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Morir y matar a bocados de petróleo

Fuentes: La marea climática [Imagen: Huerto urbano comunitario en Madrid. Foto Diario de Madrid.]

«Comer es un derecho humano, pero lo hemos distanciado tanto de nuestras manos y relegado al dominio de multinacionales, inversores y grandes terratenientes que la escasez del petróleo y su impacto climático está transformándolo, poco a poco, en privilegio», reflexiona la autora.

En el fatídico año 2020, cuando aún vivía en Filadelfia, agarrada a un confinamiento motivado por la COVID-19 pero también por el abultado despliegue policial destinado a reprimir las protestas del Black Lives Mattercomencé a cultivar un huerto en el pequeño patio que tenía mi casa de entonces. Quizá para obligarme a que me diera el sol, o porque necesitaba sentir que la vida todavía era posible en mitad de aquel cúmulo de muerte y violencia, extraje algunas semillas de tomates y pimientos comprados en el supermercado, arrojé tierra a dos cajones viejos de Ikea y, pacientemente, regué, entutoré, podé aquellas plantas que me parecieron verdaderos milagros conforme iban respondiendo a los cuidados. Al final del verano, no sólo coseché sus frutos, sino que pude disfrutar de un pequeño ecosistema de insectos que jamás había visto –como la mantis religiosa– y maravillarme con lo que la constancia del sol, del agua y mi paciencia habían engendrado. 

Repetí la misma operación en 2021, con éxito. Pero este verano de 2022, ya en España y sin experiencia en el nuevo clima, la primera ola de calor mató todos mis cultivos y lo único que conseguí crear fue un banquete para lagartijas, pues el agua arrojada inútilmente a aquel bancal de ramas enfermas atrajo a multitud de mosquitos. Ahora que conocemos los récords de temperaturas batidos en los pasados meses estivales, que la AEMET afirma que ha llovido un 26% menos de lo normal este último año hidrológico, me pregunto por la seguridad alimentaria de nuestro país y de otros, en plena crisis climática y energética, y más allá de mis cuestionables habilidades agrícolas.

La ONU ha advertido recientemente que estamos ante una emergencia alimentaria mundial  sin precedentes: 828 millones de personas se van a la cama hambrientas cada noche, y el número de quienes se enfrentan a una situación de inseguridad alimentaria aguda ha pasado de 135 millones en 2019 a 345 millones este año. Estas cifras desoladoras responden parcialmente a la guerra de Ucrania, ya que el conflicto ha supuesto una disminución de las exportaciones de cereal por parte de la nación invadida y de la invasora, Rusia, siendo ambas importantes proveedores en el mercado mundial. Además, la conflagración ha contribuido a incrementar los precios del diésel y del gas, necesarios para el funcionamiento de la maquinaria agrícola y la fabricación de fertilizantes respectivamente desde que la llamada ‘revolución verde’ nos condenase a un modelo basado en los combustibles fósiles. 

Junto a la financiarización de la comida –esa especulación bursátil tan bien explicada por Mario Crespo en La vacuna contra el hambre–, un calentamiento global que provoca sequías, inundaciones, y amenaza con destruir el equilibrio climático necesario para que las cosechas fructifiquen también pone en peligro la capacidad de saciar el apetito. En mayo, India anunció que dejaba de exportar trigo después de que las altas temperaturas menguasen su producción; en Pakistán, las fuertes lluvias no sólo han causado muertes humanas: gran parte del ganado pereció ahogado. Si nos limitamos a los efectos dentro de nuestras lindes, comprobaremos que habrá mucho menos cereal, que el calor abrasador ha hecho mella en los olivares andaluces, o que Extremadura se ha visto obligada a reducir la superficie de regadío destinada al arroz, al maíz y al tomate porque no hay agua suficiente. Comer es un derecho humano, pero lo hemos distanciado tanto de nuestras manos, relegado al dominio de multinacionales, inversores y grandes terratenientes, expulsado de nuestros paisajes más cercanos –en definitiva, industrializado y sometido al petróleo– que la escasez del oro negro y su impacto climático está transformándolo, poco a poco, en privilegio.

Comer, partiendo del engranaje pernicioso de producción, embalaje y distribución, apunta a dinámicas biocidas que, en el escenario actual, no nos podemos permitir: el sistema alimentario es responsable de entre el 21 y el 37% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Dentro de este, el consumo de animales –carne y pescado– es la causa principal de la pérdida de biodiversidad y la deforestación, según explica la investigadora y profesora de la Universidad de Barcelona Marta Tafalla, y son numerosos los estudios que alertan de los riesgos que el uso masivo de antibióticos en la ganadería y piscicultura entrañan para los seres humanos, al crearse resistencia. Si de los bosques que están siendo talados a un ritmo insostenible para aumentar la superficie de cultivos con que fabricar piensos depende una parte nada desdeñable de la absorción de carbono que nos libraría de las peores sacudidas del cambio climático, la sobrepesca merma esa misma absorción en los océanos, para la que es esencial la materia fecal de los peces. 

Frente a esto, muchas son las voces que se alzan a favor, no de la seguridad –que implica la sumisión a la urdimbre neoliberal y su adicción fósil–, sino de la soberanía alimentaria, un concepto vinculado a la producción ecológica, local, basada en métodos tradicionales que permiten un grado considerable de productividad gracias a técnicas como la asociación de cultivos y el uso de abonos naturales. En algunos países, este enfoque tendría que ser complementado con importaciones de otros lugares, dependiendo de la climatología. En España, un informe de Amigos de la Tierra probaba hace poco que es factible adoptar este modelo y alcanzar una independencia alimentaria casi total si, a la vez, se modificaba la dieta y se reducía el desperdicio de comida. Con ello caerían las emisiones y se generarían otros beneficios como el control de la erosión del suelo, la eliminación de la contaminación hídrica por nitratos o la mejor salud de quienes ya no engullen frutas y verduras bañadas en pesticidas. 

Tal vez, incluso reconectáramos con los ciclos de una biosfera concebida como suministradora anónima y ajena de recursos, recuperásemos saberes ancestrales, aliviásemos el daño en nuestra salud mental simplemente con la cercanía a la vida, como me ocurrió en aquel patio diminuto de Filadelfia, mientras satisfacemos a nuestros estómagos. Lo contrario supone seguir matando, seguir muriendo a bocados de petróleo, sumidos en una crisis de tal magnitud que ya no admite medias tintas

Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/morir-y-matar-a-bocados-de-petroleo/