carlos Marx quien, con respecto a la necesidad de transformar el mundo en busca de justicia, dijo que «el peso de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».

La defensa del bien no ha marchado al margen de esa realidad. Vistas las cosas desde la perspectiva del bien, ser castigado por el mal constituye un mérito, un honor; pero una simple crítica recibida del lado del bien puede convertirse en atroz mancha, y a nadie que se respete le gusta andar manchado por el mundo. De ahí -y del correspondiente sentido de responsabilidad, que hasta paralizante puede ser- vienen las interdicciones impuestas por otros, y también la tendencia posible a la autoinhibición. Defender el bien puede incluir el pulseo con personas y líneas erradas. Si estas en un momento dado disponen de mayor poder que las de más acierto, las consecuencias de la respuesta, o del mero intento de responder, pueden resultar costosas, frustrantes al menos.

Eso no se debe ignorar en la aplicación de ninguna política, y en cualquier circunstancia, en cualquier parte, el trabajo editorial responde a políticas trazadas. De ahí la importancia de que ellas sean bien concebidas, bien delineadas y bien aplicadas, lo cual requiere profesionalidad. Se dice esto sin menospreciar la inevitable falibilidad humana. Del cielo también habrá mucho que decir; pero las presentes líneas no tienen la intención de hacerlo.

Podríamos dejar ahí el merodeo por el tema, y quedar como ángeles que duermen. Pero sería sacarles el cuerpo a complejidades que producen insomnio. Pasa con censura algo parecido a lo que sucede con dogmatismo y sectarismo, que a menudo se emplean para devaluar actitudes y criterios sostenidos por otros. Nuestros criterios encarnan sabiduría, honradez, integridad, tolerancia y cuantas otras virtudes quepa imaginar, y la pasión que pongamos en su defensa es la mayor prueba de mesura, de razón, de capacidad justiciera.

Entendida como el acto de aplicar prerrogativas para decidir qué se publica o qué se destina al silencio, la censura es una realidad que se ha hecho cada vez más compleja. En la antigüedad era mucho más sencilla. En la Atenas de esplendor democrático -pero esclavista y, por tanto, no tan democrático- tenían derecho a discurrir libremente en la plaza pública los esclavistas y sus voceros. En general, antes y después se reproducía la opinión de los poderosos, la cual decidía qué escritos reproducir y qué obras orales se fijaban mediante la escritura.

¿Se le dedicó a Espartaco una obra similar a las producidas para enaltecer a Aquiles y Ulises, y a los poderes que ellos representaban? En el caso de la escritura, ¿podían disfrutarla los no poderosos? Para multiplicar un texto en mínimas tiradas -lo posible cuando no había medios tecnológicos para hacerlo- se necesitaban sirvientes capaces de tomar el dictado. No serían niños educados en escuelas para pobres, sino personas con instrucción esclavizadas tras el sometimiento de un pueblo por los poderosos de otro, aunque estos últimos tuvieran en sus huestes a personas humildes, soldados de a pie. Se conoce el origen de la palabra caballero.

En tales circunstancias se reproducía lo que a un señor con poder le convenía o le gustaba, o le gustaba y le convenía. ¿Tenía Espartaco recursos materiales y cognoscitivos para hacer algo similar y al servicio de la emancipación de los esclavos? Siglos después la imprenta facilitó la reproducción de textos, y también crecieron los cuidados, y las prevenciones, sobre qué se debía reproducir, y cómo. La Iglesia católica -la más influyente en América y en la generalidad de lo que se ha llamado, con sintagma engañoso, el Occidente Cristiano- tuvo sus propios amanuenses. En el quehacer editorial ella no dejaría de aplicar y mostrar también su habilidad para controlar el pensamiento y los actos de los seres humanos. Dominó el fuero interno y el externo y, asiduamente en alianza con los poderosos terrenales -reservémosle a ella los dominios del Cielo-, sentó pautas en el examen ideológico de la población. Para eso encarnaba el pensamiento universal, que es el significado de católico.

Tal vez no seamos conscientes de hasta qué punto su influjo ha operado incluso en afanes contrarios a ella. Esto va dicho sin considerarla monolítica, ni confundir la totalidad del clero y los creyentes con la jerarquía dominante en su ámbito. Pero incluso el ateísmo -o las fuerzas políticas apoyadas en él- ha adoptado a veces formas que podrían considerarse ateocráticas, o, a su modo, inquisitoriales. Enseñanzas para ello ha tenido en tradiciones de ejercicio del poder cultivadas por instituciones eclesiales. El título Biblia ¿no debería escribirse así, en cursivas? Designa un libro, aunque esté integrado por varios. Que su título se haya impuesto sin los énfasis tipográficos usados para nombrar otros libros no debe pasarse por alto si de cultura editorial y entendimiento de la censura y de la promoción se trata. Añádase que, de traducción en traducción y de edición en edición, la Biblia se ha llenado de alteraciones difícilmente casuales o no dolosas. Vienen de concepciones y perspectivas terrenales. No por gusto representantes de la teología de la liberación tuvieron o siguen teniendo una tarea significativa en el rechazo de tales falsificaciones.

Libros de diversa índole, fueran o no fueran de contenido religioso, solían tener como talanquera notas introductorias que hoy podrían pasar por mera curiosidad bibliográfica para el lector desprevenido. Pero eran textos de mayor o menor adulonería con que los autores, además de ponerse a bien con sus mecenas, buscaban el nihil obstat que estaba en manos de los censores y se requería para que los textos fueran publicados. Luego aquellas notas dejaron de aparecer, pero no desaparecieron necesariamente por completo el pensamiento y las prácticas concentrados en ellas.

No hace mucho se publicó un artículo cuyo primer párrafo decía que tener un pan diario era, en el mundo, un privilegio que solo tenemos los cubanos. El resto del artículo estaba destinado a repudiar valientemente, con ejemplos rotundos, falta de higiene y prácticas de desvío de recursos (léase robo) en panaderías del país. ¿Nació el párrafo inicial del justo intento de no olvidar lo mucho que ha hecho la Revolución por el pueblo? ¿Se curó en salud el autor, creo que autora? ¿Operó la inercia a veces visible en modos de tratar nuestra realidad? ¿Intervino la mano de un editor cuidadoso que no quería problemas para el periódico ni para sí? Probablemente hayan operado varios de esos elementos, o todos.

Si entendiéramos la censura solamente en el sentido de las dos primeras acepciones que le reconoce una Academia cuyo tufo de realeza no es como para pasarlo por alto, valdría preguntarnos si una sociedad organizada puede darse el lujo -si eso verdaderamente lo fuera- de vivir ajena a todo «dictamen y juicio que se hace o da acerca de una obra o escrito», a toda «nota, corrección o reprobación de algo». Hoy -cualesquiera que hayan sido o sean las intenciones de sus principales propietarios en el mundo- las tecnologías han contribuido en alguna medida a que se descentralice la información. Los monopolios que la dominan no pueden impedir que los muros de sus campañas sufran fisuras producidas por personas que, utilizando recursos tecnológicos iguales a los capitalizados por ellos, difunden, aunque sea en menor escala, verdades que los monopolios ocultan.

Entre nosotros, precisamente en momentos en que era menos seguro aún que estuviéramos saliendo de la tendencia -abrazada por algunos, o quién sabe si por muchos- a satanizar la tecnología, se hizo felizmente célebre una imagen, una realidad: con un telefonito celular podía desencadenarse una acción efectiva contra las fuerzas retrógradas que en abril de 2002 intentaron dar un golpe de estado contra el proyecto bolivariano de Venezuela. Frente a la cavernaria satanización de la tecnología, aquella imagen podía asociarse con otro hecho: históricamente, en el planeta la tecnología no ha estado de preferencia en manos de la justicia, sino de las clases dominantes opresoras; pero la han producido con su esfuerzo los trabajadores, y, empleadas con voluntad emancipadora y capacidad de sacrificio, armas fabricadas al servicio de intereses de negociantes nada dados a la emancipación de pueblos le permitieron a la propia Cuba -ejemplo que tenemos a mano- alcanzar la soberanía. Así emprendió la construcción de una sociedad dirigida a lograr la justicia, propósito en el cual ha colaborado con otros pueblos.

Pero, cuando la tecnología abre objetivamente puertas, cada vez más, y -a contrapelo, huelga decirlo, de las intenciones y los designios imperiales- contribuye a democratizar la información, crece también la fundada inquietud ante los peligros de una información caótica, o desprovista de un elemento que resulta vital para la marcha de la humanidad: la educación. Eso no valida silenciamientos torpes, escamoteos que solo consiguen atizar las ansias de conocer lo que se somete a interdicto. No los valida, no, ni sería deseable que los validara; pero subraya la necesidad de una orientación ética, honrada, en el manejo de la información, y de cuanto se relaciona con la sociedad.

No temamos a la palabra manejo, pariente de manipulación: nadie se alimenta sin que antes de la llegada de la comida a su boca hayan mediado manipulaciones varias. La cuestión está en la limpieza, la decencia, la honradez y la profesionalidad con que se manipulen los alimentos, que pueden ser materiales o del espíritu. Con todo, no nos equivoquemos, los medios donde las ideas anticapitalistas y prosocialistas encuentran espacio preferente son minoritarios, están en desventaja material: sus contenidos no gozan ni remotamente de una difusión como la que tienen los grandes medios dominantes. Solo que también desde el fondo de una cueva virtual una idea justa puede tener más fuerza que un ejército. Al menos, queda como una semilla que puede germinar en medio de la maleza dominante. En la propia Cuba, un meandro digital como Cubarte puede tener alrededor de tres millones de visitas anuales, y cerca de uno de esos tres millones son visitas del propio país.

Nada hay que idealizar, sin embargo. Si bien (o mal) en estos tiempos no está de moda en el mundo hablar de modos de producción, clases sociales, lucha de clases, dominación y otros conceptos por el estilo, ellos encarnan realidades objetivas. No son recursos movilizadores fabricados por el marxismo, que -cuando ha funcionado bien- ha descifrado lúcidamente la realidad, no la ha inventado. La educación no es un hecho abstracto: puede basarse en los llamados valores universales, pero se realiza concretamente sobre una determinada concepción del mundo, al servicio de proyectos sociales concretos, dígase lo que se diga.

Hace poco, en una reunión habanera en la cual se rozó el tema de la educación, alguien se refirió al famoso Plan Bolonia como un recurso renovador de la instrucción universitaria. Pero, tomado tal cual, ese proyecto resulta inseparable de las privatizaciones neoliberales. Los gobiernos europeos, cada vez más ostensiblemente al servicio de su jefe yanqui, lo promueven para fomentar el pragmatismo propio de los negocios, del mercantilismo dirigido a fortalecer el sistema capitalista.

Nadie se haga ilusiones, ni vaya a ocurrir que la herencia de prácticas imitativas nos mueva a engolosinarnos con el Plan Bolonia, como durante años nos atraían las pedagogías eslavo o germano-socialistas, en detrimento de nuestras grandes raíces educacionales, nutridas por la fertilidad de la actitud electiva. Esperemos que, si alguien intenta copiar para Cuba el Plan Bolonia, aparezca a tiempo la censura inteligente y honrada que lo impida, sin que ello suponga silencios impuestos ni evadir o frenar discusiones que puedan ser necesarias.

¿Acaso alguien cree que ello es ajeno al terreno editorial? La labor realizada en él puede contribuir, o debe estar en el centro mismo del afán, a cultivar la cultura del diálogo. Todavía se echa de menos en nuestras publicaciones la aparición de polémicas, de debates que contribuyan al esclarecimiento de temas de interés. Claro, es de suponer, y de aspirar a que así sea, que la cultura del diálogo tenga un componente esencial en la capacidad para discutir decentemente, sin ataques personales en lo que debe ser un debate de ideas. Y en eso la edición puede y debe desempeñar un papel de primer orden. Pero no lo cumplirá mientras cultivar el secretismo -o como se le llame- sea más fácil, tentador y cómodo que combatirlo; mientras se prefiera no buscarse problemas antes que asumir riesgos insoslayables y hasta honrosos.

* Palabras leídas en el espacio La hora de Luminaria, que auspicia la Editorial de ese nombre, dentro del programa de la Feria del Libro Cuba 2013, en la provincia de Sancti Spíritus.

Fuente original: http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/apuntes-sobre-censura-editorial-primera-parte/24275.html

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