La ausencia de una política coherente respecto de los archivos españoles, especialmente los relativos a casi todo el siglo XX, es consecuencia de la falta de una política de memoria histórica digna de tal nombre, fruto a su vez de una transición amnésica.
Cuenta Leopoldo Calvo-Sotelo en sus memorias que cuando llegó a la Moncloa tras la dimisión de Suárez la caja fuerte del despacho de Presidencia estaba cerrada y sin llave y cuando se consiguió abrir solo había dentro un papel con la combinación de apertura de la caja. El archivo del presidente Suárez se había esfumado y ahora obra en poder de su familia; y lo mismo ocurre con el del propio Calvo-Sotelo, a pesar de que, según Charles Powell, en algún momento intentó transferirlo a los archivos públicos, sin éxito. Por su parte, Aznar sentó precedente en su partido con una medida drástica: borró los archivos informáticos de Presidencia a su salida del gobierno. Como vamos a ver, son solo algunas muestras de un comportamiento poco adecuado en una sociedad democrática, que debe tener claro dónde está el límite entre lo público y lo privado y cuál es el valor del patrimonio documental en su cultura.
Ante esta situación, el proyecto de Ley de memoria democrática contempla la creación de una fundación pública “que tendrá como objeto el mantenimiento, preservación y custodia de los archivos de los presidentes del Gobierno (…), así como cualesquiera otros documentos y bienes que se le confíen” (disposición final 7ª). Va implícito, suponemos, que antes habrá que recuperar esos fondos, los cuales, desde Franco en adelante, se hallan mayoritariamente privatizados en manos de los titulares de la Presidencia, de sus familias o de alguna fundación privada. Es sabido que una parte de la documentación de Franco –probablemente la menor, aunque sean más de 30.000 documentos– se encuentra en poder de la fundación que lleva su nombre, que conserva los originales a pesar de que el Ministerio de Cultura costeó su digitalización. (El Centro de la Memoria de Salamanca solo posee una copia microfilmada, ni siquiera la digital, y algunos documentos llevan la incordiante marca de “secreto” o “confidencial”, aunque se trate de asuntos con sesenta años o más y sin demasiada trascendencia, más allá del interés histórico) Y si Carlos Arias cedió sus papeles a una fundación –la Hullera Vasco-Leonesa (!)–, Felipe González creó otra en 2013, presumiendo de que es el primer presidente de gobierno de España que pone a disposición del público su archivo. (Poco interés debe prestar a esto, pues hoy, siete años después, son muy escasos los documentos digitalizados en la web de su fundación).
Esta situación es por completo anómala, inusual entre los países democráticos y, desde luego, ilegal. La Ley de Patrimonio Histórico de 1985 establece que “forman parte del Patrimonio Documental los documentos de cualquier época generados (…) en el ejercicio de su función por cualquier organismo o entidad de carácter público” (artículo 49). Y añade que quienes por la función que desempeñen tengan a su cargo documentos oficiales “están obligados, al cesar en sus funciones, a entregarlos al que les sustituya en las mismas o remitirlos al Archivo que corresponda”. Algo que se ha venido ignorando y que ya denunció Javier Tusell, siendo Director General de Patrimonio con Adolfo Suárez: “España es un país con muchos archivos privados a los que no hay acceso, porque, habitualmente, los dirigentes políticos guardan en su domicilio y no en los archivos administrativos gran parte de la documentación que se genera”. En estas declaraciones, que datan de hace cuarenta años, Tusell añadía: “Lo característico de la vida pública española (…) se desenvuelve en el secreto. Habría que hacer una campaña para recuperar los archivos privados, conseguir que se depositen en instituciones privadas o públicas, para que se clasifiquen y se puedan consultar. En este aspecto, en España estamos muy atrasados en relación con otros países” (El País, 1 de octubre de 1980). De ahí derivaba la exigencia de una ley general de archivos, también prevista en la Constitución (artº 105) y aún hoy pendiente. (En cambio, tenemos 17 leyes de archivos autonómicas, a veces no muy concordantes entre sí y con la ley de 1985; hasta hace poco, por ejemplo, la de Castilla y León ponía un periodo de carencia en el acceso a documentos personales de 100 años desde la muerte de la persona).
No ocurre así en otros países democráticos, donde, por lo general, los documentos de los ex jefes de estado y de gobierno se hallan en archivos o instituciones públicas. En este aspecto, un ejemplo casi modélico sería el de EE.UU., donde esos archivos se encuentran en lugares como son las Presidential Libraries, que ofrecen buena parte de sus fondos digitalizados al acceso público y abarcan desde la época de Herbert Hoover hasta Obama. Una disponibilidad que parte del cumplimiento de la primera enmienda de la Constitución norteamericana y, más concretamente, de una ley de libertad de información (FOIA), vigente desde los años sesenta, y otra de 1978 que obliga a los presidentes a pasar a titularidad pública los documentos oficiales al final de su mandato. Son normas que se toman muy en serio los medios de comunicación, los jueces y la propia sociedad norteamericana.
Pero puede ocurrir y ocurre que los círculos de poder norteamericanos (la presidencia, las Secretarías de Estado y de Guerra, la CIA, el Pentágono) sean reacios a fisurar lo más mínimo el círculo de acero que protege cierto tipo de información. Intervienen entonces agencias como el Archivo de Seguridad Nacional (National Security Archive),cuya lucha ha sido decisiva para levantar el veto informativo de las autoridades en ciertas ocasiones. El NSA es una entidad no gubernamental, que no hay que confundir con la Agencia de Seguridad Nacional, la cual, aun teniendo las mismas siglas, se halla al otro lado de la trinchera en este tema. El NSA consiguió, por ejemplo, que los cientos de miles de mensajes electrónicos de Reagan, Bush sr. y Clinton no fueran destruidos, como se pretendía, ya que contenían información delicada sobre cuestiones de política exterior (intervenciones militares, operaciones encubiertas), lo mismo que las 20.000 conversaciones telefónicas de Henry Kissinger. Estos casos y otros fueron denunciados judicialmente por el NSA, que consiguió muchas veces el respaldo de los tribunales, después de años de pleitos y de resistencia por parte de los círculos de poder de EE.UU. Todo esto, unido a las filtraciones (leaks) de algunos funcionarios responsables y valientes, como Daniel Ellsberg en 1971 –que pasó a la prensa los llamados “Papeles del Pentágono” con pruebas de los crímenes de guerra en Vietnam, Laos y Camboya– y más tarde Julian Assange (WikiLeaks), Edward Snowden y Bradley Manning, hace que casi no haya asunto político de calado, por comprometido que sea, que no acabe siendo sometido al escrutinio público.
El contraste entre España y otros países en materia de acceso a archivos da lugar a una situación paradójica y un tanto vergonzosa, que ya han denunciado algunos historiadores españoles (Ángel Viñas, sin ir más lejos): hay temas relativos al pasado español que encuentran más documentación en archivos extranjeros que aquí. En mi caso, por ejemplo, el estudio de los planes del tardofranquismo para disponer de armamento atómico propio (La bomba atómica española. La energía nuclear en transición. 2015) debió apoyarse más bien en documentos digitalizados en EE.UU. o en prensa especializada como el Bulletin of Atomic Scientists, pues, quitando la hemeroteca, las referencias documentales o bibliográficas al tema brillan por su ausencia en España, salvo un librito de Santiago Vilanova y la publicación del general Velarde Pinacho, que se atribuye –algo abusivamente en nuestra opinión– la paternidad del diseño técnico de la bomba (al que llamó “Proyecto Islero”). En esos documentos digitalizados, disponibles online, podemos consultar, por ejemplo, las actas de las reuniones de Kissinger con Franco y con Carrero en diciembre de 1973 (el día anterior a su asesinato), o la de Manuel Prado y Colón de Carvajal, enviado por el entonces Príncipe de España Juan Carlos, con el mismo Secretario de Estado, o leer los informes de la CIA sobre la situación política española. En contraste, el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores español es de los más inaccesibles para la documentación posterior a los años setenta.
Por lo demás, no sería cosa de limitar esa “renacionalización” de los archivos a los jefes de gobierno, pues no son los únicos que están en esa situación. Es el caso de los ministros y otros altos cargos, tanto civiles como militares, que también se han llevado a casa la documentación o la han cedido a entidades particulares. Por ejemplo, los políticos y técnicos superiores cercanos al Opus Dei los vienen cediendo a la Universidad de Navarra para que los cataloguen, custodien y puedan servir de base a investigaciones académicas (es el caso de Herrero Tejedor, López Rodó, Ibáñez Martín, Licinio de la Fuente, Antonio Garrigues y otros). Por su parte, la Fundación Transición Española custodia los archivos de Fuentes Quintana, Alfonso Osorio, J. A. García Díez o Fernando Múgica, entre otros. Hay una Fundación Serrano Suñer que, suponemos, tiene los papeles del “Cuñadísimo”, mientras que la Fundación “Universidad Española” acoge el archivo de Sainz Rodríguez y de políticos republicanos. Y así sucesivamente. De los archivos de Zarzuela nada decimos, pues nada sabemos.
No dudamos de que todas estas entidades privadas tratan con esmero esos archivos y los ponen a disposición de los investigadores (lo cual de paso nos indica que la calificación de “archivos personales” que les otorgan es un tanto equívoca: uno no suele hacer una tesis doctoral con la correspondencia familiar de una persona); pero no es lo que dispone la ley al respecto y por eso ahora se trataría de “renacionalizar” toda esa masa documental o, al menos, someterla a una consideración global por parte de las autoridades de educación y cultura. Pues son pocos los que motu proprio transfieren sus documentos a archivos públicos, como hicieron los sucesores del general Yagüe hace unos años, no sin pleitos de por medio.
Como argumentó hace años el archivero Antonio González Quintana, la ausencia de una política coherente respecto de los archivos españoles, especialmente los relativos a la mayor parte del siglo XX, no es sino una consecuencia de la falta de una política de memoria histórica digna de tal nombre, fruto a su vez de una transición amnésica. El problema que hemos enunciado no es sino uno más de los que afectan al patrimonio documental español, de modo que cabe esperar ahora con la nueva ley que se aborden en conjunto: falta de medios personales y técnicos suficientes; apertura de archivos hasta ahora poco o nada accesibles (militares, servicios de inteligencia, asuntos exteriores, fuerzas de orden público); legislación farragosa y muchas veces obstaculizadora de las consultas; abusiva aplicación del principio de derecho a la intimidad y a la imagen personal, etc. (Esta última hace que, por ejemplo, a estas alturas no sea público el expediente del consejo de guerra por el 23-F –del que solo se conoce la sentencia–, y que los condenados aparezcan en esta con los nombres trastocados, de modo que ni el Teniente. Coronel Tejero aparece como Tejero, ni Adolfo Suárez como tal, ni el coronel San Martín, etc., etc.).
El papel de los archivos de la Guerra Civil, la dictadura y la transición es decisivo a la hora de afrontar seriamente el reconocimiento y la reparación de las víctimas y de fundamentar un conocimiento del pasado que dé contenido moral suficiente a la democracia española. El proyecto de ley que comentamos una vez más afirma el derecho ciudadano a la información (o a la verdad) y al acceso a los archivos. Eso mismo reza la Constitución y en ello insisten otras normas posteriores, como la Ley de Memoria histórica de 2007, la de Transparencia, etc. Sin embargo, como diría mi abuela, “cuantos más gatos, más ratones”: parecería que el aumento de normativas se traduce en un proporcional incremento de las trabas y limitaciones a ese principio general. (Véase a ese respecto las que figuran en la citada ley de “transparencia”). Pero mientras no se logre hacer realidad ese principio no podremos presumir de una cultura cívica suficiente en nuestro país.
Luis Castro Berrojo es historiador.