El sentido del feminismo es combatir el sometimiento de las mujeres, superar su situación impuesta de desigualdad y opresión para que puedan ser personas libres.
La situación y la identidad de género mujer conlleva una posición de subordinación derivada de la desigual división sexual del trabajo productivo y reproductivo, público y privado, que el feminismo pretende superar mediante un proceso igualitario-emancipatorio que configura la identidad feminista de las mujeres. Se replantean las feminidades y las masculinidades y su interacción.
Por tanto, la clave del feminismo es conseguir la igualdad de género o entre los géneros, superar las desventajas relativas y la discriminación de las mujeres. Dicho de otro modo, el objetivo es que la diferenciación de géneros y su construcción sociohistórica no supongan desigualdad real y de derechos y, por tanto, no tengan un peso sustantivo en la distribución y el reconocimiento de estatus y poder.
En ese sentido, se rompen los géneros como funciones sociales desiguales impuestas por el orden establecido, patriarcal-capitalista, que se ve favorecido por esa segregación por sexo. Supone un largo y persistente proceso individual y colectivo para superar las profundas causas estructurales y de dominación en que se basan esa segmentación. Igualdad y emancipación están entrelazadas frente a una realidad de género ambivalente.
A partir de esa posición compartida mayoritariamente en los feminismos, en el contexto de la polémica suscitada estas semanas en torno al proyecto de ley gubernamental sobre la libertad sexual y los derechos de las personas transexuales, desde la sociología crítica expongo algunas reflexiones sobre las insuficiencias teóricas esencialistas y posestructuralistas y su influencia en la concepción de la identidad y la formación del sujeto feminista. Además, en continuidad con un ensayo reciente (Sujeto y cambio feminista), destacaré el carácter social, no solo cultural, del movimiento feminista y el sentido del debate actual.
Ni determinismo esencialista, ni posestructuralismo
En el movimiento feminista, al igual que en la sociedad, confluyen diversas corrientes de pensamiento, desde las estructuralistas, más o menos anticapitalistas, hasta las posestructuralistas, más o menos voluntaristas, pasando por ideas socioliberales y deterministas o esencialistas (biológicas, económicas, étnicas, institucionalistas, culturalistas), así como por posiciones más realistas, relacionales y sociohistóricas. Todo ello con mezclas distintas y con pragmatismos eclécticos. Dejo al margen la inadecuación de las doctrinas funcionalistas, liberales y conservadoras.
Desde mi punto de vista, la diferenciación principal en el seno del feminismo hay que plantearla en función de su actividad y capacidad transformadora de las relaciones de desigualdad y subordinación de las mujeres. Así, respecto del avance real en la igualdad y la emancipación, existen dos grandes corrientes: el feminismo crítico, popular y transformador, y el feminismo socioliberal, retórico y formalista. No obstante, el debate de ideas es importante y se entrecruza con las alternativas y las prácticas sociopolíticas y culturales del movimiento feminista.
En primer lugar, intento clarificar el conflicto entre determinismo esencialista y posestructuralismo que está detrás de las polémicas actuales. En particular, desde una crítica global a esas posiciones esencialistas y deterministas, me detendré, dada su mayor complejidad y matización, en el enfoque postmoderno o constructivista radical, con sobrevaloración del discurso, asociado a una posición postestructuralista.
De entrada, avanzo mi posición: el estructuralismo, determinista o esencialista, y el posestructuralismo, voluntarista o subjetivista, dominantes y en conflicto en los grupos progresistas en estas décadas, no son una buena forma de enfocar los procesos de emancipación e igualdad de las mujeres y, en general, de las capas subalternas. Ambas corrientes tienen componentes idealistas y se alejan del imprescindible realismo analítico; sobre todo, las versiones más deterministas, biológicas o económicas, en el primer caso, y las tendencias más culturalistas, al mismo tiempo que deterministas político-institucionales, en el segundo (como Foucault y Laclau). Por supuesto, los dos tipos de pensamiento han aportado aspectos concretos de interés, particularmente, las posiciones intermedias vinculadas a Gramsci, así como intelectuales con posiciones realistas y comprensivas más o menos eclécticas.
Dos mujeres feministas prestigiosas están próximas a esas tendencias contrapuestas: Nancy Fraser, a la estructuralista en la versión anticapitalista, y Judith Butler, a la posestructuralista en su versión culturalista. Ambas, desde una actitud renovadora, aportan muchas y sugerentes cuestiones a la teoría feminista, entre ellas, la conveniencia de una alianza interseccional y global del movimiento feminista. Pero expresan límites y unilateralidades condicionados por esos esquemas teóricos. Es necesario un enfoque más complejo, relacional, social, interactivo, multidimensional y sociohistórico, en particular para interpretar las identidades y los sujetos individuales y colectivos con una perspectiva crítica, igualitaria y transformadora. Todo ello lo he analizado en un libro reciente: Identidades feministas y teoría crítica.
Parto, por tanto, desde la tradición de la teoría crítica, superadora a mi modo de ver del bloqueo producido por la prevalencia y la polarización entre dichas corrientes. Solo cito dos autores, especialistas en movimientos sociales en el marco más general del cambio social: E. P. Thompson y Ch. Tilly. En el libro “Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos” (2015) tengo una explicación teórica más amplia.
El error determinista o esencialista es el mecanicismo que supone creer la realidad de opresión genera automáticamente la conciencia y la acción alternativa; y el error voluntarista o culturalista es el que comente quien piensa que con una buena doctrina, programa o discurso se construye el movimiento popular. A veces, las dos deficiencias coexisten. En el primer caso, se defiende un gran sujeto ahistórico, con una base biológica, estructural o étnico-cultural, con una identidad inmutable y rígida; habría una determinación de esa base material, supuestamente unificada y estable, que se opone a la diversidad existente. En el segundo caso, se señala la fragmentación de múltiples y pequeños sujetos, e incluso se anuncia su desaparición y la inconveniencia de una identificación colectiva: quedaría el individuo, también frágil. Cualquier vínculo social, pertenencia colectiva y proyecto común sería contraproducente para la libertad individual. Son los fundamentos del individualismo radical liberal y postmoderno.
La interacción entre ambos planos, el de la realidad material y estructural y el de las ideas y la subjetividad, se debe establecer a través de la experiencia relacional, las costumbres comunes y el comportamiento colectivo. Valorar esas mediaciones y la integración y equilibrio entre los tres componentes es fundamental para un enfoque crítico, social, multidimensional e interactivo, necesario para impulsar el feminismo y, en general, la acción colectiva igualitaria-emancipadora. Por tanto, no comparto las dos versiones extremas: el gran sujeto estructural o esencialista; y el no-sujeto postmoderno, escondido tras el individualismo radical. Luego volveré sobre ello.
La importancia de la liberación y la diversidad sexual
La sexualidad placentera, consentida y sin riesgos ha sido y es un objetivo central de la última etapa del feminismo, desde hace más de cuarenta años, con la demanda de legalización del uso de los anticonceptivos y la posterior despenalización del aborto, así como con la separación de las relaciones sexuales, especialmente juveniles, del estricto marco del matrimonio. La libertad y la igualdad en las relaciones sexuales, la diversidad de formas familiares y la autonomía personal para definir sus preferencias, sin discriminaciones, son conquistas feministas importantes, asociadas también al impacto de los colectivos LGTBI.
Podemos decir que durante el primer gobierno socialista de Zapatero (2004/2008) hubo algunos avances significativos. En particular, la legislación sobre el matrimonio igualitario, venciendo la gran resistencia conservadora y de la jerarquía católica, ha tenido bastante operatividad. Incluso la ley sobre la identidad de género, corta en varios aspectos, supuso un paso positivo. Sin embargo, sus otras dos leyes, con temas de gran trascendencia práctica y cultural para las mayorías sociales, la de igualdad de las mujeres (social, laboral, de cuidados y de estatus) y la de protección contra la violencia de género, han tenido efectos aplicativos muy limitados. La primera, con apenas medidas simbólicas o retóricas, ha sido incapaz de superar la presión de las estructuras económicas, empresariales y políticas dominantes que siguen consolidando la fuerte desigualdad entre los sexos. La segunda, con elementos contraproducentes adicionales, derivados del punitivismo penal y las tendencias autoritarias y conservadoras, no ha abordado con firmeza las causas de la violencia machista y su tratamiento integral.
El esplendor simbólico y mediático de esa fase del feminismo institucional socialista ha decaído, junto con la percepción social de los límites de esas normativas, transcurridos tres lustros. La gravedad de la condición femenina permanece y, sobre todo, la valoración cívica de su injusticia. Las políticas públicas necesitan un nuevo impulso transformador igualitario, tal como han venido reclamando las grandes movilizaciones feministas estos últimos años.
La nueva ley sobre libertad sexual que se está tramitando pretende ampliar y consolidar los derechos en ese campo. Además, permite una ampliación de la alianza entre el movimiento feminista y los colectivos LGTBI, que comparten esa temática común liberadora, así como hacer frente a la reacción puritana y restrictiva.
Desde hace décadas, y muy agudizada en los últimos tiempos ante el avance feminista y de la liberación sexual, se ha producido una gran contraofensiva conservadora, no solo cultural, sino socioeconómica, jurídica, religiosa, institucional, educativa y familiar. El feminismo crítico, democrático-igualitario, la ha contrarrestado mediante la exigencia de derechos, condiciones y libertades, que necesitan su consolidación. Es una pugna sociocultural, en sentido amplio, no solo de la subjetividad y el cambio de mentalidades, sino también social, de modificación de hábitos y costumbres. Afecta a la transformación de los privilegios y la dominación de una parte ventajosa de la sociedad frente a la discriminación de otra parte subordinada o en desventaja. Supone un cambio hacia relaciones sociales más igualitarias y libres, una apertura a una mayor diversidad de opciones sexuales y de género.
Se trata de superar la idea convencional de la existencia de dos sexos o dos géneros rígidos y excluyentes y reconocer una pluralidad heterogénea de opciones intermedias, mixtas e indiferenciadas, así como sus derechos igualitarios y su legitimidad como proyecto vital decidido libremente. No por ello se necesita diluir el peso de los dos sexos dominantes (mujer y varón) o los dos géneros principales (masculino y femenino). La dimensión de esas terceras opciones es minoritaria (la ONU fija en menos del 0,5% el porcentaje de personas transexuales). Esas personas suelen estar en una posición vulnerable y demandan reconocimiento e igualdad de estatus. Regular los derechos de las personas trans, al igual que en su día el matrimonio igualitario, no cuestiona los procesos identificadores feministas o las estructuras interpersonales y familiares; solo modifica su rigidez conservadora. Es complementario con el necesario fortalecimiento de la igualdad y la emancipación de las mujeres.
La reacción distorsionadora del feminismo socioliberal y puritano
Desde feministas del ámbito socialista (y grupos afines) se ha generado una agria disputa en torno a la libertad sexual y la identidad de género. Defienden sus esencias doctrinales y sus privilegios de estatus que se debilitan. Intentan reforzarse manipulando hechos limitados, aunque simbólicos, como el avance en los derechos de las personas trans, para afianzar su representación de las ‘mujeres’, hasta hace poco casi monopólica en los planos institucional, académico y mediático.
Así, tras la nueva ola de activación feminista y la nueva acción institucional en manos de Unidas Podemos, estarían temerosas de perder esa prevalencia ideológica y su función corporativa. Pretenden legitimarse envolviéndose en la bandera esencialista de las ‘mujeres’, que serían víctimas ahora de una dilución desde dentro del feminismo. Utilizan las críticas más favorables y adaptables a una mentalidad conservadora y una alianza con las derechas. Expresan discursos gruesos, con posiciones esencialistas, que buscan mantener sus privilegios representativos de un feminismo determinista biológico bajo la identidad mujer, convenientemente interpretada desde su estatus académico y mediático.
Pero su particular feminismo socioliberal, por su escaso impacto transformador, ha quedado agotado por su retórica formalista sin un cambio efectivo de la desigualdad estructural. En vez de reconocerlo e incorporarse al nuevo empuje de cambio real feminista, reaccionan desde sus posiciones todavía significativas en los ámbitos institucionales, académicos y mediáticos para frenar un avance significativo y real de las condiciones de igualdad de las mujeres concretas. Buscan imponer un marco interpretativo y discursivo favorable, dado el puritanismo existente, y dejar en un segundo plano su responsabilidad por la cortedad aplicativa durante tres lustros de la normativa para la igualdad de las mujeres y contra la violencia de género, circunstancia puesta en evidencia ante la masiva activación feminista y que constituye el actual reto para las fuerzas de progreso.
Está fuera de lugar el tremendismo victimista del desdibujamiento de las mujeres y el feminismo, expresado por algunas personas del ámbito socialista y grupos afines. Lo que sí se ve cuestionado es la confortabilidad de una posición esencialista y retórica sobre la que se ha construido una representación hegemonista (política, institucional y académica), con los correspondientes privilegios corporativos de una élite acostumbrada a posiciones de ventaja. Y esa es la fuente de la crispación, de gran influencia mediática: la pugna por la hegemonía representativa e ideológica del movimiento feminista, con una amplia y heterogénea corriente social crítica de gran impacto sociopolítico que ha desbordado al feminismo socioliberal y formalista en decadencia.
La reacción agresiva en torno a la normativa sobre la libertad sexual y los derechos de las personas trans expresa el agotamiento del feminismo socioliberal y formalista y su retórica esencialista; pretende esconder su responsabilidad en el bloqueo de la situación discriminatoria de las mujeres; constituye un freno a las demandas feministas en los tres campos: igualdad relacional real, evitar la violencia machista con medidas efectivas y no del simple punitivismo legal y desarrollar los derechos sexuales.
La dificultad a los procesos emancipadores en ese ámbito de la sexualidad no proviene exclusivamente de las derechas y los grupos reaccionarios. El desconcierto, la desorientación o, simplemente, la discrepancia, atraviesan a los propios feminismos. Son objeto de duras polémicas, a veces poco democráticas, aunque es habitual en todas las grandes luchas políticas e ideológicas en los últimos siglos. Se echa en falta un debate más sereno, respetuoso y argumentado.
Tres ejes del feminismo
Empiezo por matizar el énfasis unilateral en la pugna cultural, derivado de la prioridad por el tema de la sexualidad, como tarea central y eje principal de diferenciación entre corrientes feministas. Esta temática de la libertad sexual es fundamental para los colectivos LGTBI y el propio feminismo. El problema es su encaje en el conjunto de tareas y discursos feministas. Así, al priorizarlo de forma permanente y casi exclusiva, se infravalora la acción colectiva por la igualdad relacional efectiva y contra la violencia machista, cuestiones apoyadas por más de la mitad de la población adulta, unos veinte millones, especialmente de las mujeres. Son dos aspectos sustantivos de la activación feminista que, sin embargo, al situarlos en un segundo plano en los discursos y la acción colectiva de algunas élites, se dificulta la capacidad transformadora del conjunto de la realidad discriminatoria de las mujeres. Y esa unilateralidad no les permite un mayor arraigo entre ellas.
De la importancia ineludible de ese campo y su trascendencia mediática, especialmente en estos momentos de avance de derechos y contraofensiva derechista, no se debería deducir la desatención de, al menos, esos otros dos ámbitos que afectan a la igualdad y la libertad real de las mujeres (y otros grupos discriminados); su gravedad persiste y son motivo de la activación cívica de la nueva ola feminista. Infravalorarlos sería caer en la trampa que persiguen algunas feministas socioliberales y puritanas. Las tres áreas temáticas están entrelazadas y se refuerzan mutuamente en un feminismo multidimensional, masivo e inclusivo, particularmente, respecto de su alianza (al decir de J. Butler) con las demandas de los colectivos LGTBI.
Por tanto, al bascular la prioridad de la actividad feminista crítica hacia lo cultural y lo sexual se produce un reduccionismo y una doble unilateralidad. Por una parte, se desconsidera la gravedad de los problemas de desigualdad social, económica y de estatus cívico, así como la precarización y subalternidad en los campos sociales, familiares y reproductivos, laborales, institucionales, educativo-culturales y de estatus sociopolítico, asociados a esa discriminación y desventaja de las mujeres. Por otra parte, se infravaloran la experiencia relacional, la práctica sociopolítica y cultural, así como la actividad común respecto de esas problemáticas que afectan a la mayoría de las mujeres de capas populares.
Se trata de reforzar una acción igualitaria-emancipadora feminista, que supere la simple identificación de género como reproducción de un papel social subalterno asignado. O sea, la experiencia, el enfoque y el proyecto liberador feministas son más multidimensionales que el tema de la opción sexual o de género. Expresan una articulación transformadora multilateral, común e interseccional.
Aludo aquí a otro riesgo para el feminismo crítico: adaptarse a ese escenario impuesto de la pugna por la libertad sexual y dejar en un nivel secundario la problemática de la igualdad relacional efectiva de las mujeres y la acción contra la violencia machista. Con ello se reduciría la influencia feminista respecto de los cambios estructurales, institucionales y subjetivos necesarios en esos dos campos y, por tanto, se debilitaría la conexión de su acción con las preocupaciones suscitadas en una mayoría de mujeres, especialmente jóvenes.
Dicho de otra forma, el refuerzo de la libertad sexual y de género y la colaboración entre movimiento feminista y colectivos LGTBI no debiera hacerse a costa de la difuminación de la acción contra la discriminación femenina en esos otros dos campos de la igualdad relacional y contra la violencia machista. Sería caer en la trampa de las derechas y esos sectores puritanos y punitivistas, así como neutralizar o distorsionar las demandas masivas de las movilizaciones feministas.
Al mismo tiempo, el desplazamiento hacia la pugna cultural relativizaría la capacidad transformadora sustantiva del feminismo. Esta es todavía más imperiosa, en esos espacios de fuerte desigualdad de poder e imbricación con la dominación en densas estructuras socioeconómicas y empresariales. Y está necesitada de arraigo de base y articulación práctica y masiva junto con un cambio institucional y jurídico efectivo, aspecto sustantivo para el nuevo Gobierno progresista de coalición.
La formación del sujeto sociopolítico feminista
El transfeminismo no sustituye al feminismo, lo debe complementar. Otro plano es la convergencia del conjunto de movimientos sociales en un movimiento popular global. El transfeminismo (o el postfeminismo), como discurso aparentemente superador del feminismo, pretende construir un marco interpretativo y de demandas que permitan integrar las de otros actores y conformar un movimiento popular interseccional. Pero hay que aclarar su alcance y sus medios. El peligro es hacerlo con propuestas más ambiguas y abstractas (con significantes vacíos) que cada cual puede rellenar a su gusto, a costa de la contundencia de sus objetivos específicos y sus apoyos sociales. O bien, con la ilusión de que el tener un enemigo común (el neoliberalismo, el poder establecido o el capitalismo patriarcal) resuelve la unificación de las luchas parciales de carácter inmediato y las convierte en procesos revolucionarios de conjunto. El carácter idealista, en ambos casos, genera en los distintos actores su falta de conexión con las realidades concretas de cada grupo social y debilita su capacidad movilizadora, normativa y transformadora.
Una confluencia o plataforma transversal debe facilitar la convergencia e integrar los procesos sociopolíticos de fondo, conectados con los problemas específicos de los distintos grupos y movimientos sociales, especialmente, de género, clase social, etnia-nación y ecologistas. Por ejemplo, una dinámica consistente llevaría a una especie de unidad popular (o del 99%), con la convergencia de los movimientos y corrientes feministas, LGTBI, nacionalistas, sindicales, ecologistas, antirracistas o de solidaridad… y sus correspondientes representaciones sociales, políticas e institucionales, llamadas fuerzas progresistas o de izquierda. El proceso o dinámica resultante sería ‘trans’ o ‘post’ en su acepción literal de estar más allá de cada movimiento o actor particular. Ahora bien, no sería transversal en el sentido de centrista, neutral o integrador del resto de expresiones públicas, incluidas las derechas, el poder económico-empresarial y los grupos liberales y conservadores.
La movilización feminista, amplia e inclusiva, está conectada y ha integrado elementos de todos esos actores sociales, pero configurar un movimiento popular democrático o una corriente social crítica supone un proceso complejo de interacción y de suma, no de dilución o de subordinación a una problemática o sujeto supuestamente central con aspiraciones hegemonistas. La historia está llena de enseñanzas sobre ello, y el nuevo lenguaje (transfeminismo, postfeminismo, interseccional), adecuado para señalar algunas experiencias parciales o compartidas, es polisémico y no aporta mucha claridad a los problemas articuladores de fondo.
En la tradición marxista era la clase trabajadora o el bloque social histórico quien articulaba el conjunto popular, en los proyectos liberales era el Estado y la nación (o el pueblo soberano) quien representaba, a través de sus élites, el interés general. Estamos, pues, ante la cuestión tradicional de la configuración y la denominación del sujeto colectivo global, así como de la pugna hegemónica (y contrahegemónica) por la prevalencia y dominio de cada sector social para representar y gestionar lo común.
La formación de un sujeto unitario superador de los sujetos o actores parciales va más allá de un liderazgo común (simbólico y legítimo), un objetivo genérico compartido (la democracia y la igualdad) o un enemigo similar (el poder establecido patriarcal-capitalista). Es un proceso sociohistórico y relacional complejo que necesita una prolongada experiencia compartida que debe superar las tensiones derivadas de los intereses corporativos y sectarios de cada élite respectiva, con su rigidez doctrinal legitimadora.
Por otra parte, los programas, los discursos y las propuestas de derechos sirven para orientar la acción colectiva, pero son insuficientes para conformar la movilización social o la activación cívica. Su operatividad depende de su conexión con las mayorías sociales y con el poder real y la legitimidad de cada élite.
En la medida que sectores significativos viven una situación de subordinación, percibida como injusta, y sin expectativas de reformas institucionales progresivas, la gente indignada, junto con su articulación asociativa y su experiencia relacional y cultural, participa en la exigencia colectiva de sus demandas. O sea, las propuestas reivindicativas y de nuevos derechos deben estar conectadas con una situación discriminatoria y un agente transformador. El trípode es imprescindible.
Identidad feminista no es identidad de género
En la identidad feminista influye el sexo (mujer) y el género (femenino). Pero no de forma determinista, sea biológica o estructural. Sí tiene importancia la realidad vivida, sentida y percibida de una desigualdad injusta, es decir, la pertenencia a un grupo social discriminado y con desventajas concretas, o bien con suficiente sensibilidad y solidaridad respecto de su situación.
Pero, sobre todo, el elemento sustantivo que configura ese proceso identificador feminista es la acción práctica, los vínculos sociales, la experiencia relacional por oponerse a esa subordinación y avanzar en la igualdad y la emancipación de las mujeres. La identificación feminista deriva del proceso de superación de la desigualdad basada en la conformación de géneros jerarquizados. Se trata de la actitud transformadora respecto de las funciones sociales, productivas y reproductivas desventajosas para la mitad de la población. Supone un cambio de su estatus vital subordinado.
En ese sentido, el feminismo es inclusivo para todas las personas que comparten esa dinámica igualitaria y, por tanto, ligada a la disconformidad con una realidad discriminatoria y la participación en un proyecto emancipador. El triple plano, situación desigual, experiencia social y aspiración de cambio, está entrelazado. Tratándose de un proceso activador y siguiendo con un enfoque relacional, el aspecto principal es esa vinculación práctica, convenientemente valorada, esa experiencia compartida conectada con los otros dos componentes. Por un lado, la realidad vivida, percibida e interpretada desde un juicio ético. Por otro lado, las demandas y los proyectos de cambio. Ambos son imprescindibles para complementar la actitud transformadora, pero por sí solos no forman los sujetos y los procesos democrático-igualitarios.
En consecuencia, para formar el sujeto sociopolítico, el llamado movimiento social y cultural feminista, es relativa la condición de la pertenencia a un sexo, un género o una opción sexual determinada, aunque haya diferencias entre ellas. Lo importante no es la situación ‘objetiva’ estática y rígida, sino la experiencia vivida y percibida de una situación discriminatoria y la actitud solidaria y de cambio frente a ella.
La polémica de quién conforma el movimiento feminista derivada de esa posición ‘objetiva’, estructural y biológica o por la opción sexual y de género, está mal planteada. No es la condición de mujer (discriminada) la que determina la identificación con el feminismo y su acción liberadora, excluyendo a los hombres o las mujeres trans. Igualmente, es insuficiente el compartir algunas ideas o propuestas para adquirir una identidad y constituir el sujeto feminista. Falta la característica principal: la participación duradera en una acción individual y colectiva para superar la desigualdad de género y avanzar en la emancipación femenina. O sea, la pertenencia colectiva se deriva, sobre todo, de una actitud sociopolítica y cultural transformadora, de una práctica relacional solidaria, de una interacción humana que forja vínculos comunes en torno a un proceso igualitario-emancipador frente a una estructura segregadora patriarcal-capitalista.
Por tanto, la pregunta a responder es qué personas y grupos sociales participan y forman, por sus implicaciones prácticas y subjetivas, esa corriente social feminista. Y la respuesta exige un análisis empírico y realista de los distintos niveles de identificación y participación en la acción sociopolítica y cultural feminista. Los rasgos objetivos, biológicos y estructurales, y/o las características subjetivas, emocionales o discursivas, son complementarias. Su interacción con el comportamiento real configura, social e históricamente, el sujeto de cambio feminista en el que obviamente predominan las mujeres, como las personas más afectadas, interpeladas y dispuestas.
Aunque los procesos identificadores y de acción colectiva son una realidad empírica evidente, para su interpretación existe poco uso de metodologías cualitativas, más complejas que las simples categorías cuantitativas. Así mismo, hay limitada claridad conceptual sobre las correspondientes categorías para explicarla, empezando por los propios significantes de identidad, sujeto y feminismo. Pero este enfoque relacional y comprehensivo tiene la ventaja de poder interpretar la realidad en su complejidad y multidimensionalidad y, por tanto, favorecer su transformación efectiva.
Cambio cultural y cambio político-estructural
La polarización real no ha sido entre el cambio cultural y el cambio político-estructural. Este segundo ha sido, sobre todo, retórico, hegemonizado por el Partido Socialista, desde una representación hegemonista de la identidad mujer, a menudo interpretada de forma esencialista, patrimonialista y exclusivista. Lo que se ha producido en estos momentos ha sido una pugna político-representativa entre dos corrientes sociopolíticas y culturales, en competencia frente a la inercia de la desigualdad y el orden establecido: cambio real o cambio formalista.
La agudización de la tensión está derivada por el agotamiento legitimador del feminismo institucional anterior, que ha demostrado sus límites transformadores, así como por el debilitamiento de sus privilegios institucionales y mediáticos que intenta defender a toda costa. En el fondo se ha generado una nueva conciencia colectiva indignada, unas relaciones interpersonales más tolerantes y una activación cívica y feminista. Se ha producido ante la persistencia de las injusticias de género, ante el bloqueo institucional y del orden establecido con ausencia de transformaciones igualitarias relevantes. Definir el conflicto como meramente cultural infravalora su dimensión social y relacional, su carácter sociopolítico y la demanda de cambios sustantivos y reales, incluido en el ámbito educativo.
Además, se han producido dos hechos paralelos y contrarios: por un lado, el refuerzo institucional de la acción feminista de Unidas Podemos, especialmente desde el Ministerio de Igualdad y su acción normativa; por otro lado, el reaccionarismo antifeminista y segregador de cierta derecha y grupos conservadores, que exige una respuesta democrático-igualitaria contundente y clara.
Por tanto, la activación feminista de estos últimos años, en torno a esos tres grandes temas, la igualdad relacional, contra la violencia machista y por la libertad sexual y de género, ha conformado una nueva dinámica de exigencia de un cambio sustantivo, real y de derechos, junto con una nueva y compleja batalla cultural que desborda las inercias políticas y discursivas anteriores. Se abre una nueva etapa para el movimiento feminista, así como para los colectivos LGTBI y sus demandas, que deberán consolidar su impulso transformador y la renovación de sus teorías. Pero los componentes transfeministas son complementarios, no excluyentes, del tronco fundamental del feminismo, así como de la participación más general en un cambio de progreso.
Dada la fragmentación asociativa existente, sin un liderazgo claro y una articulación de debates e iniciativas, solo resueltas a través de las grandes movilizaciones unitarias y representaciones frágiles y puntuales, se multiplica la acción cultural mediática y en redes sociales para influir y liderar una amplia corriente popular feminista. Tiene una base firme: la persistencia de la problemática discriminatoria con una fuerte conciencia de su injusticia, la participación de un significativo sector de activistas, la existencia de una amplia red de relaciones sociales e iniciativas de base y un debate vivo y plural.
Además, la identificación y la activación feminista se han incrementado, precisamente, ante el agotamiento del feminismo institucional y retórico y la contraofensiva reaccionaria y machista de la ultraderecha y grupos conservadores. Se ha producido un desborde participativo del feminismo, ampliamente legitimado en la sociedad, para exigir cambios reales en esos tres campos: igualdad relacional y en las estructuras sociales; contra la violencia machista y por una interacción personal igualitaria y libre, y por la libertad sexual y la autonomía identitaria y vital.
Por tanto, el reto feminista y de las fuerzas progresistas, incluido el nuevo Gobierno de coalición, es doble: sociocultural-educativo y político-institucional-estructural. Tiene la tarea de implementar cambios sustantivos en ambos ámbitos, ante situaciones graves y persistentes, percibidas masivamente como injustas y antes de que generen una nueva frustración social por la inacción institucional o las insuficiencias de los cambios estructurales.
La acción feminista debiera ser más realista, crítica, social y transformadora que la restrictiva pugna cultural. Su tarea es mucho más amplia, práctica y teóricamente: cambiar las relaciones de desigualdad y subordinación, conformar una identidad y un sujeto transformador con una estrategia igualitaria-emancipadora y una teoría crítica.
Así, las tendencias en los feminismos se clasifican por su implicación práctica en el avance real igualitario-emancipador. Existen muchas sensibilidades, con distintos intereses políticos e influencias ideológicas. Es necesario clarificar el significado de sus ideas y discursos. Pero lo principal es explicarlas por su función sociopolítica: la dinámica de mayor igualdad y empoderamiento individual y colectivo de las mujeres.
¿Del sujeto feminista al no-sujeto posmoderno?
Existe el movimiento feminista y el movimiento LGTBI (a su vez, un conglomerado diverso), aliados y con posiciones comunes, por ejemplo, respecto de la libertad sexual. Pero se gana poco instituyendo un super movimiento que sume los dos, trans-feminista y trans-LGTBI, con una nueva denominación o una simple asimilación nominal del uno en el otro. Además, en algunas posiciones se da otro paso: englobar desde el movimiento feminista y los colectivos LGTBI al resto de los movimientos y grupos sociales, incluidos los mixtos con varones. Por tanto, en esa amalgama se integrarían los movimientos de clase, nacionales-étnicos, ecologistas…, aunque sea bajo el paraguas del anticapitalismo patriarcal o el anti-neoliberalismo, conceptos que facilitarían la identificación del conjunto popular en función del adversario común, pero con difuminación de las partes y sus identidades parciales.
Para la teoría queer, el sujeto feminista no serían solo las mujeres sino también las mujeres trans y los hombres trans, así como las personas homosexuales, intersexuales, bisexuales y transgénero. El núcleo inicial lo constituyen las personas no heteronormativas y transgénero. Pero, desde una perspectiva inclusiva, según la versión postfeminista, podría alcanzar al conjunto de mujeres y hombres, incluidos los heterosexuales.
Interpreto esta teoría como el cuestionamiento del binarismo del sexo y el género y la defensa de la construcción social de la propia identidad y preferencia sexual. No entro en ello, ya he hecho algunas alusiones. Me detengo en su conexión problemática con las posiciones posestructuralistas, en particular las más idealistas.
La lógica de la teoría queer, en su versión más posmoderna, hace hincapié en la deseabilidad de unos géneros fluidos e inconsistentes. Su construcción dependería de la voluntad de cada cual, y serían variables y líquidos. La identidad de género, como reconocimiento propio y ajeno de un estatus, con una mentalidad y una relación social duradera, no tendría sentido. En estos fundamentos entronca con el pensamiento posmoderno más radical. Ofrece un atajo, la voluntad y la determinación de cada cual, para superar la desigualdad de género y garantizar la emancipación de las mujeres y todos los seres humanos. Su carácter voluntarista la hace atractiva para generar expectativas sobre su operatividad inmediata, pero se infravaloran las realidades y dinámicas estructurales e identitarias, así como una acción colectiva transformadora, más allá de la actividad discursiva considerada la función central.
Así, hay un salto desde cierto determinismo biologicista inicial, con la idea de la pertenencia al sujeto por el sexo, el género y la opción sexual, hasta un constructivismo derivado de la reunión de sujetos diversos en torno a una acción política, pensada como acción discursiva. No se pone el acento en lo relacional y la experiencia práctica y cultural, tal como defiendo. La interacción sociopolítica igualitaria y solidaria genera identidades y sujetos específicos con dinámicas transformadoras concretas y con dinámicas mestizas, comunes y unitarias. Por tanto, hay que superar la tendencia a una identidad excluyente y fija, separada de otros procesos identificadores o de pertenencia más global a la ciudadanía y la humanidad.
Pero también es idealista la idea de una ausencia total de identificaciones parciales (de género, clase, étnico-nacionales…), con la participación indiferenciada a un conglomerado difuso. Conlleva la visión de una sociedad amorfa, sin interacciones ni identificaciones; sólo se conformaría el sujeto (pueblo) por los deseos y el discurso (de una élite). Es una posición idealista y voluntarista, que no valora suficientemente la experiencia relacional, percibida e interpretada, con sus contextos sociohistóricos, institucionales y culturales.
De ahí que, con esa perspectiva posestructuralista, se llega al transfeminismo como un sujeto superador y más allá del feminismo, que incorporaría luchas combativas antirracistas, de clase y transfeministas. Pero, entonces, ese sujeto sería similar a los convencionales pueblo, unidad popular o bloque social histórico; sería un gran sujeto (interseccional) donde se integran o subsumen los sujetos particulares y cuya argamasa la constituyen los deseos y aspiraciones… de cualquier persona. Pero un sujeto donde está todo el mundo, de forma indiferenciada, puede terminar en el no-sujeto postmoderno, es la humanidad compuesta de individuos. Sobre todo, si se mantiene la ambigüedad de qué realidad o conflicto se pretende superar y qué proyecto de sociedad y de relaciones sociales se quiere establecer.
Un sujeto relacional y sociohistórico
Por tanto, hay que considerar qué interacciones de las distintas situaciones y dinámicas sociopolíticas se producen, qué jerarquía de prioridades existen en cada momento y circunstancias, así como qué estrategias a medio y largo plazo se adoptan para impulsar la igualdad y la emancipación de los grupos sociales subalternos. No obstante, el pensamiento posmoderno es ‘situacionista’ o episódico, infravalora las realidades estructurales o las tendencias sociales de fondo, los procesos sociohistóricos y la constitución de fuerzas sociales duraderas y sus equilibrios y alianzas.
Así, caben tres grandes realidades, conflictos y movimientos-sujetos (clase, etnia-nación y sexo/género), junto con otros más pequeños, con intersecciones e interacciones. La difícil cuestión es la articulación de ese movimiento de movimientos, ese sujeto global trans-feminista, trans-nacional y trans-clase. Y, en particular, cómo se mantienen o articulan esas identidades parciales en una identidad múltiple. O bien, cómo se diluyen y se queda en una identificación genérica (ciudadana, ser humano) o más acotada políticamente (progresista, de izquierdas), todas ellas en disputa por su sentido y su representación.
Es decir, la versión posmoderna supondría que las características del nuevo sujeto a construir serían abstractas o no sustantivas, es decir, sin unos rasgos identitarios comunes y sin constituir sujetos colectivos enraizados. Acaba en el no-sujeto y en la no-identidad feministas.
En definitiva, la articulación de ese sujeto emancipador es compleja, al menos en los dos últimos siglos. Solo se puede abordar a partir de la experiencia de los procesos sociopolíticos, sus dinámicas asociativas, de representación y liderazgo y sus teorías críticas, sin esencialismos ni determinismos, y menos desde élites autonombradas que dicen representar a un determinado sujeto o sector social.
Lo específico de ese enfoque postmoderno sería que no hay referencia a una realidad estructural y sociohistórica concreta, a una conexión de las distintas opresiones o desigualdades, o bien a un proceso social y relacional prolongado de compartir experiencias desde una realidad similar y una solidaridad para avanzar en la igualdad y la emancipación. Por tanto, hay una sobrevaloración del discurso, las ideas o las emociones en la formación del sujeto, y una infravaloración de las prácticas sociales compartidas tras el objetivo de la igualdad/libertad. El posestructuralismo no es una buena superación del estructuralismo. Ambos, con combinaciones distintas y mezclas eclécticas, son dominantes entre muchas élites de movimientos sociales. Para superar ambos es necesario un enfoque crítico, interactivo, relacional y sociohistórico.
El movimiento feminista y sus procesos identificadores tienen motivos estructurales y sociohistóricos para afirmarse. En la configuración de un movimiento popular o un amplio sujeto transformador, la articulación de los diversos movimientos, corrientes, proyectos y temas es compleja. Está unida a una identificación múltiple con una dinámica mestiza e intercultural y un proyecto de conjunto o universal. Está acompañada por la experiencia histórica de no estar sometido a los intereses y demandas grupales e identitarios más relevantes (étnico-nacionales, de clase, de género, ecologistas…) junto con elementos más universales (derechos humanos, ciudadanía…) o representaciones unitarias (a veces oligárquicas).
En resumen, algunas interpretaciones de lo queer abarcan varios ámbitos y niveles, cuya interacción hay que clarificar: movimiento LGTBI (incluido transgénero y transexual), movimiento feminista (incluidas mujeres heterosexuales), conjunto de sectores subalternos (incluidos varones inmigrantes, racializados y de clase trabajadora). Pero, la construcción de ese gran sujeto ‘transfeminista’, siguiendo criterios postmodernos o postestructuralistas, vendría realizada por el papel del discurso (indiferenciado o con un significante vacío, según Laclau) de una élite, cuya función de liderazgo sería central. El sujeto se construiría según la actitud ante las demandas de derechos.
No obstante, de acuerdo con esa ambigüedad posestructuralista o populista no se definen qué demandas o qué derechos, ni qué relación tienen, por una parte, con una realidad de subordinación y, por otra parte, con unos objetivos y valores (republicanos) más generales. O sea, el riesgo de subsumir el feminismo en un conglomerado sin definir es evidente. La pugna por la prevalencia de cada élite, con su hegemonía o ventajismo, sería permanente. Y más descarnada al realizarse por la competencia por un liderazgo hiper-político que no cree en una base social estable, una estrategia definida o un pensamiento crítico coherente. Ahora el eje articulador sería la instrumentalización del discurso trans y feminista al igual que en otras tradiciones han sido el de las clases trabajadoras (la histórica lucha de clases por el socialismo) o el de la lucha nacional-popular y antiimperialista. El riesgo de la subordinación de los demás se reproduce; el reto de una articulación democrática, interactiva, multidimensional y realista permanece.
En definitiva, el feminismo, como comportamiento y cultura igualitario-emancipadores contra la opresión femenina, tiene unas bases estructurales y sociohistóricas duraderas y específicas; y más allá de la convergencia en procesos democrático-populares, sujetos globales e identidades múltiples va a tener una fuerte autonomía e identificación propia. No se puede diluir en un proyecto difuso de exigencia de derechos y menos con una élite autonombrada, cuya legitimidad, en ausencia de un auténtico arraigo social, se persigue en forma de pelea discursiva. El no-sujeto posmoderno, el individualismo radical e irrealista, no tiene futuro. El gran sujeto esencialista, tampoco. El feminismo, en el marco de una amplia corriente social de progreso, tiene unas bases sólidas.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor del libro Identidades feministas y teoría crítica
@antonioantonUAM