La concepción pasiva de la sexualidad de las mujeres es un pilar que sujeta el orden de género y refuerza los marcos de la violencia machista. A ellos se les presupone el deseo y el pleno dominio de su voluntad y su sexualidad. A nosotras, lo contrario.
Un influencer ha prendido fuego a las redes por hacer apología de ligar con mujeres borrachas “porque es mucho más fácil”. Se ha escrito bastante ya de lo problemático de este enfoque y no voy a perder mucho tiempo contestando a incels o gente que tiene tan poca consideración de sí misma que piensa que solo podría ligar con una mujer borracha. Voy a intentar reflexionar sobre el marco más general, porque las cuestiones de sexualidad son centrales para el feminismo.
En este caso creo que se está dando una visión cuestionable de lo que supone beber y tener relaciones sexuales, algo muy habitual para muchísimas mujeres, de todas las edades, pero sobre todo para las jóvenes en contextos de ocio nocturno. Naira Davo lo ha explicado en un reciente artículo, donde dice que no se puede responder a la cultura de la violación con un regreso al puritanismo en el que se castigue a las mujeres que beben reproduciendo viejos estigmas basados en ideales de respetabilidad. “Ha habido una cierta tendencia a afirmar que una mujer que bebe un par de copas no es capaz de seleccionar con quién se acuesta, para dibujar algo así como una nueva oposición entre el celibato de la mujer sobria contra la promiscuidad de la mujer ebria”, dice Davo.
Si elegimos beber alcohol, ¿cuándo perdemos la capacidad de decidir que queremos una relación sexual? Evidentemente no me refiero aquí a un estado de inconsciencia o seminconsciencia donde es evidente que no puede haber consentimiento y, por tanto, hay violación. Este ha sido uno de los elementos alrededor de los que han girado las demandas de eliminación de la actual distinción entre abuso y agresión sexual en el Código Penal para poner el acento en la ausencia o no del consentimiento. (Hasta hoy si la mujer está borracha o drogada se considera abuso porque “no hay violencia”, incluso cuando se le suministra una sustancia para conseguir anular su voluntad o que pierda la conciencia con el fin de agredirla.)
Es un tema complejo, pero tenemos que atrevernos a tratar estas cuestiones. Del debate de estos días, aprendemos que si se tienen dudas de la capacidad de consentir de una persona borracha, es mejor no forzar la situación. (Mucho se podría decir también del tipo de sexo que se tiene cuando media el alcohol, y su relación con los debates sobre el deseo y la empatía al follar que Beatriz Gimeno definía como el “preocuparse por el otro o la otra, por su bienestar” en la cama para atender y respetar su deseo).
Escucho voces diciendo que los tíos no deberían irse nunca con una mujer borracha, pero ¿cuánto de borracha? No se puede asociar automáticamente borrachera con incapacidad de tomar decisiones. Primero, porque resulta problemático una vez más colocar el peso del deseo y la capacidad de obrar en ellos. Aquí incluso ponemos en su tejado el discernir sobre nuestra propia capacidad de consentir. ¿Otra vez son ellos los que van a decidir por nuestra sexualidad? Este es un marco que nos infantiliza, que nos quita agencia. Hay que decir bien claro que las mujeres salimos, nos emborrachamos y ligamos porque queremos e incluso que a veces bebemos expresamente para ligar con más facilidad porque eso nos desinhibe. Sí, muchas veces queremos irnos a casa así, borrachas y acompañadas.
Creo que vale la pena abrir el debate porque esta concepción pasiva de la sexualidad de las mujeres también es un pilar que sujeta el orden de género, enquista sus lógicas y refuerza los marcos estructurales de la violencia machista. A ellos se les presupone el deseo, que siempre existe, y el pleno dominio de su voluntad y su sexualidad. Aunque a veces esta se representa también como algo salvaje que no puede ser contenido, un argumento que ha servido históricamente para legitimar la violación. A nosotras, lo contrario, que la excepción es que queramos, una especie de premio que guardábamos celosamente para recompensar con ella a un varón –un varón que nos da algo a cambio, ya sea afecto, poder o recursos–. De ahí provienen algunas objeciones feministas a la Ley del Sí es Sí: que tal y cómo está formulada nos ata a esta concepción de la sexualidad femenina, mientras sitúa la agencia y el deseo en el terreno masculino. “Nos envía un mensaje inequívoco: el sexo es un terreno de los hombres y para ti siempre será hostil. Nos aleja del aprendizaje a manejarnos sin complejos, ni miedos en un ámbito de la vida que les dejamos a ellos”, como dice Mónica Oltra. Pero todo nos pertenece, el ancho mundo es nuestro y nada nos es ajeno. También el sexo.
Todavía hoy dicen que la “naturaleza” sexual femenina y la masculina son esencialmente distintas, incluso algunas feministas. ¿Acaso estas diferencias no responden más bien a configuraciones de roles culturales e históricos específicos que además se encuentran en profundo proceso de transformación desde hace años? ¿No existe hoy en las mujeres una pluralidad de formas de desear y de vivir el sexo? ¿Qué sentido tiene desarrollar discursos que contribuyen a esencializar y fijar de nuevo nuestra sexualidad a viejos esquemas? Esquemas que además, son los que, cuando se produce una agresión, sirven para que nos culpabilicemos a nosotras mismas, por beber, por estar en un sitio donde no deberíamos haber estado a esas horas, por andar sola por la noche, por querer sexo ocasional… Todo al servicio del control de nuestra sexualidad. La manera de conducir según qué debates, aunque no sea nuestra intención, puede contribuir a reforzar este marco.
Buenas/malas mujeres
Estos son además los mismos argumentos que se usan en los juicios para desestimar las declaraciones de las mujeres si estas tienen una vida sexual activa antes, o incluso después de haber sido violadas. Si su pureza queda en entredicho, si esa misma noche iba buscando sexo, pueden ser argumentos sociales y legales para dudar de su testimonio. Se nos obliga así a encajar también en la imagen de “buena víctima” que, más que proteger a las mujeres, les exige el cumplimiento de la normativa hegemónica de género como condición para ser reconocidas como víctimas, como explica Laura Macaya. “Imposible violar a una mujer tan viciosa”, dice Virginie Despentes en Teoría King Kong. Estos discursos que no reconocen la pluralidad de vivencias, que haya mujeres que beban y busquen sexo con desconocidos, por ejemplo, refuerzan de manera indirecta tanto los argumentos que sirven a la reproducción de la violencia institucional, como al control social expresado en la cultura hegemónica y ejercido a través de los que nos rodean.
Las malas víctimas a veces no encajan en lo que se espera de ellas. No se les ve suficientemente traumatizadas, quizás hacen vida aparentemente “normal”. “Fuma, sale de marcha, toma café con los amigos”, escribían los detectives privados sobre la víctima de la Manada para demostrar que no había sido violada. Parece que ninguna mujer que haya sido violada debería poder hacer vida normal. El patriarcado presupone que es lo peor que le puede pasar a una mujer y que después debe quedar “dañada”. Solo las buenas mujeres no lo superan, dice Despentes.
Aunque evidentemente la responsabilidad de una agresión sexual siempre es del agresor, el peligro es generar un relato en el que si una mujer sale de noche y se emborracha se pone al alcance de los “depredadores sexuales”. El imaginario que podemos crear es, no solo culpabilizador para las mujeres, sino uno que quizás limite nuestras posibilidades de vida y autonomía. Nerea Barjola lo explica bien en Microfísica sexista del poder a partir del caso Alcàsser: las campañas de terror sexual desatadas en los medios después de violaciones y asesinatos son funcionales a la limitación de los comportamientos y movimientos de las mujeres, a su contención, personal y sexual. El miedo nos hace más pequeñas, nos encierra. Pero no queremos tener que elegir entre nuestra libertad y nuestra seguridad.
Porque salir al mundo, sobre todo borrachas, es “ponerse en riesgo” y a veces, no sale bien, pero no queremos encerrarnos en casa. Después de su violación, Despentes tuvo una epifanía leyendo un texto de Camille Paglia: “Sí, habíamos salido afuera, a un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, estábamos en minifalda solas sin un tío que nos acompañara, de noche, (…) Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio, y más que sentir vergüenza por estar vivas podíamos decidir levantarnos y recuperarnos lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables personalmente de algo que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos esperar cuando se es mujer y se quiere correr el riesgo de salir al exterior”.
Contra un clima de miedo
En los últimos años, el #Metoo y la insistencia en poner en primer plano la violencia sexual han tenido resultados ambivalentes. Por un lado, hemos puesto en la agenda la violencia sexual y los abusos en el ámbito laboral de los que nadie hablaba. Cosas que estaban normalizadas por fin se verbalizan, por fin dejan de excusarse. Probablemente este cambio cultural es uno de los mayores logros de este último ciclo de movilización feminista. Sin embargo, quizás hemos construido sin querer un imaginario de pánico sobre la sexualidad. Quizás la hemos dibujado como un ámbito solo de peligro y no de disfrute. ¿Cómo puede afectar esto a las más jóvenes? Nos ha faltado (y mucho) hablar del placer, de lo que implica conquistar ese espacio siendo mujeres, de lo que ganamos en libertad, en autonomía, en disfrute de la vida. Nos ha faltado reivindicar la sexualidad como un espacio propio para que la amenaza no se cierna como una sombra sobre nuestras vidas y nos acabe desempoderando mientras engrandecemos el poder masculino –aunque sea como amenaza e imagen de omnipotencia–. No hemos hablado apenas de cómo el sexo también es nuestro espacio, de que a las mujeres nos gusta el sexo, lo queremos, lo buscamos activamente y lo disfrutamos –asumiendo todos los problemas o riesgos que se dan en ese campo para nosotras–. La búsqueda responsable del placer y la experimentación son la clave para el empoderamiento sexual de las mujeres y para llevar adelante la lucha por sus libertades sexuales, en palabras de Laura Macaya.
No podemos oponernos a la violencia con la contención sexual. Sino que “el único camino posible pasa por la reivindicación de la propia sexualidad libre, gozosa y dispuesta de todas nosotras. Por comprender que lo que define una agresión no son las circunstancias o el tipo de prácticas sexuales, sino la ausencia de consentimiento explícito. Por construirnos como seres deseantes, anhelantes, dueñas de nuestra sexualidad, con capacidad para decir no y para decir que sí”, escribe Julia Cámara. Por tanto, seguiremos saliendo de noche, yendo a sitios poco indicados para señoritas, seguiremos emborrachándonos y follando. Y para sentirnos más seguras, el feminismo nos ha dado un arma poderosa: el cuidado y acompañamiento colectivo. En los bares y en las discotecas, nos cuidan nuestras amigas que ponen a nuestro alcance un nuevo concepto de “seguridad” a la hora de enfrentarnos a los riesgos implícitos en el terreno sexual. Y si nos pasa algo, también nos acompañaremos para poder levantarnos y seguir caminando, mientras luchamos juntas para que se acaben todas las agresiones.