Inicia estos días el gobierno el plan de desescalada del confinamiento. Y las autoridades nos informan a diario de la situación sanitaria y de la económica. Me centraré en esta: producto interior bruto, tasa de actividad, tasa de inflación, tasa de paro, etc.
Muchos indicadores económicos. Parlamento, prensa, tertulias mediáticas y agentes sociales en pleno los aceptan como los instrumentos fidedignos que “toman el pulso a la realidad”. Debatirán después sobre si han sido bien elaborados, y de las consecuencias que de ellos se derivarán, pero nadie duda de que tales instrumentos de la Economía son el único medio para conocer la realidad social, de modo igual a que el microscopio lo es para conocer la realidad microbiana.
La ciudadanía ignora qué y cómo agregan los indicadores económicos, pero comulga con ellos en el noticiario de cada día: ¿cómo iba a dudar de su infalibilidad cuando todo el espectro de voces autorizadas coincide en la Verdad de los mismos? Es difícil exagerar la fuerza litúrgica que tiene para la gente la recitación en monótona melopea de los datos. Porque, además, se expresan en números, a los que se atribuye un plus de rigor científico: ¡donde se ponga un dato que se quiten las ideas! Podrá interrogarse alguien qué sea el trabajo, o qué la inflación, pero cuando la ministro/a afirma que hay 3.754.291 parados/as, y que la inflación es de 1,257 puntos, la persona incrédula es rescatada en el acto de la vaporosidad filosófica y llevada de sopetón al plano de los hechos duros de la realidad.
En estas estábamos cuando vino la pandemia, que ha alterado todo y, por supuesto, los datos que arrojan los indicadores: todos pintan bastos, y la gente, ya afligida por el contagio, se acongoja con la Economía. No es para menos, porque Salud y Economía son los dos parámetros que miden el Bienestar, que es el sueño de nuestro tiempo como la Salvación del Alma lo fue en otro pretérito. Y si las autoridades de aquel tiempo protegían la salud de las almas, las nuestras protegen la salud material y económica. Por eso, cuando hoy el telediario nos dice que “El FMI prevé que la Economía se desplome un 8% y el Paro repunte al 21%” el abatimiento debe ser tanto como el que padeció la feligresía en el tiempo de las brujas. Entonces, los mismos jueces, según cuenta Caro Baroja (Las brujas y su mundo), veían ejércitos de demonios asolándolo todo. Seguro que la fe de las autoridades de hoy en el PIB y la tasa de empleo no es menor que la de las autoridades de entonces en la fuerza enteógena de los aquelarres.
Pero Baroja constata que, aun en los períodos de exacerbación del pánico al demonio, hubo incrédulos. Unas veces pasaron por idiotas o excéntricos, pero otras sufrieron castigo. Muchos/as figuran hoy en el panteón de honor de la tradición humanista y en la historia de la tolerancia: el Cervantes de El coloquio de los perros, el Quevedo de El Buscón, Michel de Montaigne, Pedro de Valencia, Feijoó, Voltaire, el Goya de las representaciones de brujas…
La izquierda presume con razón del legado de estas personalidades, porque en su origen, los diputados que se situaron a la izquierda de la Asamblea Constituyente en 1789, se opusieron al poder de veto del Rey, es decir, al absolutismo. Los aunó el aprecio por la confrontación abierta de las ideas y la defensa de la igual libertad. Pero quién negará que ese legado se compone también de dogmatismo y represión, ya desde el “reinado del terror” de Robespierre. Con todo, la izquierda continúa estimando la tolerancia y la autonomía personal, y por eso, quien recurre a esa tradición para defender posiciones de poder, invoca su nombre en vano.
La noción de “economía” nació por la misma época que la de “izquierda”, pero los objetivos de aquellos primeros “economistas” poco tenían que ver con los de sus coetáneos izquierdistas. La economía es una creencia que dota de sentido ideas como “valor de uso/de cambio”, “producción”, “trabajo productivo”, “capital”, “relaciones sociales de producción”, etc. Y da origen a una curiosa concepción de riqueza, que, como demuestra Mircea Eliade (Herreros y alquimistas) procede de la tradición de los alquimistas. Según la nueva Ciencia Económica, la riqueza se crea y crece, es decir, que de nada puede obtenerse algo, o de menos más, siendo su plasmación más perfecta el dinero, a cuyo rasero deben reducirse las cualidades de las cosas. Porque el dinero, el capital, es en esencia vida humana “estacionaria”, que, por así decir, podrá vivificarse reinvirtiéndose en nuevas actividades, en una espiral de enriquecimiento. La materia y energía no humana de que están hechas las mercancías son un fondo inerte y sin valor: el recipiente que encripta vida humana hibernada. Hay en ello un trato faústico con la trascendencia, una nueva religión, como supo ver Walter Benjamin: la actividad humana que queda incorporada en el dinero no muere, permanece cataléptica y despersonalizada, pudiendo “resucitar” mediante nueva intervención humana en un proceso ampliado (“crecimiento”).
Hasta la mitad del siglo XIX, los anhelos de la izquierda se orientaron a la consecución de la igual libertad ciudadana, un empeño distinto al de la acumulación de riqueza, que consideraban enemiga de la libertad. Hasta que llegó Marx, que, como ha argumentado Hannah Arendt (Sobre la revolución), tuvo la ocurrencia de interpretar las protestas por el salario de los operarios y el enriquecimiento de los propietarios como los medios de que se vale el demiurgo dialéctico de la Historia para el avance de la libertad. La preponderancia que el marxismo ha tenido después en la izquierda ha contribuido a que se olvide por qué los izquierdistas primeros despreciaban la riqueza. Porque Marx santificó el enriquecimiento (“desarrollo de las fuerzas productivas”), de los capitalistas primero, como paso previo al enriquecimiento final de la humanidad toda. Y santificó también la que desde entonces se ha llamado la “lucha de la clase trabajadora” a la par que celebraba el desprecio por las culturas campesinas. Al atribuir a la “clase obrera” el papel estelar de “sujeto histórico revolucionario” y “vanguardia de la humanidad”, ha hecho creer a millones de oprimidos que tenían que sufrir gloriosamente su encadenamiento a ocupaciones viles y perniciosas. Según Marx, ellos “fabrican el Futuro Socialista” en la megamáquina industrial. El retruécano argumental de Marx bordea también las fronteras de lo religioso, porque dota a las “masas trabajadoras” de aura y de sentido sacrificial: todo trabajador/a industrial o minero que se enorgullece de “machacar su vida” en cualquier polígono industrial, en cualquier mina del mundo, es heredero, todavía, de la soteriología marxista, porque cree que su sufrimiento marcha en el sentido de la Historia.
Este “materialismo histórico”, más la maduración de la economía política por los marginalistas, fueron polémicamente poniendo a punto la Ciencia Económica que conocemos, un lenguaje pronto adoptado por las oligarquías, dictaduras y totalitarismos que se han sucedido hasta hoy. El discurso de los jerarcas se ha teñido de jerga económica, combinado, según los casos, con versiones excluyentes y supremacistas de nacionalismo, racismo y machismo, o con decorados democráticos. La Economía ha venido a ser así una mentira del poder, pero es verdadera la crueldad y el daño que provoca esa lógica. En lugar de medir la tasa de empleo, ¿por qué no miden el sufrimiento que causa en millones de personas el chantaje del “Puesto de Trabajo”?; ¿o por qué no contabilizan los pasivos ambientales y la ignominiosa deuda ecológica con el Sur y con nuestros hijos?
Es de lamentar que corrientes importantes de la izquierda continúen validando el lenguaje de la Economía. Es una izquierda que, al hacer profesión de fe de la Economía y sus indicadores, consigue quizá ministerios, pero al precio de su complicidad con el aparato de dominación demencial que se esconde tras el discurso econométrico. Y al precio de desoír, incluso obstaculizar, otras lógicas que quieren abrirse paso, como el republicanismo, centrado en la igual libertad, o la ecología política, atenta a los bienes ecosistémicos. Esta “izquierda ministerial” rompe con la tradición que inauguraron los izquierdistas de 1789, porque el absolutismo de entonces lo encarna hoy la “Exigencia del Crecimiento Económico”, ante la que se prosternan.
No ha de extrañar que esa izquierda dé la espalda a intelectuales críticos y heterodoxos. Como es el caso de José Manuel Naredo, o de Joan Martínez Alier, o de Manuel Delgado Cabeza. Intelectuales tenaces que han venido destejiendo la trama de la Ciencia Económica. Afirmaba Martínez Alier hace unos días que el PIB es un invento metafísico para disciplinar a la gente. Naredo (Taxonomía del lucro) descompone pieza a pieza este y otros indicadores de las así llamadas Cuentas Nacionales, que albergan lucros de orígenes mezquinos e inconfesables. Delgado Cabeza (Andalucía en la otra cara de la globalización) analiza los efectos que tiene para Andalucía la validación oficial de estas Cuentas. Ellos alientan la vocación de la libertad y ejercen magisterio sobre mucha gente que continúa su camino. ¡Qué paradoja que sean ignorados por ministros/as (minister) sin magisterio, pero con burocracia!
José Manuel, Joan, Manuel, continúan en este siglo la noble tradición de descreídos y antiautoritarios, como lo fueron las personalidades más destacadas de la izquierda durante el siglo XX en Europa Occidental: María Zambrano, Albert Camus, Antonio Gramsci, Federica Montseni, Marcos Ana, José Saramago… Son maestros, maestras, y más allá de la etiqueta que se pusieron o que les pongamos, pertenecen al linaje de los escépticos e irreverentes a que se refería Baroja. A muchos y muchas les cupo en vida presentarse como comunistas, pero, si miramos con atención sus obras y quehacer intelectual, vemos que dirigieron su palabra y ejemplo contra las doctrinas y doctrinarios con los que toparon. Ello les hermana con figuras de Europa Oriental como Lidia Chukovskaia, Czeslaw Milozs, Andréi Sájarov o Alexander Solzhenitsyn, que tuvieron que vérselas con la realización más aberrante del marxismo. Pero a todas las vemos ahora aunadas, porque cada una se enfrentó a su Gran Inquisidor (Dostoievski, Los hermanos Karamazov).
Estos días de inicio de la desescalada, oímos a los ministros “de izquierda” recién admitidos en “la casta” predicar la “recuperación de la senda del trabajo, del consumo y del crecimiento”. Realmente, invocan la tradición de la izquierda en vano.