No resulta sencillo creer que un tipo tan arrogante, tan cínico y tan deshonesto como Juan Carlos de Borbón haya decidido, así como así, renunciar a la posición política, social y económica de que disfrutaba por ser, a título de monarca, el jefe del Estado español. Alguna vez (o algunas veces) él mismo había dicho […]
No resulta sencillo creer que un tipo tan arrogante, tan cínico y tan deshonesto como Juan Carlos de Borbón haya decidido, así como así, renunciar a la posición política, social y económica de que disfrutaba por ser, a título de monarca, el jefe del Estado español. Alguna vez (o algunas veces) él mismo había dicho que los reyes se mueren, no abdican. Y que moriría con la corona en la testa.
No cabe, desde luego, pensar que Juan Carlos haya renunciado por alguna razón generosa, cual, digamos, el bien de la patria o la seguridad de ésta por alguna amenaza más o menos desconocida. O que haya abdicado en protesta contra la política económica aplicada en su país y que ha hecho conocer la pobreza a varias generaciones de españoles que sólo tenían de ella referencias históricas.
Tampoco es dable pensar que una mala salud o una ancianidad especialmente desastrosa lo llevara a tomar la decisión de convertirse en una viejito jubilado. Porque irse de cacería al África negra para matar elefantes a disparo de rifle no sólo habla de una buena salud, sino de una gran disposición de ánimo, cosa infrecuente en los ancianos decrépitos. Y tampoco habla de mala salud eso de mantener pública y rumbosamente una amante, digamos oficial, que ya no siendo muy joven, ciertamente, de cualquier modo implica exigencias físicas que no puede satisfacer un viejito enfermo.
Frente a una situación de mala salud, habría sido más sencillo, recomendable y sensato renunciar a los viajes de cacería y al amor ilegítimo antes que a las duras obligaciones de un jefe de Estado.
La verdad es que don Juan no parece ser una de esas personas que renuncian voluntariamente a la riqueza, a los negocios, al lujo, al desenfreno, al «hago lo que me da la gana». Es más lógico pensar que a don Juan Carlos lo han obligado a renunciar.
¿Pero quiénes, en España podrían tener la fuerza moral o política o militar o judicial para forzar la renuncia del jefe de Estado? Esos «quienes» suelen ser denominados poderes fácticos. Eso que en otros países se llama «el sistema». Eso que en lengua inglesa se denomina «establishment». Una compleja mezcla de intereses diversos que de pronto se han sentido amenazados por el palpable y generalizado desprestigio del monarca, pésima imagen que ponía en riesgo uno de los pilares del sistema, es decir, la imagen sacrosanta e inmaculada del rey como garante de la estabilidad y la duración por mil años del reich hispano.
Por ejemplo, una evidente pero oscura alianza de las cúpulas de los partidos políticos que, acordadamente, se alternan en el ejercicio del poder. Un acuerdo en el que, por supuesto, han participado los altos mandos de las tres armas del ejército. Un Augusto Pinochet, un Gustavo Leight y un Toribio Merino a la española y sin pólvora, bombardeos y sangre de por medio.
En la lista de los conjurados no podían faltar los grandes capitalistas, primeros beneficiarios de la crisis que azota a España y que si ayer fueron impulsores y sostenedores del monarca, hoy actúan como sus gozosos sepultureros. Ah, y el sistema mediático que poco a poco, sin prisa pero sin pausa, fue develando algunas de las muchas pillerías de Juan Carlos que, en un acuerdo de silencio, mantuvo en las sombras por cuatro décadas.
Que algo cambie para que todo siga igual parece haber sido la divisa de los conjurados. Preservar la monarquía sacrificando al rey. Un golpe suave ejecutado magistralmente. Y don Juan, muy a la española, a «bajar el cogote y a tragar el cipote».
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