La vida ha estado presente en la Tierra durante más de 3.500 millones de años (Ma), pero los primeros 3.000 Ma fueron ciertamente aburridos: apenas había diversidad. Fue a partir de la así llamada explosión cámbrica, hace unos 540 Ma, cuando nuestro planeta comenzó a albergar una variedad considerable de organismos multicelulares complejos. Desde entonces han tenido lugar cinco extinciones masivas, episodios de rápida disminución del número de formas de vida: la del Ordovícico-Silúrico (hace unos 440 Ma), la del Devónico-Carbonífero (380 Ma), la del Pérmico-Triásico (250 Ma), la del Triásico-Jurásico (210 Ma) y la del Cretácico-Terciario (65 Ma). Hoy nos encontramos inmersos en el sexto episodio de esta clase.
Cabe destacar dos rasgos compartidos por esos cinco episodios previos al actual. En primer lugar, en cada uno de ellos se perdieron más de tres cuartas partes de las especies existentes. En segundo lugar, todos ellos tuvieron lugar a lo largo de periodos que se prolongaron durante más de un millón de años. Puede que el episodio del Cretácico-Terciario, «el de los dinosaurios», constituya una excepción a esta regla, pues probablemente fuera considerablemente más rápido que los anteriores. No obstante, incluso en este caso, hablamos de rapidez geológica, esto es, de procesos muy lentos a nuestros ojos: una decena de miles de años se considera una estimación corta del periodo a lo largo del cual se produjo esta penúltima grave erosión de la biodiversidad.
Al parecer, la actual extinción masiva difiere de las previas, justamente, en su velocidad: el proceso está siendo más rápido esta vez. Sin embargo, y por de pronto, en lo que no parece diferir es en su alcance: estos eventos se asemejan al derrumbe de un castillo de naipes –y, en vista de la dinámica de anteriores episodios, nuestra especie no juega con las mejores cartas (cf. Wills, 2015).
Hay, con todo, otro importante factor diferencial entre nuestra extinción masiva y las previas: la responsabilidad. Existe un solo cabo del que tirar a la hora de explicar por qué la tasa de extinciones es hoy muy superior a la esperada en ausencia del impacto de actividades humanas, a saber, las propias actividades humanas. Así las cosas, no resulta sencillo desafiar la conclusión de que la principal diferencia entre la actual y las anteriores extinciones masivas es de carácter moral. Aceptando la corrección de la hipótesis Álvarez, según la cual el impacto de un gran meteorito desencadenó hace 65 Ma la extinción masiva del Cretácico-Terciario, cabe decir de la actual que ahora nosotros somos el meteorito. Hilar fino a la hora de determinar qué se esconde tras ese «nosotros» es, quizá, la clave de aquella responsabilidad moral.
Nuestra extinción
La grave erosión que en las últimas décadas ha experimentado la riqueza biológica de nuestro planeta es un hecho tan ominoso y lamentable como sólidamente establecido. Así, por ejemplo, Jonathan Payne y colaboradores concluían en un influyente artículo publicado en Science en noviembre de 2016 que nuestros océanos vienen sufriendo «una extinción masiva de suficiente intensidad y selectividad ecológica» como para ser clasificada junto con las cinco previas (Payne et al., 2016: 1286). Gerardo Ceballos, Paul Ehrlich y Rodolfo Dirzo extendían poco después esas conclusiones a los vertebrados terrestres. En concreto, y a pesar de que estimaciones previas indicaban que la actual tasa de extinciones es aproximadamente 1.000 veces mayor que durante los últimos 60 millones de años (De Vos et al., 2014), Ceballos, Ehrlich y Dirzo argumentan convincentemente que la magnitud de la extinción masiva en curso ha venido siendo sistemáticamente subestimada al no tomar en consideración datos relativos a la pérdida y reducción de poblaciones de especies no extintas.[1] Al incluir estos datos en la ecuación obtenemos, en palabras de los autores, «una imagen sombría del futuro de la vida, incluyendo la vida humana» (Ceballos, Ehrlich & Dirzo, 2017: 6095).
La misma imagen atraviesa las páginas de los sucesivos Informes Planeta Vivo de WWF, que con su Índice Planeta Vivo vienen apuntando a un declive promedio del 60% de las poblaciones de vertebrados en apenas 40 años (cf. Oerlemans, 2016; Grooten & Almond, 2018). No obstante, no sólo las especies y poblaciones de vertebrados están desapareciendo a gran velocidad: los insectos han sufrido en las últimas décadas un declive similar, y cabe incluso que aun mayor. Las consecuencias potenciales de este declive serían menos preocupantes si estos animales no desempeñaran un rol ecosistémico esencial como polinizadores ni constituyeran un eslabón clave en las cadenas tróficas y un vector decisivo en los ciclos de nutrientes. Hoy, en torno a una tercera parte de las especies de insectos se encuentra en peligro de extinción, y es probable que sus tasas de desaparición sean superiores a las de los vertebrados. Esta disminución del volumen total de insectos podría suponer, en los términos empleados en un artículo recientemente publicado en Biological Conservation, una «amenaza global de colapso catastrófico de los ecosistemas». Las causas de esa amenaza –sobre las que enseguida volveremos– son descritas con idéntica crudeza en el mismo artículo: «a menos que cambiemos nuestra forma de producir alimentos, los insectos en su conjunto avanzarán hacia la extinción en el plazo de unas pocas décadas» (cf. Sánchez-Bayo & Wyckhuys, 2019: 17, 22).[2]
Cuando en mayo de 2019 el IPBES anunció la publicación de su evaluación mundial de la biodiversidad aprovechó para poner lo obvio de relieve: este «declive global sin precedentes» de la riqueza biológica supone una «amenaza directa para el bienestar humano en todas las regiones del mundo» (IPBES, 2019a). De acuerdo con las conclusiones del informe, en cuya preparación trabajaran más de 500 especialistas, «el ritmo del cambio global en la naturaleza durante los últimos 50 años no tiene precedentes en la historia de la humanidad». Estos drásticos cambios han ocasionado que «el ritmo mundial de extinción de especies sea ya como mínimo entre decenas y cientos de veces superior a la media de los últimos diez millones de años y se esté acelerando». El principal «impulsor directo» de esta aceleración debe buscarse en «los cambios en el uso de la tierra», que tienen en la agroindustria su principal motor (IPBES, 2019b: 12, 24, 28). Sir Robert Watson, principal responsable del estudio, no intentó maquillar las consecuencias humanas de sus resultados: «nos encontramos en una encrucijada; esta degradación y destrucción de la naturaleza no sólo socava el bienestar de las generaciones actuales, sino asimismo el de innumerables generaciones futuras». Mark Rounsevell, responsable de la sección europea del estudio, fue igualmente explícito al hablar de las causas de esta destrucción: «el sistema alimentario es la raíz del problema; el costo de la degradación ecológica no se ve reflejado en el precio que pagamos por los alimentos» (Vidal, 2019).
La raíz del problema
Es interesante hacer notar en este punto que, por algún motivo, esta «raíz del problema» apenas se digna a hacer acto de presencia en los medios de comunicación (cf. Arias Domínguez, 2018). Señalemos, contra la norma pues, que «alrededor de dos terceras partes de la pérdida total de vida salvaje se deben a la producción de alimentos» y, en concreto, a la creciente tendencia a quemar y arrasar con buldóceres millones de hectáreas de bosques y selvas tropicales para transformarlas en monocultivos de cereales con los que posteriormente se ceban miles de millones de animales criados industrialmente, un proceso en el que se disipa «al menos un tercio de toda la cosecha global de cereales y casi toda la de soja: suficiente comida para cuatro mil millones extra de personas» (cf. Lymbery, 2017: xiv-xvi).
Según datos de la FAO, la producción mundial de soja aumentó un 634% entre 1971 y 2016 (Grooten & Almond, 2018: 51). Como veremos, no fue ninguna casualidad: se trata de un negocio que no tardará en arrojar por el precipicio de la historia geológica a la inmensa mayoría de las formas de vida, pero un negocio boyante al fin y al cabo.
Aunque existen otros importantes detonantes de la pérdida de biodiversidad, esta transformación de los principales reservorios terrestres de diversidad biológica en monocultivos a expensas de la ganadería industrial es el de mayor peso. La ganadería es el sector que realiza un mayor uso del suelo, dando cuenta del empleo del 80% de las tierras agrícolas (FAO, 2013: 130). Es este desproporcionado uso del suelo el que hace de la ganadería industrial el principal motor de la deforestación: la expansión agrícola inducida por la sed de grano de la ganadería industrial (cf. FAO, 2009; Lymbery, 2017) es responsable del 80% de la deforestación a nivel mundial (cf. FAO, 2018; Kissinger, Herold & De Sy, 2012). De este modo, «la producción ganadera constituye el principal impulsor de la pérdida de hábitat» (Machovina, Feeley & Ripple, 2015: 420), siendo a su vez la pérdida de hábitat «la principal causa de extinción de especies» (Pimm & Raven, 2000: 843).
Tal y como la propia FAO ha puesto de relieve en sucesivas ocasiones, arrasar selvas y bosques para cultivar leguminosas, arecáceas o cereales con los que alimentar posteriormente a animales criados industrialmente es un sistema de producción de alimentos extraordinariamente ineficiente. Aproximadamente dos terceras partes del valor nutricional y energético del grano se pierden en el proceso de convertirlo, a través de los animales, en carne, huevos y leche. En ocasiones, el despilfarro es prácticamente perfecto: en el caso de la carne de vacuno, por ejemplo, de cada 100 calorías que la vaca recibe en forma de grano ofrece sólo 3 en forma de carne. No cuesta entender, pues, que aunque el ganado consuma la inmensa mayoría de la producción agrícola, de él provenga menos del 20% del suministro mundial de calorías (Ritchie, 2017). Cabe a este despilfarro alimenticio añadir el energético, pues «en este sistema industrializado se invierten muchas kilocalorías (petroleras) en obtener casi las mismas kilocalorías (alimentarias), mientras los cultivos tradicionales diversificados ofrecían rendimientos entre 10 y 20 veces mejores» (Calle Collado, 2020).
Así las cosas, es razonable preguntarse por las motivaciones e intereses subyacentes a la génesis y mantenimiento de un sistema de producción de alimentos tan ineficiente y destructivo. Desde luego, no trataremos de embutir en un par de párrafos nada parecido a una explicación histórica acabada de la forma actual del sector agroindustrial. Sin embargo, aproximarnos brevemente a las líneas generales del proceso nos servirá para comprobar que dicha forma ni ha sido producto de la casualidad ni de las inexorables leyes de la física. Cierto es que tampoco debiera concebirse como el resultado de un deliberado intento de arruinar el planeta, sino más bien como fruto de una serie de contingencias históricas y planes explícitos, en uno y otro caso troquelados por el omnipresente motivo del lucro.
De cara a esbozar los contornos generales de una respuesta a aquella pregunta debemos remontarnos un siglo, a la Primera Guerra Mundial. En aquel momento, los elevados precios del grano condujeron a miles de agricultores estadounidenses a transformar millones de hectáreas de pradera en monocultivos de cereales. El peso osciló con ello de la demanda a la oferta, y la producción excesiva en respuesta a los precios elevados generó enormes excedentes. El gobierno hubo de acudir al rescate, y desde comienzos de los treinta ha venido sosteniendo el sector con subsidios astronómicos. La bonanza sustentada por el Estado condujo a la enorme industria del maíz a buscar nuevos mercados, y los encontró: hoy sólo el 20% del maíz estadounidense se destina al consumo humano. Con el 80% restante se produce biocombustible y pienso para el ganado. Esa búsqueda de nuevos mercados contribuiría decisivamente al giro hacia formas intensivas de ganadería. Los animales que previamente pastaban hierba al aire libre y enriquecían el suelo con fertilizante natural pasaron a comer, hacinados en el interior de naves industriales, cereales subvencionados cultivados en suelos masiva e inútilmente enriquecidos con fertilizantes artificiales –inútilmente, entre otras cosas, porque las tasas de absorción se encuentran en algunas regiones incluso por debajo del 20%: el 80% restante termina en los mares, dando lugar a inmensas zonas oceánicas muertas en las que la eutrofización (exceso de nutrientes) y la hipoxia (déficit de oxígeno) impiden que la vida marina prolifere.
Tras la Segunda Guerra Mundial los países europeos siguieron esencialmente el mismo camino, «destinando miles de millones de dinero del contribuyente a subvencionar la agricultura y dedicando gran parte del cereal obtenido a cebar animales criados bajo techo o en confinamiento cerrado en granjas industriales» (Lymbery, 2017: 47). La industrialización del sector alimentario experimentó tras la guerra una escalada espectacular. Transcurrido apenas un mes desde la rendición de Japón se funda la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), con el propósito expreso de garantizar la «seguridad alimentaria» mundial mediante la «industrialización rural» y la instauración de un mercado internacional de alimentos (cf. FAO, 1946a). El proyecto se desarrolló en dos planos: en el de la declaración de intenciones fue presentado como un esfuerzo de superación del modelo colonial de explotación de mano de obra y recursos; en el de la implementación supuso una ampliación de aquel modelo caracterizada por la homogeneización de la actividad agraria bajo la tutela de la «modernización agrícola» y la guía de los mercados internacionales, dominados por Estados Unidos.
Los organismos internacionales recién fundados, cuando no hubieron de limitarse a contemplar el curso de los acontecimientos, intervinieron en ellos favoreciendo el establecimiento de un sistema económico global cortado por el patrón de los intereses de la nueva potencia hegemónica. En lo atiente al diseño del señalado mercado mundial de alimentos, el escasamente disimulado rechazo estadounidense del multilateralismo se plasmó en la implantación de una red de «programas de ayuda» (cf. FAO, 1946b) que funcionaría en la práctica como un mecanismo para el reciclado de excedentes agrarios e industriales. Se abrieron así vías no sólo para la exportación de la sobreproducción estadounidense, sino asimismo para el patrocinio de la industrialización a escala global del sector agrario, fuertemente dependiente desde entonces del uso de maquinaria y combustibles fósiles y con una importante focalización en la producción y consumo de carne (cf. McMichael, 2006: 173).
Desde entonces hasta nuestros días, la mera retórica humanitaria ha sido cuanto se ha agregado a aquel proyecto de «desarrollo» del Tercer Mundo mediante su incorporación a un «mercado global» controlado por las potencias occidentales: quizá no sea casual la prevalencia del esquema interpretativo «imperialista» en el análisis de los principales especialistas en historia y sociología del sistema agroindustrial (cf., v. g., van der Ploeg, 2008).
El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas describía recientemente el resultado de este proyecto de industrialización y mercantilización global como «una realidad dual, con un sector agrícola muy competitivo orientado a la exportación, altamente tecnificado y al que los gobiernos dan muchas facilidades, y el sector de la agricultura familiar, que es el que realmente alimenta a la población, que carece de acceso a la tecnología, los mercados, los servicios públicos básicos y el apoyo financiero y que además ocupa las tierras de peor calidad» (PMA, 2018). Y es que, en efecto, a pesar de que sólo el 1% de las explotaciones agrarias sean mayores de 50 hectáreas, ese 1% controla el 65% de las tierras agrícolas; aun así, más del 80% de la alimentación global depende de granjas familiares (FAO, 2014: xi; v. et. Korol, 2020).
Asimetrías e hipocresías
Como es la norma, las comunidades humanas del Sur global son las que más directamente sufren los impactos de la irracionalidad económica occidental. Tal y como destacaba recientemente WWF, «alimentar animales con cultivos que podrían ser consumidos por los seres humanos no es sólo una forma ineficiente de agregar proteína a un tipo de dieta que está teniendo un impacto negativo en nuestra salud», sino que supone, además, una grave amenaza para la seguridad hídrica y alimentaria de la población en regiones como «los bosques de la Amazonía, el Cerrado, la cuenca del Congo, el Yangtsé, el Mekong, el Himalaya o la meseta del Decán, [que] ya sufren una presión considerable sobre sus recursos de tierras y aguas y no están adecuadamente protegidas por leyes medioambientales» (WWF, 2017).
Alguno de los gobiernos de esas regiones había comenzado a implementar exitosos programas de protección frente al expolio corporativo. Fue el caso de Brasil, cuyos logros en materia de conservación durante el gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) fueron unánimemente aplaudidos por la comunidad científica (cf., v. g., Nepstad et al., 2014; Amigo, 2020). Aquellos años de «excesos regulatorios» e «injerencias estatales» terminarían, no obstante, bajo la bota de los intereses mercantiles y el pie de un gobierno tan indiferente a la destrucción de su país como caro a los mercados: la perspectiva de «una política económica ultraliberal que apuesta por las privatizaciones masivas, la reducción del Estado y una reforma impositiva regresiva bastó para que la Bolsa y las grandes multinacionales abrazan al ultraderechista» (Marra, 2018). El equipo editorial del Wall Street Journal celebró sin demora el primer paso hacia el Palacio del Altiplano de la entonces emergente promesa de la democracia latinoamericana: puede que en ocasiones haga declaraciones inadecuadas, advertían los editorialistas tras la amplia ventaja de Bolsonaro en la primera vuelta, pero no es más que un defensor de los valores tradicionales que supo conquistar el corazón de la «clase media» con sus propuestas para contener el crimen y liberar a los empresarios del control gubernamental (cf. WST, 2018).
Apenas se había calzado el pie la bota cuando los aranceles anejos a la ofensiva geoestratégica que la administración Trump lanzara contra China inclinaron a este país a buscar en Brasil la soja que hasta entonces importaba desde Estados Unidos, para desesperación de las personas interesadas en el futuro del planeta y regocijo de los mercados: las proyecciones de incremento de la demanda y la tolerancia institucional hacia la devastación medioambiental hicieron que el MSCI registrara un desenfrenado aumento de interés inversor en la región (cf. Fuchs, 2019).
Que la destrucción de la Amazonía iba a redoblarse con la toma de poder de Bolsonaro era algo que no sólo sabían aquellos inversores que, sin demora, acercaron a la sardina de sus activos las ascuas del predecible incendio. Las líneas maestras de la historia de terror que se avecinaba habían sido anunciadas con total claridad. Para confirmarlas, en enero, recién estrenado su poder, Bolsonaro puso al frente del Ministerio de Agricultura a una antigua representante de la agroindustria y le concedió por decreto potestad para derogar restricciones a la explotación de territorios indígenas previamente protegidos. Instigadas por la acumulación de pronunciamientos que indicaban que las pocas regulaciones que sobrevivieran a la apisonadora serían desatendidas, las agresiones a indígenas y la invasión y destrucción de sus territorios se dispararon inmediatamente. Lo que cabe esperar cuando se «envalentona al agronegocio para que incendie la Amazonía y ataque a los pueblos indígenas» (Goodman, 2019) es que sucedan ambas cosas; y sucedieron.
Tan siquiera fue necesario esperar al agosto de la «temporada de la queimada»: datos oficiales apuntaban ya en julio a un dramático aumento de la deforestación. En respuesta, el patrono de la «clase media» emprendió la reconversión del organismo público que proporciona esos datos en una agencia de colocación de amiguetes militares. Después, ya en agosto, en medio de la masiva ola de incendios que copó los titulares internacionales, acusó a las organizaciones ecologistas de provocarlos ellas mismas, airadas por su expulsión de la agencia estatal de colocación. Para entonces, lo que quedaba de los sofisticados órganos de control de la época del PT informaba que entre el 1 de enero y el 18 de agosto los incendios forestales habían aumentado hasta prácticamente duplicar los declarados durante el mismo periodo del año anterior. Luego, ya en septiembre, un informe de Human Rights Watch despejaba las dudas, si alguna vez las hubo: no fueron los ecologistas quienes incendiaron la selva, sino una criminal alianza entre las autoridades y la agroindustria. Así, mientras el ejecutivo «saboteaba el trabajo de los agentes medioambientales que seguían en plantilla» tras la marea de recortes y despidos a comienzos de año, grupos mafiosos bien organizados enviaron matones armados para que intimidaran, agredieran y asesinaran a los defensores indígenas del territorio. A continuación, coordinaron enormes operaciones de tala, transporte, procesamiento y venta de madera. Finalmente, retiraron la vegetación restante para quemarla en la época seca y abrir espacio a las actividades agroindustriales. El informe cita numerosos testimonios de indígenas, miembros de comunidades locales y «defensores de los bosques» de acuerdo con los cuales «el temor a represalias por parte grupos criminales se intensificó desde la elección de Bolsonaro» (HRW, 2019: 9, 137). La promesa de campaña de arrasar con los mecanismos de fiscalización medioambiental erigidos desde 2003 se había convertido en una señal de vía abierta al negocio de arrasar la selva.
Los líderes europeos expresaron, como suelen, una profunda preocupación. No obstante, esa preocupación se limitó, como asimismo suele, al ámbito de las declaraciones. Las relaciones comerciales entre Brasil y la Unión Europea (UE) permanecieron intactas. La soja sigue siendo el principal producto de exportación brasileño y, por algún motivo, la cosecha 2019-2020 fue extraordinaria: Brasil es ahora el principal exportador mundial de este producto, rebasando holgadamente a Estados Unidos, anterior líder en este ranking. La práctica totalidad de la soja que importa la Unión Europea (en torno al 85%) procede de Estados Unidos y Brasil –país que permite el uso de decenas de pesticidas prohibidos en la UE–, y el aumento de la fracción brasileña no se ha visto obstaculizado por los ceños fruncidos frente a las cámaras tras los incendios. La práctica totalidad de esa soja (también en torno al 85%) se destina, por cierto, a la fabricación de pienso para ganado. Las tendencias previas siguieron pues inalteradas su curso, y quizá lector malintencionado encuentre alguna relación entre esas tendencias y las astronómicas inversiones en política de los gigantes del sector agroindustrial. Así, si durante las negociaciones del TTIP «los grupos de presión relacionados con los agronegocios superaron con creces a todos los demás» en sus cabildeos con la Comisión Europea (CEO, 2014), el espectacular incremento proyectado para las exportaciones agrarias por el tratado Mercosur-UE «corresponde a lo que los gobiernos de ambos lados del Atlántico prometieron a los lobistas del sector agroindustrial durante la negociación del acuerdo» (GRAIN, 2019).
Círculos viciosos
Mientras las políticas efectivas siguen contradiciendo las magnánimas declaraciones de nuestros líderes políticos, sigue también discutiéndose si existirá un punto de no retorno a partir del cual la deforestación de la Amazonía se acelerará de forma abrupta dejando tras de sí algo parecido a la sabana africana, pero con mucha menos biodiversidad. Aunque los detalles son interesantes, el proceso puede describirse con sencillez: menos árboles se traduce en menos humedad, que a su vez se traduce en menos árboles, y así sucesivamente hasta un punto en que la velocidad a la que gira el círculo vicioso se deboca. De acuerdo con algunos especialistas, al ritmo actual podríamos alcanzar ese punto entre el final de esta década y el comienzo de la siguiente. Otros, más optimistas, ubican ese umbral un poco más alto, pero coinciden en que «estamos jugando a la ruleta rusa mediomabiental». Finalmente, otros opinan que no disponemos aún de suficiente evidencia para determinar con precisión ese umbral, y que de hecho la propia idea es peligrosa, pues hace pensar que existe un punto por debajo del cual la Amazonía estaría a salvo. En cualquier caso, los especialistas de cada uno de estos tres bandos convienen en que avanzamos a buen ritmo hacia el colapso del mayor bosque tropical del planeta (cf. Amigo, 2020). Buena parte de la sangre y las cenizas que queden por el camino deberá achacarse a la señalada hipocresía europea –y así, en último término, y en la medida en que vivimos en sociedades con amplios márgenes para la organización y la respuesta, a todos y cada uno de los europeos, particularmente a los que vivimos en un país que produce más del triple de carne de la que consume e importa desde Brasil más de la mitad de la soja con la que ceba a su cabaña.
Sea como fuere, la devastación de la Amazonía y la sexta extinción masiva no son los únicos logros en el palmarés de la agroindustria. El cambio climático es con toda probabilidad la mayor amenaza que jamás se haya cernido sobre nuestra civilización, nuestra especie y nuestro planeta tal y como lo conocemos, y la irracionalidad agroindustrial es uno de sus principales motores. Así, si por una parte el sector es responsable de entre una cuarta y una tercera parte de los gases de efecto invernadero que emitimos a la atmósfera (cf., v. g., Poore & Nemecek, 2018; Gilbert, 2012), por otra, impide que esos gases sean reabsorbidos por los ecosistemas que arruina, particularmente por las selvas tropicales, que habían venido siendo concebidas como un importante amortiguador del cambio climático dado su potencial para la recaptación natural de nuestras emisiones de carbono.
Anotemos de pasada que, si bien es cierto que el papel de los ecosistemas boscosos en el calentamiento global es un tema de investigación abierto y en debate, lo que no está en cualquier caso en duda es el potencial mitigador de los «claros enfriadores climáticos» que constituyen los bosques tropicales, principales afectados por el embate agroindustrial (Popkin, 2019: 281). Lamentablemente, la degradación de estos enormes sumideros de carbono parece estar haciendo de ellos gigantescos emisores netos: según datos publicados en Science en octubre de 2017, en lugar de absorber carbono, los ecosistemas tropicales estarían ahora comenzando a emitirlo a un ritmo superior al de todo el tráfico de Estados Unidos (Baccini et al., 2017).
A su vez, el cambio climático produce efectos que, en un nuevo círculo vicioso, ocasionan o aceleran la extinción de especies. De este modo, por ejemplo, cerca de la mitad de las especies marinas serían vulnerables o se encontrarían en riesgo a causa de los efectos del cambio climático (Jones & Cheung, 2017) y, de hecho, la biodiversidad de algunos ecosistemas marinos podría verse reducida en un 80% antes del final de siglo por el solo impacto del cambio climático (Asch, Cheung & Reygondeau, 2018).[3] Prolongando estas conclusiones, un reciente trabajo publicado en Nature proyectaba las perspectivas que el cambio climático arroja tanto para las especies marinas como para las terrestres. Sus resultados no podrían ser más explícitos: de continuar al ritmo actual de emisiones, «el inminente riesgo de pérdidas repentinas y severas de biodiversidad a causa del cambio climático» se plasmaría en «eventos de exposición abrupta» a condiciones que rebasarían los nichos climáticos de amplias proporciones de las especies marinas tropicales antes de 2030 y de las especies que habitan bosques tropicales y latitudes más altas en las dos décadas subsiguientes (Trisos, Merow & Pigot, 2020: 496).
Finalmente, debemos añadir al palmarés de la agroindustria la perturbación de los ciclos biogeoquímicos. Se trata de un extremo de enorme relevancia que, sin embargo y por mor de la concisión, sobrevolaremos aquí sin entrar en ninguna clase de detalles. La noción de ciclo biogeoquímico alude al conjunto de procesos físicos, químicos y biológicos implicados en la trayectoria que siguen a través de la atmósfera, la hidrosfera, la litosfera y la biosfera los diferentes elementos y compuestos químicos fundamentales para el funcionamiento de esta última. Así, por ejemplo, las diferentes formas en las que el nitrógeno atmosférico se incorpora a la composición de suelos y seres vivos para retornar con posterioridad a la atmósfera vienen dadas por unas determinadas pautas dependientes del equilibrio dinámico de la biosfera. Nosotros conocemos una forma específica de ese equilibrio, y hay muchas otras que no podríamos conocer: tal sería el caso en que, por ejemplo, todo el nitrógeno se encontrara disuelto en los océanos.
Existen muchas maneras de perturbar estos ciclos, y la agroindustria ha explorado la práctica totalidad de las mismas. Destacan entre ellas sus peligrosos números de baile en la cuerda floja de los ciclos del fósforo y el nitrógeno, que ejecuta sin red de seguridad al haber rebasados ya los límites biofísicos del planeta (cf. Steffen et al., 2015). El tránsito de la agricultura tradicional al monocultivo intensivo requirió de insumos masivos de fertilizantes artificiales, que alteraron drásticamente las pautas a las que aludíamos en el párrafo anterior, afectando a la capacidad de reposición natural de nutrientes, acidificando los suelos, emitiendo gases de efecto invernadero y contaminando gravemente los acuíferos.
El caso del nitrógeno es especialmente elocuente. Su presencia es necesaria para la vida –de hecho, forma parte de moléculas tan esenciales como las propias bases nitrogenadas–, pero también escasa en la mayoría de los ecosistemas. La agricultura tradicional dependía, como la industrial, de la asimilación de nitrógeno por parte de las plantas, pero mientras la agricultura tradicional resolvía el problema de la reposición de nitrógeno mediante rotaciones y abonos naturales, la industrial lo «resuelve» destrozando suelos y acuíferos con fertilizantes industriales. A día de hoy, en nuestro planeta se fija más nitrógeno a través de los procesos industriales mediante los que se producen los fertilizantes artificiales que mediante los procesos naturales bióticos y abióticos. A su vez, estos procesos industriales consumen enormes cantidades de combustibles fósiles, de forma que «estamos produciendo cuerpos vivos a base de petróleo y gas natural» (Picazo, 2020). Como señaláramos más arriba, sólo una escasa proporción del nitrógeno artificialmente añadido al ciclo es asimilado por los vegetales: el resto contamina tanto los acuíferos adyacentes como la atmósfera, contribuyendo al cambio climático y a otras lindezas del tipo de la lluvia ácida. No cabe cerrar este apartado del palmarés de la agroindustria sin indicar que, al tiempo que la agricultura industrial arruina por vías como la apuntada suelos y acuíferos, la ganadería industrial hace otro tanto, convirtiendo en su caso lo que otrora fueran abonos naturales en peligrosos residuos tóxicos –según datos oficiales, la agroindustria española ha logrado contaminar ya la mitad de nuestras masas de agua subterráneas con los nitratos de sus fertilizantes y sus purines.
La urgencia de otro modelo
Dada la acumulación de evidencia acerca de los deletéreos efectos del sistema agroindustrial, huelga incidir en la urgencia de pergeñar alternativas a este «autor directo» de la pérdida de biodiversidad y «cómplice necesario» del cambio climático. Por suerte, no es necesario recurrir a la literatura técnica para imaginar formas sostenibles de producir alimentos, porque de hecho han existido en todo tiempo y lugar hasta que la mercantilización global y la «industrialización rural» comenzaran a desplazarlas hace unas pocas décadas. No obstante, también en la literatura técnica encontrará el lector las conclusiones que habrá podido extraer por sí mismo. En un artículo recientemente publicado en una de las «filiales» de Nature leíamos que «las preocupaciones sobre la insostenibilidad de la agricultura industrial han promovido el interés en otros sistemas agrícolas, como la agricultura orgánica, la integrada y la de conservación». Sin embargo, advertían los autores, a pesar de ese interés, son muchos los obstáculos que han de enfrentar esos «otros sistemas agrícolas», principalmente «los poderosos intereses creados y las políticas existentes». Dichos obstáculos, se concretan esencialmente en que «las corporaciones agroindustriales globales y nacionales, las industrias agroquímicas, las compañías de productos básicos y las empresas alimentarias tienen un gran interés en preservar el modelo agroindustrial convencional, gobiernan el mercado en el sistema alimentario cada vez con mayor poder y han influido fuertemente en la política pública para favorecer este modelo. La consolidación de las industrias, la concentración de poder en el mercado y muchas políticas agrícolas pasadas y actuales han conducido a una disminución de la diversidad agrícola» y han puesto en desventaja las prácticas agrícolas más sostenibles. Los autores constatan la ausencia de apoyo político a una reforma sostenible del sector, particularmente conspicua en la masiva asignación de fondos públicos al modelo industrial e intensivo del sector alimentario, y hacen una llamada a los responsables políticos para que fomenten un modelo más sostenible (Reganold & Wachter, 2016).
Por algún motivo, la llamada no ha recibido respuesta. De hecho, la alarma sanitaria provocada por la pandemia de COVID-19 ha servido para cerrar filas en torno al modelo agroindustrial, perjudicando ostensiblemente a aquellos «otros sistemas agrícolas». De este modo, por ejemplo, el estado de alarma decretado por el gobierno español el 14 de marzo abrió la puerta a la especulación de las grandes cadenas de supermercados con productos básicos (Forner, 2020) al tiempo que obstruía el autoconsumo y el comercio de proximidad –para desconcierto e indignación de los correspondientes actores sociales, que elevaron peticiones a los ministerios de agricultura e interior con el apoyo de miles de ciudadanos y la adhesión de cientos de sindicatos, ONG y centros universitarios de investigación (cf. Rivas, 2020; Tena, 2020; Soberanía Alimentaria, 2020; v. et. Rius, 2020).
La inercia institucional de zancadillas a aquellos «otros sistemas agrícolas» y auspicio de los gigantes de la producción y la distribución alimentaria no es nueva ni sus efectos difíciles de constatar. Así, por ejemplo, a nivel mundial, «tres
[empresas]
controlan el 51% del mercado de agroquímicos, diez comercializadoras de alimentos gestionan el 90% del transporte mundial, diez compañías controlan el 90% de la transformación y el 30% de las ventas (distribución) está en manos de sólo diez corporaciones» (Escalante & Oteros Rozas, 2020).
Podemos analizar para el caso español esta inercia en dos planos: el comunitario y el nacional. El primero lo protagoniza la Política Agrícola Común (PAC) de la Unión Europea, principal partida del presupuesto comunitario cuyo objetivo fue, desde su creación, el incremento de la producción agraria y ganadera con vistas a la exportación de unos excedentes que ingresan en los mercados internacionales con precios artificialmente bajos gracias a las generosas subvenciones (cf. Wirth, 2020). Además, la política de subsidios de la PAC, sujeta al tamaño de las explotaciones, ha contribuido a concentrar el sector en muy pocas manos y a cebar, de paso, algunas de las mayores fortunas dentro y fuera de las fronteras europeas (cf. Press Association, 2016). Este amable impulso colectivo a la competitividad de los actores mejor situados en el mercado ha servido para que la UE venga perdiendo anualmente medio millón de granjas, un volumen de negocio que, desde luego, no se sacrifica a los dioses, sino que se desplaza hacia las élites de un sector cada día más concentrado e industrializado. Gracias a esta masiva protección de la élite de la agroindustria «la producción industrial y el consumo excesivo de carne, leche y huevos en Europa está teniendo un impacto devastador en nuestra salud, en la naturaleza y en el clima. El hecho de que la Comisión ni siquiera mencione el problema muestra que la UE está dormida al volante mientras que nuestro sistema de alimentación y agricultura se dirige directamente hacia el desastre» (Greenpeace, 2017).
En el plano nacional, estas políticas comunitarias se han combinado con otras autóctonas para expulsar del campo a los agricultores independientes y pequeños propietarios y poner sus explotaciones en manos de un número de empresas que decrece año tras año. Así, por ejemplo, cerca de 21.000 de las 57.000 explotaciones ganaderas familiares activas en 2006 tuvieron que cerrar en la década subsiguiente a causa de su incapacidad para competir en un mercado dominado por macrogranjas (Bayona, 2020a). Del mismo modo, cerca de 100.000 agricultores independientes abandonaron el campo entre principios de 2008 y finales de 2019 (Bayona, 2020b).
Esta masiva reducción del número de explotaciones hace que las que aún existen sean cada vez de mayor extensión, en un proceso en el que se dan la mano dos tendencias: «la implantación de grandes empresas, en ocasiones participadas por fondos de inversión y que cultivan fincas de cientos de hectáreas, y la ampliación de la superficie a la que se ven obligados los pequeños propietarios para intentar seguir haciendo rentables sus explotaciones» (Bayona, 2020c) «en un mercado cuyo funcionamiento está estrangulando la rentabilidad de sus negocios mientras el pastel de la producción de alimentos no deja de crecer» y el asalariado «uberizado» sustituye al agricultor independiente (Bayona, 2020d). Sobra recordar que los subsidios de la PAC no han servido para incentivar la «competitividad» de aquellos «otros sistemas agrícolas», sino más bien la dinámica de un sector en el que «conviven los elevados beneficios de las grandes empresas con la baja rentabilidad de las pequeñas explotaciones y la expulsión del ramo de los agricultores tradicionales»: de los 900.000 receptores españoles de esas ayudas, al menos 650.000 no son sino rentistas con una participación indirecta o inexistente en el sector mientras la proporción del volumen total de las subvenciones para el Desarrollo Rural que llega a las familias del agro se mueve entre lo marginal y lo anecdótico (Bayona, 2020b).
En nuestro país, la acumulación en unas pocas manos del grueso del negocio de la producción agraria se replica en el otro extremo de la cadena, pues el negocio de la distribución se encuentra igualmente concentrado en un mercado en el que el 80% de la fruta y la hortaliza se destinan a la exportación mientras el resto se lo reparten la industria de procesamiento y las grandes superficies: apenas un 1% circula en los mercados locales (Bayona, 2020e).
Poner coto a la insostenibilidad social y ambiental del sector alimentario pasa por revertir el resultado de décadas de aplicación de políticas que han favorecido desproporcionadamente la concentración, la intensificación y la industrialización del sector. Para ello, resulta imperativa la relocalización de la producción y la diversificación de la distribución, pues la recuperación de la producción y el consumo agroecológico local es nuestra única arma no sólo contra la hegemonía del monocultivo intensivo altamente dependiente de combustibles fósiles y fertilizantes industriales, sino asimismo contra la irracionalidad de la importación desde la otra punta del planeta de alimentos que siempre se han producido en nuestros territorios.
En vista de la señalada inercia de regalos para la élite y zancadillas para el resto, sería imprudente esperar a que los principales centros del poder político y económico respondan a las llamadas de la comunidad científica y la sociedad civil. Por una parte, para el consumidor es cada día más sencillo dar la espalda a la agroindustria y las grandes cadenas de supermercados participando en grupos y cooperativas de consumo locales. Además, la información disponible acerca de la inviabilidad de la producción y consumo generalizado de productos de origen animal debiera comenzar a afectar a sus decisiones alimentarias (cf. Goodman, 2018). En este punto, la evidencia disponible es clara: en palabras de Joseph Poore, autor de la mayor base de datos sobre el impacto ambiental de la industria alimentaria (Poore & Nemecek, 2018), «una dieta vegana es probablemente la forma más sencilla de reducir el impacto humano en el planeta, y no sólo desde el punto de vista de los gases de efecto invernadero, sino asimismo desde el de la acidificación global, la eutrofización, el uso de la tierra y el uso del agua» (Carrington, 2018).
Por otra parte, más allá de la cuestión de la iniciativa personal y la ética del consumidor, los movimientos sociales serán cruciales de cara a emprender las necesarias reformas. Hemos visto ya surgir y crecer movimientos como Vía Campesina o Slow Food, con resultados sumamente alentadores en la regeneración de la soberanía alimentaria y la preservación de eficientes y sostenibles tradiciones agrarias. Puede que la crisis de la biodiversidad no sea tan mediática como la climática, y es más que probable que ello se deba a su escasa rentabilidad –a diferencia de lo que sucede con el mercado de las energías renovables, la única forma de colocar capital en biodiversidad consiste, esencialmente, en invertir en su ruina–, pero no es exagerado decir que de nuestro compromiso y nuestra capacidad para profundizar en los resultados de iniciativas y movimientos como los indicados depende el futuro de la biosfera.
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[1] En un artículo anterior, los autores llamaban ya la atención sobre la significación de esta laguna (cf. Ceballos et al., 2015: 4).
[2] Nótese que las críticas de carácter metodológico que cupiera realizar a estudios como el citado no afectan a la validez de la atribución etiológica contenida en nuestra cita. En este sentido, si bien el propio informe del IPBES que comentamos a renglón seguido destaca que la proporción de especies de insectos en peligro de extinción es altamente incierta, su diagnóstico de los principales motores de la pérdida biodiversidad no difiere sustancialmente del realizado en el estudio citado. Por otra parte, en lo tocante a la cuestión de las tasas de desaparición, el más comprehensivo estudio realizado hasta la fecha, publicado hace apenas una semana en Sciencie, arroja datos curiosos: mientras los insectos terrestres estarían desapareciendo a una preocupante tasa cercana al 1% anual –que puede sonar a poca cosa pero supone una pérdida de en torno a la cuarta parte del total en apenas tres décadas–, las poblaciones de insectos de agua dulce no sólo no habría disminuido sino que de hecho habrían aumentado a un ritmo similar durante las últimas décadas (cf. van Klink et. al., 2020).
[3] A estos daños indirectos a los ecosistemas marinos habría que añadir los directos, pues más de una tercera parte de los peces que se extraen cada año de los océanos se destina a la alimentación de animales que accederán luego al mercado alimentario, lo que supone, más allá de la cuestión de su impacto medioambiental, un nuevo ejercicio de rodeo alimentario con enormes pérdidas de calorías y nutrientes (Alder et al., 2008).