Durante la otra Restauración borbónica, la que va desde 1875 a 1923, los periódicos liberales y obreros no paraban de criticar los vasos comunicantes que había entre el Consejo de Ministros y las grandes empresas del país. Un Jefe de Gobierno o un ministro dejaba su cargo y de inmediato tenía un puesto extraordinariamente remunerado en cualquiera de las empresas que esperaban favores del Estado. Daba lo mismo que la empresa tuviese dificultades económicas, que nadase en la abundancia, siempre había lugar para un buen ministro de Su Majestad en los consejos de administración más concurridos, donde pasaban unos años de paz y después gloria hasta que de nuevo tornaban al ministerio con la agenda llena de compromisos ineludibles.
El conde de Romanones, por ejemplo, fue presidente del Gobierno y ministro en varias ocasiones. Cuando el turno pacífico en el poder o las veleidades de Alfonso XIII le obligaban a dejar el puesto, le esperaba un trono en el mando de la Sociedad Minera y Metalúrgica de Peñarroya, el Banco Hipotecario, Transmediterránea -donde compartía deseos con Juan March-, o la Sociedad Española de Minas del Rif, sociedad fundada por el marqués de Comillas y el Conde Güell para explotar el hierro después de la fundación del protectorado español en Marruecos: Miles de soldados de reemplazo murieron defendiendo los intereses de la oligarquía española sin saber jamás para qué iban a África. Otro tanto se podría decir de Manuel Allendesalazar, presidente del Consejo de Ministros y ministro de Instrucción Pública, Agricultura, Industria y Comercio, Obras Públicas, Gobernación, Estado, Fomento y Marina durante el reinado del bisabuelo del actual monarca. Lo mismo valía para un roto que para un descosío, pero en los periodos de baja tenía guardado lugar de descanso y avituallamiento generoso en los consejos de administración del Banco de España, Tabacalera y el consorcio bancario. Por su parte, Manuel García Prieto, jefe del Partido Liberal Democrático tras el asesinato de Canalejas, fue el último presidente del Gobierno anterior al golpe de Estado de Primo de Rivera, habiendo ocupado las carteras de Gobernación, Gracia y Justicia, y Estado y la presidencia del Senado, lo que en ningún momento fue óbice para aposentarse en los consejos de administración del Banco Español de Crédito, el Banco Hipotecario, Tabacos de Filipinas, La Unión y el Fénix o la Mutua Franco-Española, siguiendo los pasos de su suegro Eugenio Montero Ríos, quien tejería en Galicia y otros territorios una de las más eficaces redes clientelares del país. Podríamos seguir hasta el infinito, pues raro fue el político de aquella Restauración que dejó el cargo público para regresar a sus quehaceres, siendo la norma la seguida por estos tres ejemplares de la raza que amaban tanto a España cuanto más dinero recibían de las empresas y chanchullos que les deparaba la patria, siempre bajo la atenta mirada de Nuestro Señor, que jamás deja que se pierda ninguna de sus ovejas predilectas.
Si esto ocurrió durante la primera Restauración Borbónica, la exacerbación de ese modo de vida, de esta forma de articular el Estado dando regalías a las clases altas y permitiendo de ese modo crear redes clientelares muy superiores a las de la mafia italiana, la exacerbación llegó con el franquismo, que utilizó las redes clientelares y caciquiles de la Restauración para asentar su poder sobre fuertes y consolidados cimientos. Iglesia, empresa, universidad, ministerios, instituciones y organizaciones sociales regimentales eran una misma cosa, y lo mismo daba ser subsecretario que gobernador civil u obispo de Mondoñedo. España era una, grande y libre -de la libertad que tanto gusta a Ayuso-, y quienes estaban con el régimen tenían patente de corso para hacer cuanto les viniese en gana. Los miembros de las antiguas tramas de poder urdidas durante la Restauración fueron recompensadas suculentamente por su fidelidad al golpe de Estado, al mismo tiempo que la dictadura abrió también las puertas a quienes mostraron su buena disposición con el nacional-catolicismo, creándose una nueva casta que ocupó los puestos de mando de Telefónica, RENFE, INI, Altos Hornos, navieras, constructoras, bancos, eléctricas, petroleras y cualquier entidad de la que se pudiesen sacar pingües beneficios con el mínimo esfuerzo, tan sólo con las disposiciones publicadas en el Boletín Oficial del Estado.
Llegó la democracia, se hicieron muchas cosas que es justo reconocer, entre ellas una Constitución que si se cumpliese sería ejemplar, pero que al dejar en la parte dispositiva buena parte de los derechos fundamentales necesita una puesta al día sin más dilación. Las grandes fortunas acrecentadas o formadas durante la dictadura, continuaron detentando el poder que tenían, y en muchos casos disfrutando de un crecimiento brutal al calor de las contratas que le otorgaron los gobiernos democráticos. Durante todos estos años hemos podido contemplar cómo personajes apenas conocidos antes de acceder al poder político han pasado a formar parte, tras abandonar el cargo, de los oligopolios eléctricos, gasistas, tecnológicos, ladrilleros, mediáticos y financieros, volviéndose a repetir los esquemas heredados de la tiranía, es decir que el poder político no defiende el interés general, sino el de esos grupos a los que pasan en manadas quienes accedieron al poder por sufragio universal, libre, directo y secreto.
Vivimos estupefactos pero bien amarraditos al sofá para no caernos al suelo -aquí ya los únicos que se manifiestas a grito pelado son los fachas- la escandalosa subida de las eléctricas, empresas por las que han pasado una parte significativa de quienes han dirigido el país durante los últimos años. Ante todo afirmar sin ningún pelo en la lengua, que es una actitud indecente que rebaja la calidad de un representante público a la de un mindundi: Ser Presidente o ministro de un Gobierno democrático es algo mucho más notable que sentarse en la dirección de una empresa aunque se gane menos. Pero luego está el efecto pernicioso que produce ese trasvase inmoral: descreimiento de la ciudadanía en los políticos, las instituciones democráticas y la propia democracia, ascenso de los partidos populistas antidemocráticos que bajo bandera de patriotismo prometen una regeneración imposible porque ellos son parte del problema dada la ideología y la inmoralidad en que basan sus propuestas; por último, la permisibilidad e impunidad con la que se mueven los oligopolios amparados por sus socios protectores, impunidad que les lleva a imponer unos precios según su albedrío y su codicia, siempre protegida por la ley ad hoc que les permite cobrar el kilowatio -en el caso de las eléctricas- al precio más caro de la cadena de producción, es decir que si el gas natural es el que más cuesta a la hora de producir electricidad y la energía solar lo que menos, todo nos lo cobrarán al coste del primero. O sea una verdadera estafa inadmisible en una democracia, incluso bananera.
Esta dinámica infernal heredada de la dictadura debe acabar de inmediato, mediante la intervención de los precios o la creación de una empresa pública de energía que ya teníamos hasta que vendieron ENDESA al Estado italiano, porque no sólo se está empobreciendo a los ciudadanos de manera injustificada y gravísima sino porque supone un gasto de producción inaceptable para la buena marcha de las empresas.