Las clases y capas sociales, cuya existencia pareció superada en el discurso público en un cierto momento, reclaman hoy de nuevo su protagonismo.
(Marina Subirats, 2012)
Clase es una categoría ‘histórica’… La clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico.
(E. P. Thompson, 1979)
El presidente del Gobierno de coalición, el socialista Pedro Sánchez, lo ha declarado solemnemente en el Estado de la nación: el Ejecutivo progresista representa y defiende los intereses de la ‘clase media trabajadora’ frente a ‘poderes opacos’. Hay un reconocimiento de la existencia de clases sociales y del conflicto social entre ellas y entre sus representantes, en este caso entre la izquierda gobernante, con sus socios parlamentarios, y las derechas.
Vuelven las clases sociales
No es la primera vez que líderes socialistas utilizan esa expresión como objeto hacia el que dirigir sus políticas públicas. La propia ministra de Hacienda y actual número dos del Partido Socialista, María Jesús Montero, se ha atrevido a cuantificar los dos campos: la clase media trabajadora constituiría el 95% de la población y los poderes fácticos mencionados serían el 5% restante. No obstante, existe cierta indefinición de las características de ambas categorías y de su relación.
Con respecto a la mención de ‘clase media trabajadora’, parece que se refiere a ‘una’ clase que sería mixta y a la que en su denominación se le da prevalencia a la palabra media. Incluso en una acepción restringida pareciera que se refiere solo a una parte de la clase media, la que trabaja (y paga impuestos), excluyendo a las capas medias inactivas y rentistas.
Algunos dirigentes socialistas y medios afines han introducido entre medio la ‘y’ e incluso han hablado en plural: ‘clases medias y trabajadoras’; sería lo más adecuado si se quiere evitar equívocos y reconocer y sumar ambas clases sociales al mismo tiempo que expresar su especificidad y diversidad interna. Su conjunto se ha denominado con otras fórmulas según distintas sensibilidades académicas o ideológicas: clases o capas populares, gente común o corriente, pueblo, mayoría social o ciudadana, el 99%, los de abajo…
No hace falta matizar, nos quedamos con la idea general. Existen elementos comunes y compartidos a ambas clases sociales, junto con su gran fragmentación interna socioeconómica, étnico-nacional, de sexo/género, etc., así como algunas condiciones materiales y culturales diferenciadas y otras transversales. Pero podemos simplificar esos dos campos: uno popular, y otro poderoso, tal como he explicado en mi libro “Cambios en el Estado de bienestar”.
El aspecto débil del discurso es que esa expresión de clase es utilizada no como sujeto colectivo de acción y expresión cívica en la relación sociopolítica sino como objeto receptor al que se dirige la gestión de la representación política para conseguir su apoyo electoral y su legitimación social. Luego vuelvo sobre ello.
Por otro lado, respecto del otro polo de las élites poderosas o clases altas, se habla de las grandes corporaciones energéticas y financieras y de un difuso poder opaco (¿mediático e institucional?). En ese sentido, el anterior presidente socialista Rodríguez Zapatero fue más preciso al comienzo de la crisis financiera del año 2008 hablando de los ‘poderosos’ que apuntaban a la prepotencia y la austeridad que más tarde acató.
Desde mediados de los años noventa, la mayoría de la socialdemocracia europea, con su posición de tercera vía, británica, o nuevo centro, alemán, había abandonado las políticas, la representación y el lenguaje de clase (trabajadora). Su continuidad quedaba en manos de la izquierda tradicional a la que se debía marginar junto con la (supuesta) desaparición del conflicto social y la afirmación del consenso político con las derechas, los grupos de poder y el orden neoliberal.
Ese giro centrista se correspondía con una entronización de las clases medias como base social, supuestamente mayoritaria, y eje central de la acción política. Las clases trabajadoras desaparecían y solo quedaba una clase ‘baja’ minoritaria y marginal.
Todo ello ha fracasado desde la crisis socioeconómica, las políticas de austeridad y la protesta social progresista de esta década larga que, en España, ha supuesto una recomposición y renovación de la representación de las izquierdas o fuerzas progresistas y que ha culminado con el actual gobierno de coalición progresista.
Por tanto, el nuevo discurso de la dirección socialista expresa un giro retórico sobre la existencia de la clase trabajadora junto con la clase media, diferenciada de los grandes poderes económicos y opacos. Aparte de los problemas antedichos sobre su significado, se trata de valorar la función de este discurso: intentar apropiarse la representatividad de la mayoría ciudadana y de reducir la del Partido Popular, que defendería solo los intereses de esa minoría oligárquica en contraposición con la defensa socialista de las amplias mayorías sociales. Aunque, como se sabe, la expresión político-electoral de la sociedad está más diversificada y condicionada por otras variables, además de la socioeconómica y de estatus.
No se trata solamente de la constatación de una realidad objetiva de situaciones de clase contrapuestas sino que se asocia a toda una retórica de polarización de intereses y estrategias políticas. Constituye el marco del llamado giro a la izquierda o, si se quiere, la confrontación ideológica y política y la reafirmación partidaria (‘vamos a por todas’) frente a las derechas desde el nuevo discurso socialdemócrata. El objetivo político está claro: ganar las elecciones municipales y autonómicas próximas, y preparar el terreno para garantizar la victoria en las elecciones generales de fin del año 2023. Todo ello ha suscitado nuevas ilusiones en el campo socialista.
No obstante, esa nueva retórica tendría un papel político-discursivo, pero sin entrar a fondo en clarificar y posicionarse frente a los grupos de poder que se oponen a una alternativa de cambio de progreso, ajustar la base social de apoyo y definir una estrategia reformadora y de alianzas firme frente a ellos. O sea, la duda es sobre su consistencia para una reorientación política necesaria con una reafirmación progresista y de izquierdas, que es el debate central para avanzar en un proyecto de país a medio plazo basado en la justicia social, los derechos humanos y la democracia. Aun con esos límites, es un avance en el marco discursivo que incluso la derecha ha criticado de ‘podemización’.
Las medidas protectoras y redistributivas aprobadas constituyen un programa mínimo para hacer frente a la prolongada crisis social y económica que se ha agravado por la pandemia y por la guerra en Ucrania, particularmente con la inflación de precios y la pérdida de poder adquisitivo de los salarios. De entrada, al menos para este otoño, el Ejecutivo ha recuperado cierta iniciativa política. Pero el plan y el discurso de ambos socios gubernamentales deben ser claros y creíbles para ese objetivo reformador.
No entro a valorar las positivas medidas adoptadas y la necesidad de su concreción y refuerzo, en particular en dos campos que han quedado parcialmente fuera: la recuperación del poder adquisitivo de salarios y pensiones y el control riguroso de precios ante la inflación galopante, y una profunda reforma fiscal progresiva que garantice la protección social, los servicios públicos y la recuperación y modernización económica (junto con los fondos europeos).
Solo pongo el acento en la necesidad de la coherencia entre ese marco discursivo de confrontación política, la estrategia reformadora, incluido los próximos presupuestos generales, y la expectativa de avanzar en los resultados esperados de incrementar el apoyo social y electoral. Ese debería ser el sentido de la retórica sobre las bases sociales a representar, las clases medias y trabajadoras, y los adversarios a condicionar, los grupos poderosos, para desarrollar una gestión socioeconómica y laboral progresista, complementada con los avances democratizadores y la articulación territorial, especialmente el diálogo sobre el conflicto catalán.
Las clases sociales nunca se habían ido. Solo se habían transformado, especialmente, su marco interpretativo y discursivo. Ante cierta dilución de las clases trabajadoras en las últimas décadas, ahora vuelven aunque sea de la mano del concepto mixto de clase media y trabajadora. Lo principal ahora es impulsar un reformismo fuerte de progreso.
Las clases trabajadoras existen
Para analizar las clases sociales en su situación objetiva, el criterio principal es la diferenciación en la posición de dominio / subordinación (explotación, expropiación, discriminación, subalternidad) entre los grupos sociales en el conjunto de sus relaciones sociales, económicas, familiares y laborales, incluido el componente de género por la dependencia y desventaja de las mujeres en esas estructuras. Tiene que ver con la segmentación del estilo de vida y de consumo, o sea, con los niveles de ingresos, empobrecimiento y desigualdad social, así como con la edad y las capacidades académicas y étnico-culturales. Existen buenos indicadores de rentas, tipo de ocupaciones o formación escolar, pero el análisis debe ser más complejo e interactivo.
Junto con estas condiciones ‘objetivas’ y su conciencia social el aspecto principal para analizar la clase como sujeto social, tal como expresa E. P. Thompson, es su experiencia relacional, sociopolítica y cultural, aspecto que habrá que considerar. Empiezo por el análisis de esa clase social ‘objetiva’, cuyos fundamentos ya he abordado en el libro “Cambios en el Estado de bienestar”.
Acaba de publicarse la EPA de este segundo trimestre de 2022, el más regular respecto del mercado de trabajo, que voy a utilizar para el análisis de clase objetiva. Y la comparo con la situación del mismo trimestre del año 2012, en lo peor de la crisis económica. Los datos los expongo en el adjunto gráfico.
El indicador utilizado, de tradición neoweberiana, es el tipo de ocupación y he añadido el nivel de paro. Es decir, es un análisis de la población ‘activa’. Dejo al margen la población inactiva (estudiantes, jubilados y con trabajo no remunerado -las convencionales amas de casa-), que en su conjunto por su nivel de mayor dependencia y menores ingresos podrían ampliar más la composición de las clases trabajadoras.
La EPA distribuye a la población ocupada (asalariada y autónoma) en diez categorías: 1) Directores y gerentes. 2) Técnicos y profesionales científicos e intelectuales. 3) Técnicos; profesionales de apoyo. 4) Empleados contables, administrativos y otros empleados de oficina. 5) Trabajadores de los servicios de restauración, personales, protección y vendedores. 6) Trabajadores cualificados en el sector agrícola, ganadero, forestal y pesquero. 7/ Artesanos y trabajadores cualificados de las industrias manufactureras y la construcción (excepto operadores de instalaciones y maquinaria). 8) Operadores de instalaciones y maquinaria, y montadores. 9) Ocupaciones elementales. 0) Ocupaciones militares.
El grupo 1) es el que forma las clases altas o dominantes. Los grupos 2) y 3), las clases medias. Y los grupos 4) a 9) las clases trabajadoras donde también he incluido la gente parada. Las fronteras de clase no son exactas. Puede haber ocupaciones de técnicos en situación precaria que formarían parte de la clase trabajadora y artesanos a los que le va bien, pertenecientes a la clase media. He excluido del análisis el grupo 0) de poco más de cien mil personas (apenas el 0,5%) por la dificultad para distribuirlo entre las tres clases sociales atendiendo a sus jerarquías (generales, oficiales, soldados), aunque no modifica los porcentajes totales.
El total de población activa es similar entre los dos momentos: 23,4 millones en 2022 y 23,5 millones en 2012. La diferencia significativa está en la variación entre la dimensión de la población ocupada y la parada: 20,47 millones + 2,92 millones en 2022, frente a 17,76 millones + 5,73 millones en 2012. O sea, en esta década han disminuido las personas desempleadas y han aumentado las ocupadas, con una variación de unos 2,7 millones de personas que han pasado de una situación a otra. Ello ha supuesto un cambio de la estructura de clases de la población activa y se da por supuesto que de sus familias o unidades de convivencia, con impacto sobre la distribución más asequible de sus gastos, en particular los de vivienda.
El dato global más relevante es la composición ampliamente mayoritaria de las clases trabajadoras que en 2012 eran el 75,2% del total frente al 21% de las clases medias y la minoría del 3,8% de las clases dominantes. Este porcentaje de las capas altas apenas se modifica, pero sí observamos una modificación sustancial de más de seis puntos de incremento en 2022 de las clases medias (hasta el 27,4%) y una reducción de las clases trabajadoras (hasta el 68,7%). Sin embargo, la desproporción entre ambas todavía es muy grande: las clases medias no alcanzan la mitad de las clases trabajadoras. Esa es la situación ‘objetiva’ de clase social y la tendencia generada.
Podemos compararla con los datos utilizados por el CIS, en la misma época (Estudio 3371 de julio de 2022) y con los mismos grupos de la EPA de la población activa. Pues bien, para la selección de sus estudios demoscópicos, incluido las estimaciones de voto electoral, la muestra utilizada por el CIS está compuesta por el 7,9% de clases altas o dominantes, el 42,8% de clases medias y el 49,3% de clases trabajadoras.
Hay que considerar que el tamaño muestral de la EPA, ciento sesenta mil personas, es mucho más amplio que el del CIS, unas cuatro mil personas, por lo que los resultados de la EPA tienen una mayor validez y objetividad. Ese sesgo metodológico por clase social del CIS, en perjuicio de la representación de las clases trabajadoras, conlleva la sobrerrepresentación de veinte puntos de las clases medias respecto de los datos más realistas de la EPA. No entro a valorar los evidentes condicionamientos que la falta de rigurosidad de ese indicador tiene para sus estudios de la sociedad. Lo que me interesa destacar es la comparación de esa realidad material con la conciencia social que también estudia el CIS.
La identificación subjetiva de clase
Como aspecto adicional comento los datos del propio CIS sobre la identificación subjetiva de clase, en este caso del conjunto de la población cuya variada denominación he agrupado en las tres clases básicas: Clase alta (y media alta): 5,1%; clase media (media): 48,2%; clase trabajadora (clase trabajadora u obrera, clase baja o pobre, clase media-baja y proletariado): 35,8%; al margen hay un 10,9% que no se define (No sabe/No contesta) o lo hace por ‘otras’ denominaciones respecto de esos tres bloques en los que he agregado las respuestas.
Aunque son datos sobre campos muestrales heterogéneos, se observa el sesgo convencional de varios segmentos poblacionales cuya identificación se asocia con un escalón superior al de su estatus objetivo o material; o sea, su pertenencia de clase la define por sus objetivos y deseos no por su posición sociolaboral y vital actual.
Ya he dicho que las clases medias estaban sobrerrepresentadas en el estudio del CIS y las clases trabajadoras infrarrepresentadas. Pero contando con esa distorsión, la discordancia entre situación objetiva e identificación subjetiva suma entre seis y siete puntos. Se trata de un sector de clase media (subjetiva) ‘aspiracional’, probablemente jóvenes con mayores credenciales académicas y con expectativas de movilidad ascendente inmediata desde su situación todavía precaria.
Por tanto, es relevante la existencia en torno a ese 6% o 7% de clase trabajadora ‘objetiva’ que se identifica, subjetivamente, con la clase media a la que aspira pertenecer, aunque todavía permanezca en esa situación bloqueada de clase trabajadora. Ello sí tiene implicaciones sociopolíticas y culturales, aunque acotadas a esa dimensión.
Trayectorias sociolaborales ascendentes y estancadas
Por otra parte, hemos visto cómo en esta década, desde la aguda crisis con fuerte desempleo de 2012 hasta la mejora relativa del empleo actual, ha habido otro 6% de personas que sí ha experimentado realmente esa movilidad ascendente de una situación de clase trabajadora a otra de clase media.
Además, hay una movilidad ascendente dentro de la propia clase trabajadora, desde la situación de precariedad laboral, de paro o temporalidad, a una relación laboral más estable. Se trata de la gente en paro (2,7 millones, el 12% de la población activa actual) que ha pasado a una situación de empleo, aunque sea precario. Igualmente, tras la reciente reforma laboral, han mejorado su estatus laboral las personas con una mayor estabilidad por la mayor contratación indefinida (3,3 millones en el primer semestre de 2022, 2,3 millones más que en el mismo periodo del año pasado) frente a la temporalidad anterior (que ha disminuido en 1,4 millones), aunque la mayoría son a tiempo parcial y afecta más a las mujeres.
Todo ello constituye una mejora relativa en las condiciones de trabajo y de vida de segmentos significativos de la población trabajadora, que podemos cuantificar en un tercio de la población activa, casi ocho millones de personas. No obstante, ese avance se contrarresta con la incertidumbre, especialmente derivada de la inflación con la correspondiente pérdida de poder adquisitivo de los salarios de esos segmentos ascendentes y, sobre todo, de la mayoría de la población activa estancada, que suman el resto de dos tercios, más de quince millones, y con algunos riesgos descendentes. Aunque aquí habría que diferenciar varios segmentos cuya prolongación de su trayectoria laboral tiene más o menos efectos problemáticos y, por tanto, sus expectativas vitales: desde los más graves de los tres millones que persisten en el paro, a los sectores de clase trabajadora empleada con bajos salarios y devaluación salarial y las capas medias con mayor estatus y capacidad adquisitiva, a lo que habría que añadir la especificidad de la población inmigrante.
Junto con esa relativa mejora en esos segmentos significativos y ese estancamiento en la mayoría trabajadora respecto de sus condiciones laborales, el conjunto continúa sometido a la prepotencia empresarial y sus presiones por el incremento de la productividad, así como a la pérdida de condiciones y derechos que todavía persiste de la época más dura de los recortes sociales y de los servicios públicos, la devaluación salarial y la austeridad económica y presupuestaria. Es la base material del todavía existente malestar social, junto con la desconfianza en la clase política por su insuficiente gestión reformadora que dé más seguridad y certidumbre vital a esas mayorías de clase trabajadora.
En conclusión, las clases trabajadoras existen. Pero, además de sus condiciones objetivas y subjetivas, aquí analizadas, el factor fundamental de su existencia como sujeto colectivo, siguiendo a E. P. Thompson, es su experiencia relacional, su comportamiento sociopolítico y su diferenciación sociocultural, aspecto que he tratado en un artículo reciente, “Debates sobre la clase social”, y el libro “Perspectivas del cambio progresista”.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
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