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Vulnerabilidades, pactos, empresarios y reformas

Fuentes: mientrastanto.e

I

La pandemia ha traído consigo una crisis económica. Cabía la posibilidad de que esto ocurriera sin el coronavirus, pero este la ha hecho inevitable. España figura entre los países con un porvenir más negro, también algo previsible. Los problemas estructurales específicos que se detectaron en la crisis anterior (y que también situaron al país entre los más afectados) seguían ahí. No se hicieron las reformas que realmente hubieran podido mejorar la salud de nuestra economía y, como ha ocurrido con la salud, la covid ha castigado más a los más débiles. Tampoco esto ha sido una sorpresa, pues había bastante gente que lo preveía (uno de los cortes publicitarios que emitía la SER a diario era un comentario de Milagros Pérez Oliva alertando del tema. No es una especialista, pero sí una buena periodista con buenas antenas y sensibilidad). Quizá la crisis no fuera inevitable, pero estaba claro que, de estallar, volvíamos a tener todos los números para ganar el premio gordo. La economía española lleva muchos años instalada en una montaña rusa. Lo malo es que no se trata de una atracción, sino de una realidad con un coste social brutal en cada caída y una recuperación insuficiente en la fase de subida.

La economía y la sociedad españolas presentan unas vulnerabilidades básicas que conviene tener en consideración.

Una especialización productiva que la vuelve muy frágil ante cualquier cambio. La globalización ha generado una mayor especialización de la actividad económica, algo que en España se ha traducido en un continuo proceso de desindustrialización y en un predominio del binomio turismo-construcción como eje de la actividad económica. La construcción fue el gran factor de impulso en la anterior fase de crecimiento, pero quedó tocada tanto por la enorme sobreoferta de vivienda turística como por la política de recortes del gasto público, que hundieron una buena parte del lucrativo mercado de la obra pública. En la fase de crecimiento que arrancó hacia 2014 el turismo fue el factor crucial de especialización.

Hay que matizar, sin embargo, la afirmación sobre la desindustrialización. Aunque el peso global de la industria ha caído, algunos sectores tienen un peso notable en nuestra economía. Uno de ellos es el agroalimentario, basado tanto en la exportación de frutas y hortalizas como en una potente industria cárnica, y otro es el del automóvil, basado en plantas de multinacionales instaladas en España. Aunque mucha de la industria que subsiste se caracteriza por un importante impacto ambiental, en términos de vulnerabilidad económica lo más importante es, por una parte, la especialización excesiva, que hace depender una buena parte de la economía de lo que ocurra en unos pocos sectores, y por otra el control que ejercen ciertas multinacionales en sectores productivos básicos.

Ahora hemos entrado en una “tormenta perfecta”. La covid ha golpeado directamente a la actividad principal, cuyo peso no puede reducirse al volumen de empleo en la hostelería y la restauración, ya que afecta a otros muchos sectores (comercio, construcción, transportes, suministros hoteleros, actividades recreativas…). Y ello no sólo por el confinamiento, sino también por la propia crisis económica general (el gasto en vacaciones es el primero que la gente ajusta) y por la propia incertidumbre y el miedo que genera viajar en tiempos de pandemia. Por todo esto el sector apunta a una recuperación lenta y dilatada en el tiempo. Al mismo tiempo, se anuncian ajustes en la industria automotriz debido a un exceso de capacidad mundial y un cambio en los modelos de transporte impulsado por el cambio climático, el pico del petróleo y los problemas de contaminación y congestión de las áreas urbanas. La industria española es al fin y al cabo una sucursal que depende de decisiones ajenas. La crisis de Nissan, relevante de por sí, puede ser sólo el primer episodio.

En segundo lugar, un sector público insuficiente en cuanto a tamaño, modelo y músculo financiero. El presupuesto público español siempre ha sido de los más bajos en cuanto a volumen entre los de los países comunitarios. Aunque la instauración de un sistema fiscal moderno generó un importante crecimiento de lo público en la década de los ochenta, este impulso siempre ha estado condicionado por una persistente hostilidad hacia el aumento de los impuestos. Tras la crisis de 2010 llegaron los duros planes de ajuste que se cebaron en los servicios públicos (sanidad, educación, dependencia y bienestar, políticas de empleo, investigación) y en las transferencias. Además, la política de externalización y privatización de actividades aumentó este drenaje de fondos públicos y dio lugar a toda una red empresarial dedicada a parasitar lo público. En algunos aspectos, el modelo autonómico vigente ha acelerado estas tendencias, pues a las comunidades con posicionamientos políticos más neoliberales y proempresariales les ha permitido desarrollar una competencia en clave de miniparaíso fiscal (en la que Madrid es líder) y practicar las políticas más audaces de privatización y externalización en favor de grupos privados.

Que Madrid y Catalunya hayan sido las comunidades más golpeadas por la pandemia quizá tenga relación con el papel de urbes globales de sus capitales, pero es indudable que el caos sanitario que han padecido está relacionado con su historial de recortes del gasto y debilitamiento de la sanidad pública. La debilidad del sector público tiene su máxima expresión en la inexistencia de un sistema bien diseñado y dotado de atención a la gente necesitada de cuidados, una actividad que sigue dependiendo en gran parte del trabajo doméstico, fundamentalmente femenino, y en la que el incremento de las necesidades ha dado lugar tanto al crecimiento de la economía informal en los hogares como al desarrollo de un lucrativo negocio privado. El drama de las residencias es una manifestación clara de esta dejación de lo público y del tinglado comercial construido en torno a ellas. El coronavirus ha puesto al descubierto todas las insuficiencias de un sector público mal dotado, penetrado por los negocios privados y mal organizado (no sólo en la sanidad y la dependencia: el sistema educativo ha quedado igualmente tocado).

En tercer lugar, el elevado nivel de desigualdades, de precariedad laboral y de pobreza. En gran medida es el resultado de las dos cuestiones anteriores, del modelo productivo y de la ausencia de un sector público adecuado. Esto influye en muchos aspectos; por ejemplo, el modelo de especialización productiva conlleva que muchas actividades presenten un elevado grado de estacionalidad (o incluso de ciclos temporales más cortos), lo que “justifica” en parte la existencia de volúmenes elevados de empleo temporal. Parte de la externalización de servicios públicos, que genera precariedad y salarios bajos, se explica por las limitaciones financieras y legales que afectan especialmente al sector público local.

Las limitaciones de los presupuestos y las políticas públicas impiden todo papel redistributivo relevante y en muchos casos dan lugar a políticas que favorecen más a las rentas altas (por ejemplo, en las distorsiones del sistema sanitario y del sistema educativo por la coexistencia de sistemas públicos y privados).

Hay también otros factores adicionales que contribuyen a reforzar estas desigualdades. Por un lado, las empresas desarrollan políticas organizativas, tecnológicas y contractuales diseñadas para discriminar, dividir, abaratar los costes laborales y minimizar el poder de los trabajadores, y en esta labor cuentan con una legislación laboral (y un sistema de control) que facilita estas acciones y que ha sido potenciada tras la implantación de la reforma laboral de 2012. Por otro, las políticas migratorias diseñadas para el control de los flujos tienen un efecto directo sobre la creación de una enorme masa de población en una situación de extrema precariedad política, susceptible de ser explotada en los niveles más bajos del sistema económico.

Asimismo, las políticas de bienestar diseñadas para controlar el gasto excluyen a mucha gente necesitada de ayudas económicas. En conjunto, es la organización de la actividad económica y laboral, del sistema fiscal y regulatorio, la que favorece las insoportables desigualdades del país. Y un país con muchas desigualdades es también un territorio donde abundan los problemas, donde suele faltar la cohesión que se requiere para afrontar problemas clave, donde proliferan las políticas que ignoran las necesidades de la mayoría de la población y donde abundan también el recelo y la poca implicación de los de abajo.

Y en cuarto lugar, pero igual de importante, la enorme exposición del país a la crisis ecológica. El modelo de desarrollo español agudiza todos los aspectos de la crisis ambiental: es altamente depredador de los recursos naturales, la biodiversidad y los espacios naturales, y es altamente dependiente del consumo de energías fósiles no sólo para consumo interno, sino también porque de ello depende el turismo. Además, España está en una posición geográfica particularmente sensible a los estragos del cambio climático. Todos los efectos graves que plantean los estudios de economía ecológica afectan directamente al núcleo de la economía española, ya sea una caída de la extracción de petróleo o un cambio climático profundo. Y hay problemas adicionales que no deben perderse de vista, como el del cambio demográfico, que incide en muchos de los temas discutidos. Pero de momento lo dejo aquí.

Se trata por tanto de una economía sujeta a muchas vulnerabilidades, que en parte explican su comportamiento ciclotímico en los últimos cincuenta años, sobre todo la recurrencia de grandes crisis y la extensión de la pobreza asociada al paro y la precariedad. Refleja en parte la realidad de un país que a lo largo de la historia del capitalismo ha ocupado un puesto de segunda fila. Llegó tarde a la revolución industrial, con un imperio en declive en la fase del colonialismo, con una derecha cerril que coartó muchos de los procesos de modernización y con una internacionalización tardía que entró en crisis al comienzo de la frase de globalización neoliberal. Esta posición de segundón, especialmente en la Unión Europea, explica algunos de los problemas, pero estos no se pueden reducir a una cuestión de mera dependencia exterior. Una gran parte de la crisis industrial de la Transición se hubiera producido de todas formas sin la Unión Europea, pues afectaba a sectores sobredimensionados y poco eficientes. Y aunque dicha crisis condicionó las políticas, sobre todo a partir de los ajustes de 2010, estos fueron especialmente aplaudidos por las élites económicas locales, que consiguieron colocarse con éxito en el nuevo contexto, en algunos casos como empresas globales (de construcción y contratas públicas, energéticas, de distribución, etc.). En otros casos, la desindustrialización resultó ser un negocio rentable para muchos empresarios, ahora reconvertidos en inversores inmobiliarios y rentistas financieros. Y las reformas de 2010 significaron un ahorro de costes salariales que en gran parte fue a parar a los beneficios empresariales y a nuevas oportunidades de negocio allí donde el sector público retrocedía.

Tampoco puede pasarse por alto que hemos llegado hasta aquí por las decisiones tomadas por las élites políticas (y sus asesores en ministerios, organismos públicos y fundaciones). Tras la crisis de 2008, cuando se hizo patente la necesidad de un cambio de orientación, prácticamente se renunció a una política industrial y se recortó drásticamente el gasto en innovación. Las únicas políticas que he conseguido detectar han sido precisamente las orientadas a reavivar la burbuja inmobiliaria (la creación de socimis, el recorte de la ley de costas, la reforma de los desahucios, los derechos de residencia a inversores…) y a promover el automóvil a través de los sucesivos planes Renove.

Estamos donde estamos porque la Unión Europea ha condicionado muchas políticas, porque las castas empresariales han impuesto sus demandas y porque la orientación ideológica de políticos y técnicos ha propiciado unas respuestas concretas. Es decir, porque el bloque de poder en sus diferentes niveles prefiere una economía vulnerable pero muy rentable para sus intereses antes que otra más justa y sostenible.

II

Cualquier programa racional de reconstrucción debería tratar de subsanar estas vulnerabilidades. De su análisis se desprende un mínimo programa reformista que debería incluir:

  • Una política destinada a diversificar la actividad económica, centrándose en aquellos sectores que la orienten hacia un modelo más social y sostenible. Parte de esta reorientación podría pasar por fomentar la inversión y la investigación en líneas productivas encaminadas a tal fin, así como las inversiones en equipamientos y el desarrollo urbano sostenible.
  • Una reforma fiscal progresiva que permita financiar adecuadamente los servicios y una reforma de estos mismos servicios reduciendo las disfunciones y las fugas de dinero hacia sumideros privados. La política fiscal debe ser también un instrumento de reducción de las desigualdades, de redistribución. Y cualquier mejora de los servicios pasa también por democratizar su control, aumentando la participación de la población en su gestión.
  • La reducción de las desigualdades y de la precariedad debe estar apoyada en una nueva regulación de las relaciones laborales que disminuya el excesivo poder del capital y promueva una organización cooperativa del trabajo que podría incluir mecanismos de participación de los trabajadores en la gestión de la actividad. Una regulación inclusiva en un contexto productivo tan complejo exige tanto reformas en muchos campos como la organización de procesos de negociación y análisis permanente.
  • Aplicar medidas orientadas a paliar la crisis ecológica, lo que requiere cambios profundos en casi toda la actividad económica: energía, transporte, alimentación, etc.

Cualquier gobierno responsable debería adoptar este tipo de medidas, aunque hay sin duda muchas incertidumbres sobre cuáles son las más eficaces, cuáles generan menor coste social y a qué ritmo pueden ser puestas en práctica. El problema del ritmo es muy relevante en dos aspectos, el político y el de la gestión. El primero tiene que ver con que cualquier política de cambio genera reacciones por parte de los grupos que ven amenazados sus intereses, de modo que ningún proyecto político serio debe olvidar la naturaleza y la fuerza de las posibles resistencias para tratar de neutralizarlas, reorientarlas y poder mantener el programa reformista. El de la gestión tiene que ver con la capacidad de ejecutar realmente el programa. Esto implica resolver problemas organizativos, como con qué recursos se cuenta y qué capacidad de implementar las propuestas se tiene. No hace falta ir muy lejos para entender la cuestión. La aplicación de ERTEs durante el confinamiento ha sido una buena medida para garantizar ingresos a mucha gente, pero el colapso del sistema de gestión ha hecho que una parte de los afectados hayan tardado mucho tiempo en recibir las prestaciones. Es algo que puede ser bastante peor en el caso del ingreso mínimo vital, que para tener cierta efectividad social exigiría que la gente que tuviera derecho a percibirlo lo cobrara al poco tiempo de reclamarlo.

Un programa es de entrada un documento, pero su eficacia depende de su cumplimiento, y este a su vez es el resultado de elementos materiales, técnicos, organizativos y políticos. Son campos demasiado a menudo olvidados cuando se opta por la política de las grandes palabras, pero en los que suelen fracasar muchos intentos de cambio. En todo caso, el diagnóstico básico acerca de las vulnerabilidades, las necesidades, las demandas y las propuestas es relativamente claro… siempre que pensemos que el terreno de la política es mero voluntarismo.

III

En la actual correlación de fuerzas, tanto a escala europea como estatal, un programa de reformas requiere algún tipo de negociación global. La proposición del pacto de reconstrucción por parte del Gobierno tiene sentido, pero exige que haya un acuerdo sobre cómo se valora la situación. Y ha sido en este punto donde toda la propuesta ha saltado por los aires, porque la patronal ha dejado claro desde el principio que sus líneas rojas son inalterables y que en ellas se incluye la negativa a reformar las leyes laborales, a cualquier reforma fiscal. De hecho, todas sus demandas se basan en un más de lo mismo en materia fiscal y laboral, en una exigencia general de ayudas estatales a todos los sectores afectados (o sea, rebajas de impuestos, de cuotas sociales y ayudas directas) y una apelación insistente a rehacer la colaboración público-privada, que hay que entender como que el sector público genere nuevas oportunidades de negocio a un sector privado que ha visto esfumarse una parte de su demanda.

Después se entra en matices. Hay sectores que ven oportunidades en algunas de las propuestas a favor de un Green New Deal, especialmente en el cambio de modelo energético o en una “racionalización” basada en la extensión de la digitalización (hay que realizar un buen cálculo de cuánto de ecológico tiene la extensión de actividades que requieren consumo eléctrico y el uso de materiales raros). Otros menos sutiles, como el sector turístico, simplemente reclaman ayudas y promoción, e incluso algunos exigen eliminar la poca racionalización que se ha intentado introducir en el modelo de movilidad (por parte no sólo del sector automovilístico, sino también de una parte del comercio de lujo). Sin embargo, en conjunto se rechaza cualquier reforma que afecte a sus intereses y su forma de actuar. No deja de ser paradójico que una de las palabras de orden vuelva a ser “flexibilidad”, precisamente cuando si alguien es rígido con sus demandas es el sector empresarial. Hay un ejemplo que resulta esclarecedor: en la demanda de muchos autónomos y pymes, especialmente en el comercio pero también en otros sectores, surge la cuestión de los alquileres, de la dificultad de pagarlos cuando la actividad está bajo mínimos; un planteamiento flexible conduciría fácilmente a renegociar estos alquileres para evitar cierres innecesarios. Pues esto, que es una queja bastante generalizada, queda totalmente descartado porque ya se sabe que lo negociado en el mercado es sagrado (excepto si se trata de salarios y condiciones de trabajo).

Si alguien se muestra incapaz de entender la naturaleza de los problemas a los que se enfrenta la economía y de adaptarse al cambio son precisamente los que exigen el derecho a dirigirla. Estos días es interesante leer lo que dicen los representantes empresariales (yo he tenido la oportunidad de oírlos en directo en el ámbito local), y su discurso muestra en proporciones variables una ausencia de visión global, un desprecio casi absoluto por la gente corriente y los movimientos y entidades que la representan, una incapacidad para pensar más allá de los problemas concretos de su empresa o sector y una demanda rígida de que todo vuelva a ser como antes.

No están solos. Cuentan con una impresionante base de apoyo política (no sólo derivada de las numerosas puertas giratorias, sino también de complicidades y formas de pensar tejidas a lo largo de muchos años), de organismos nacionales e internacionales, de medios de comunicación, de fundaciones y think tanks que elaboran argumentos justificativos… y con el apoyo pasivo de una población adiestrada en dejar la economía en manos ajenas.

La intervención del gobernador del Banco de España en el Congreso es significativa del discurso que hoy se lanza desde los centros de poder: ahora toca reanimar la economía a toda costa, es tiempo de gastar y que el sector público se endeude (o sea, que haga un esfuerzo para alimentar a estos sectores empresariales que se han quedado sin demanda). Después vendrá el tiempo de “consolidar”, una palabra más sofisticada que camufla lo que todo el mundo sabe que significa, más recortes y ajustes. No es tan diferente de lo que se planteó en la crisis de 2008. Suena bien en una economía con el paro disparado, pero contiene muchas trampas y bastantes errores. Tendría algún sentido si hubiera alguna certeza de que se trata de una situación coyuntural y existen perspectivas firmes de que las cosas se reanimarán en breve, pero es algo que no está nada claro porque ni hay constancia de que la crisis pandémica haya concluido ni seguridad de que los hábitos, por ejemplo los turísticos, se mantendrán intactos y en poco tiempo habrá una recuperación. Visto con una perspectiva más amplia, resulta preocupante que quien presume de alto conocimiento económico sea incapaz de detectar vulnerabilidades tan evidentes como las citadas y no vea la necesidad de introducir reformas en profundidad. Más bien, lo insensato es destinar mucho dinero al automóvil o a la industria turística, que puede acabar evaporándose, y no dedicarlo a actividades que den mayor solidez y sostenibilidad a nuestras actividades. El discurso también es preocupante porque, de aplicarse la receta del gobernador, tendremos sin duda déficit y endeudamiento público, y sin reformas profundas de tipo fiscal la respuesta dentro de un tiempo será la de volver a las políticas de 2010. Esto es precisamente lo que pretenden las élites empresariales: recibir una ayuda que después pagará el conjunto de la sociedad y mantener intactos sus rentas y sus privilegios. El Partido Popular no es antipatriota, que también, sino que es sobre todo el defensor a ultranza de unos intereses de clase bien definidos.

IV

En estas condiciones no parece que exista una posibilidad real de llegar a un pacto amplio que sirva para reorientar de verdad la economía y reducir las enormes fragilidades de nuestro sistema social. A lo sumo se podrá llegar a algún tipo de acuerdo en el que predominen las buenas palabras, se pospongan las reformas y se apliquen las mismas políticas. La aprobación del plan de apoyo al automóvil, mucho más tímido que el propio plan alemán, es un primer indicio. Y la formación del comité de expertos España 2050 va en la misma línea, ya que, según la lista que se ha hecho pública, la mayoría de sus miembros están relacionados con Fedea, el think tank financiado por las grandes empresas que lleva años marcando líneas en clave liberal.

Quizá a corto plazo haya bastante de inevitable, sobre todo si en el otro lado, el de las organizaciones sociales, no se es capaz de crear proyectos que consoliden pensamiento alternativo, que evalúen la bondad de las propuestas de flexibilidad y de gestión público-privada (el de las residencias y la sanidad es un buen campo que investigar). Y corremos el riesgo de que Unidas Podemos quede preso de su presencia institucional y sea incapaz de desarrollar a su alrededor un espacio de discurso y acción que rompa el cerrado espacio en el que las élites económicas tratan de acotar el debate económico.

La crisis de 2008 fue una oportunidad perdida. No podemos dejar de intentar que la de 2020 no sea una repetición, porque el desastre social a que nos expone tanta vulnerabilidad es inconmensurable.

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-192/notas/vulnerabilidades-pactos-empresarios-y-reformas