«El gran objetivo de los partidos políticos debería ser combatir el mal: 1. Estableciendo una igualdad política entre todos. 2. Denegando a unos pocos las oportunidades necesarias de incrementar la desigualdad en la sociedad, mediante una inmoderada y especialmente inmerecida acumulación de riqueza.»
(James Madison, cuarto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica).
Nada nuevo bajo el sol. No se puede decir que la imaginación sea la principal virtud del que a todas luces parece que será Presidente de Andalucía tras las inminentes elecciones. Bajar impuestos como principal promesa de campaña, ¡qué novedad! En esto Juan Manuel Moreno Bonilla sigue fielmente a su flamante jefe de partido, el señor Alberto Núñez Feijóo. Es la sempiterna promesa del Partido Popular (con ella en la boca llegó Mariano Rajoy a La Moncloa; al poco, la incumplió), su arma secreta para conducir al país hacia las anchas avenidas de la prosperidad. Más dinero en los bolsillos del ciudadano equivale a más libertad, que no se lo sustraiga el Estado que no hace más que despilfarrarlo y/o gastarlo en implementar leyes que no tienen otro propósito que extender el control del Gobierno a más y más esferas de la vida de los contribuyentes. Véase, si no, cómo clama Isabel Díaz Ayuso contra la enésima ley educativa de horma «progre» que no persigue otra cosa que adoctrinar a la juventud copiando la estrategia bolchevique. Por eso está dispuesta ella a censurar los libros de texto si así lo precisa su deber ético de defender la verdad a toda costa.
Se lo he vuelto a oír al señor Moreno Bonilla en una entrevista radiofónica esta misma mañana: el Gobierno se está inflando de ganar dinero merced a estos impuestos que nos cobra en esta coyuntura de inflación desbocada (copia aquí también a su líder de partido). Tendría que aclararnos por qué está mal que el Gobierno recaude mucho –si es que es así–, pero no lo está que los beneficios de las grandes empresas y de las rentas del capital no paren de crecer desde hace décadas, aumentando paulatinamente la brecha de desigualdad. ¿No fue el acaudalado magnate Warren Buffet el que en 2011 (recuerde el lector: aún en shock por la crisis de 2008) escribió un artículo publicado en The New York Times titulado “Dejen de mimar a los súper-ricos”? En él aseguraba que pagaba menos impuestos quesu secretaria, dado que las rentas del capital habían pasado de una fiscalidad del 40% en 1976 al 21,5% en 2011. Suya es también la frase que sintetiza en clave marxista –se podría decir– el devenir de las últimas cuatro décadas: «Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando». A esta confesión podríamos replicar con ese venerable axioma jurídico que reza: «a confesión de parte, relevo de pruebas», que significa que quien confiesa algo libera a la contraparte de tener que probarlo. Pero pruebas, haberlas, haylas. Quien desee administrarse una concisa pero contundente dosis de ellas puede leer el librito del profesor italiano Marco Revelli titulado precisamente La lucha de clases existe…¡y la han ganado los ricos! Publicado en castellano en 2015.
Se ufana el señor Moreno Bonilla de haber suprimido prácticamente el Impuesto de Sucesiones y Donaciones en la comunidad autónoma que él gobierna. Por ser un impuesto injusto. Para el economista Branko Milanovic, sin embargo, es uno de los necesarios instrumentos para combatir la transmisión intergeneracional de la desigualdad (léase su libro Capitalismo, nada más). La sensibilidad del Presidente de la Junta de Andalucía con respecto a la injusticia diríase un tanto selectiva, pues, si tenemos en cuenta que apenas aparece el problema de la desigualdad en su discurso. Quizá porque no es un problema de consideración donde él gobierna, alguien podría aducir. Ahora bien, según se desprende del IV Informe del Observatorio de la Desigualdad en Andalucía de 2021 la desigualdad social es un problema creciente en Andalucía, más que en el conjunto de España.
Lo cierto y verdad es que lo decidido respecto del dicho impuesto demuestra que el actual Gobierno andaluz se ha lanzado alegremente a la práctica del tan neoliberal como políticamente corrosivo arte del dumping fiscal. En esto emula el señor Moreno Bonilla a la que sin duda es la maestra en dicho arte, la señora Isabel Díaz Ayuso. Se trata de establecer una competencia entre comunidades autónomas a través del establecimiento de deducciones y bonificaciones para reducir el impuesto autonómico que sea o incluso bajarlo a cero. Entramos así en una dinámica, la cual también se da a escala estatal e incluso internacional, que lleva a una mayor concentración de riqueza en manos de quienes ya más tienen al tiempo que conduce a una mayor desprotección social de los más desfavorecidos.
La justificación de esta postura fiscal universalmente compartida por el mundo político conservador se asienta en la archifamosa tesis del goteo. La teoría del trickel-down (literalmente «goteo hacia abajo») tiene su origen en una vieja idea del filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel, quien en 1904 entendió que la moda se difunde conforme a un proceso de transferencia de la forma de vestir y de los gustos desde las clases más altas a las más bajas según procesos de imitación y diferenciación; igual que el fenómeno físico del goteo, desde arriba hacia abajo. Ochenta años después la metáfora se trasladó al campo de la economía, dando lugar a la tesis del «goteo» o «derrame», según la cual sólo el crecimiento económico puede erradicar la pobreza. Inserto en esta tesis está el supuesto de que únicamente una política favorable a las capas más ricas de la población generará los beneficios suficientes que acabarán por descender tarde o temprano –«goteando»– a los estratos sociales más desfavorecidos y finalmente derramando riqueza –aunque sea en diferente medida– sobre todo el mundo.
Esta teoría es congruente con un modelo social definido por la concepción económica de libre mercado de acuerdo con el cual existe una élite de triunfadores sociales que constituyen la locomotora del desarrollo económico; son los empresarios y los grandes inversores, esos a los que también se denomina «emprendedores». A estos heroicos generadores de riqueza la administración no les debe poner el más mínimo obstáculo ni desincentivar cargándoles de impuestos.
La conclusión de este planteamiento es de una lógica impecable (e implacable); lo enuncia con claridad meridiana Marco Revelli en su citado libro donde leemos: «Por consiguiente, al favorecer a dichas figuras, se genera un mecanismo virtuoso que, espontáneamente, crea riqueza añadida, y en parte la redistribuye en virtud de una especie de “fuerza de gravedad” natural, sin que la intervención del Estado llegue a obstaculizar o atascar el mecanismo». Igual que el mito bíblico del maná; aunque en su caso se trataría de una ley de la economía, equivalente a cualquier ley de la física.
Y como no hay nada como una buena fórmula algebraica o expresión geométrica para dar empaque epistémico a una idea, la teoría del trickle-down halló su legitimación matemática en una curva concebida por un migrante bielorruso, Simon Kuznets, nacido en 1901, llegado con su familia a Estados Unidos en 1922 y premio Nobel en 1971. Su curva nos viene a decir que un crecimiento económico acelerado produce en una primera fase desigualdades hasta llegar a un punto de inflexión a partir del cual comienza a generar igualdad. Ahora bien, el aludido modelo matemático no pretendía ser otra cosa que una representación de los resultados del estudio del ciclo económico a largo plazo que caracterizó a los países de la primera industrialización, sin valor predictivo (ni mucho menos prescriptivo). Será entre los años setenta y ochenta del siglo pasado, con el arranque de la ofensiva ideológica neoliberal que sacraliza el capitalismo de libre mercado, que el modelo mutará en axioma con el fin de neutralizar las críticas contra la economía de la oferta por sus efectos acrecentadores de la desigualdad y para, en definitiva, defender ante los gobiernos de todo el mundo el cínico eslogan «grow now, worry about poor later» (crece ahora, ya te preocuparás de los pobres luego). He aquí la explicación radical (vale decir ideológica) de por qué el crecimiento económico no es una opción, sino un imperativo universal. Por muy suicida que sea en términos del interés futuro –y a cada momento más cercano– de la especie. Queda así cegada de inicio una primera encrucijada para hacer de la libertad algo más que una ficción convertida en estandarte político a base de propaganda pseudoliberal.
Y luego está ese delirante ejemplo de economía de servilleta que representa la tan útil para la postura más regresiva en materia fiscal curva de Laffer, cuyo significado ya es de dominio público y un recurso dialéctico de lo más socorrido para cualquier parroquiano que, apoyado en la barra de una cafetería, defienda los postulados políticos que abrazan la bajada de impuestos para todos, que siempre –claro está por pura proporcionalidad matemática– favorece a los que más tienen. Sobre el timo de la dichosa curva ya escribí hace algunos años el artículo titulado El pecado de Apple: competencia fiscal y la curva de Laffer, publicado en este mismo medio. Baste recordar para los propósitos de lo que aquí se expone que esa supuesta ley matemática inapelable prohíbe elevar por encima de cierto límite la presión fiscal, porque eso conlleva un efecto contraproducente, ya que se asegura de este modo una caída en la recaudación para la administración de hacienda. Moraleja (ideológica): por muy paradójico que parezca bajando impuestos se recauda más. Esta fue la coartada perfecta que Ronald Reagan necesitaba para justificar su programa de recortes de tipos impositivos para los más ricos, pasando hace cuarenta años del 70 por ciento (para las rentas superiores a 108.000 dólares) hasta el 28 para todo el que tuviera ingresos de 18.000 dólares o más. Desde entonces la tendencia ha sido invariable en un contexto de creciente competencia fiscal y de tentadora y cada vez más fácil evasión hacia los paraísos fiscales (a este respecto y también aquí se puede leer mi artículo titulado Los papeles de Pandora: corrupción del capitalismo global y cinismo democrático).
Pero dejémonos de prejuicios ideológicos y de pseudoleyes matemáticas a los que tan aficionada es la economía neoclásica, aún predominante, que pasa por ser la única y genuina ciencia económica (con gran éxito político desde hace cuatro décadas –hay que reconocer– no sólo a derecha sino también a izquierda: ¡chapó!). Acudamos a la historia. No es un laboratorio tan manejable y rápido en sus resultados como el que tienen a su disposición físicos o químicos, pero en ella encontramos los datos mediante los cuales someter a falsación las ideas que pululan por los dominios de las ciencias sociales. Para que los abstractos constructos teóricos sofisticadamente matematizados del paradigma de la economía neoclásica toquen la realidad concreta de quienes los padecemos necesitamos comprobar cuál ha sido el efecto social de llevarlos a la práctica política a escala mundial con el inicio de la década de 1980. Entonces hay que situar el punto de inflexión que supusieron los mandatos prácticamente coincidentes en el tiempo del ya recordado Ronald Reagan y de la icónica primera ministra británica Margaret Thatcher. Ese paradigma económico ha sido sin duda el modelo teórico de referencia según el cual se ha trazado la arquitectura de la globalización, proceso del que es producto el actual sistema-mundo.
A mi juicio el maestro a quien recurrir para conectar las supuestas verdades de la economía con los hechos inapelables de la historia es el economista francés Thomas Piketty, autor de dos ambiciosos libros que suponen un hito a la hora de abordar el conocimiento de la teoría económica. Son El capital en el siglo XXI de 2013 y Capital e ideología de 2019. En ellos su autor contempla con ojos críticos la excesiva formalización que ha alcanzado la economía, lo que la ha convertido en un saber insensible a los graves problemas sociales, políticos y ecológicos que acucian a todos los Estados en la actualidad. En Una breve historia de la igualdad, libro publicado el año pasado, logra una síntesis de lo fundamental tratado en sus libros anteriores, en esta ocasión centrando su exposición en el valor de la igualdad. Piketty sigue a lo largo de los siglos la evolución del reparto de la riqueza partiendo del momento histórico marcado por la Revolución Francesa. Con ella se da verdaderamente la oportunidad de iniciar el camino hacia la reducción de la desigualdad partiendo de la revolución ideológica que supuso el cuestionamiento de los privilegios de ciertos grupos sociales.
Una de las lecciones que arroja su riguroso estudio de la historia social y económica es que desde el siglo XVIII «existe –afirma– una tendencia a largo plazo hacia la igualdad». ¿Se lo atribuimos al natural conatus del capitalismo cuya esencia pretende representar el conocido como Consenso de Wahington? Los datos empíricos que Piketty recoge y que representa escrupulosamente en un sinfín de gráficas y tablas nos indican de manera irrefutable que la distribución de la riqueza redujo su estado general de injusticia particularmente en el periodo de tiempo comprendido entre el año 1914 y 1980, la época de la «gran redistribución». Uno de los factores que la hizo posible fue la paulatina implantación de la fiscalidad progresiva, recogida en la Constitución Española a la que el Partido Popular sacraliza, aunque de manera selectiva y a conveniencia. Como botón una muestra de la relevancia económica de dicha implantación: en Estados Unidos el tipo máximo del impuesto federal sobre la renta (el aplicado a los más ricos) era del 7% en 1913; durante el período 1932-1980, casi medio siglo, la media de esos tipos máximos fue del 81 por ciento. Fue la fuente de alimentación necesaria para construir el Estado social, que empezó en Gran Bretaña con la creación del Servicio Nacional de Salud tras la victoria del Partido Laborista en 1945, y que con el tiempo se convirtió en algo común en el entorno de los países europeos más desarrollados. Por otro lado, esos tipos impositivos máximos del 70 y el 80 por ciento que sólo cabía aplicar a un 1 por ciento de la población permitieron pasar en relativamente pocos años de un régimen de acentuada desigualdad en la Belle Époque a una situación de desconcentración de la propiedad en la Francia de entre 1914 y 1950. Según certifica Piketty el examen minucioso del registro de herencias francesas a escala individual demuestra la importancia decisiva que tuvieron los impuestos progresivos sobre la renta y las herencias en el dicho proceso.
Es evidente que esa fase de gran redistribución, que coincide históricamente con el desarrollo del modelo del Estado social y fiscal, llega a su fin conforme se alcanza el final de la década de 1970. Los vientos predominantes en la atmósfera ideológica de los países líderes cambian coincidiendo con la gestación del proceso de la globalización, que va de la mano de una financiarización de la economía y de una desregulación imparable que debilita a los gobiernos frente a los mercados, lo que pone a los Estados en situación de dependencia respecto del capital privado (dramáticamente decisivo el papel de la deuda en esto). Todo en detrimento de la fortaleza de la democracia (de lo que tenemos signos evidentes materializados en el poder que detentan ciertos oligopolios). La progresividad fiscal se bate en retirada desde hace cuarenta años; pero, eso sí, el crecimiento económico sigue y sigue. Ahora bien, lejos de proseguir con la distribución de la riqueza los inapelables datos nos dicen que desde entonces no deja de crecer la desigualdad. El caso de India llama la atención a este respecto. Conforme el país ingresó en la órbita del libre comercio global en las décadas de 1980 y 1990 su tasa de crecimiento pasó del 4 por ciento a mediados de la primera década a cerca del 8 por ciento ahora; pero, al mismo tiempo, es una evidencia inapelable que su desigualdad se ha incrementado de manera drástica (la participación del 1 por ciento más rico en el PIB –en términos de ingreso– aumenta desde el 6,1 por ciento en el 1982 al 21,3 en el 2015). Este fatal patrón del capitalismo del libre mercado global también se cumple en Andalucía: como ya se ha apuntado crece en ella la desigualdad más que en el conjunto de España cuando su PIB creció el año pasado un 6,1 por ciento, por encima de la media nacional. La teoría del goteo hace aguas. Como concluye Piketty en su último libro referido: «La idea de que basta con esperar que el crecimiento distribuya la riqueza no tiene mucho sentido: si fuera así ya habríamos visto los efectos hace tiempo».
¿Es que vamos a retroceder a la situación de los inicios del siglo XX en Europa, cuando la concentración de la riqueza (y del poder) era máxima? En las próximas elecciones andaluzas me temo que vamos a comprobar que la ideología que propició ese cambio de tendencia histórica que comenzó hace cuarenta años, marcando el final de la era de la gran redistribución, sigue fuerte. A ello contribuye no poco la ceguera de una buena parte de la ciudadanía ante las enseñanzas de la historia, no la más lejana sino la más reciente, y el vigor de una ideología astutamente propalada por una minoría económicamente encumbrada prevalecerá sobre los intereses de la mayoría. Será un triunfo más de la injusticia.
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