Que los estados han espiado, espían y seguramente espiarán a diestro y siniestro, al margen de toda norma, es una verdad universal. No es ningún secreto.
Lo que sí es secreto es con qué autoridad, a quién y por qué espían. Y la callada por respuesta es lo que se obtuvo el lunes pasado por parte de la directora del CNI, Esperanza Casteleiro, ante una comisión del Parlamento Europeo. Su, si queremos llamarle así, intervención fue de las que crean afición. Cuando menos, sus colegas citados tuvieron la vergüenza de no comparecer. Para hacer el papelote, más vale quedarse en casa. O sea que de Pegasus —el motivo de la investigación de la referida comisión— no supimos nada por su boca. La lesividad contrastada de este sistema —no es el único ni a la fuerza el más eficiente— en la intimidad de las personas y otros derechos fundamentales, a pesar de ser devastadora, es un secreto de estado.
Después de, al fin y al cabo, leer un resumen de las leyes reguladoras del CNI (aquí y aquí) a los eurodiputados, tuvo una respuesta monocorde a todas las preguntas, tanto las directas —»¿me han espiado?»— como las más generales: es secreto. Y es un secreto que el defensor del pueblo —no, sin embargo, el síndic de greuges— avaló. Buen defensor de los derechos fundamentales para defendernos de las arbitrariedades y abusos de los poderes públicos.
Se podría pensar que, después de todo, la actividad secreta del Estado en aras de la seguridad y dadas las no pocas amenazas a las cuales nos vemos sometidos, el Estado tiene incluso la obligación de escrutar permanentemente, de vigilar subrepticiamente y, dado el caso, de actuar de la misma forma con el fin de eliminar los peligros que nos acechan. Hay gente, quizás mucha, que está a favor del espionaje clandestino: sacrificar parte de su libertad para mantener la seguridad. Es una opción, pero no es democrática. Que el Estado tenga que llevar a cabo observaciones e intervenciones secretas no quiere decir ni que tengan que ser secretas permanentemente ni que se tengan que llevar a cabo al margen del derecho. En una democracia, por descontado, no. Sin embargo, no deja de ser una evidencia que no hay estados perfectos. Es una evidencia que todos tienen ropa sucia, algunos solo ropa sucia. Pero eso no es excusa para no avanzar en el control democrático y, cuando menos por fases, transparente, de la actividad de seguridad secreta del Estado.
Que el Estado tenga que llevar a cabo observaciones e intervenciones secretas no quiere decir ni que tengan que ser secretas permanentemente ni que se tengan que llevar a cabo al margen del derecho
Como estamos ante uno de los retos tradicionales de nuestros sistemas que aspiran a ser inequívocamente calificados de democráticos, estas actividades han sido ya objeto de escrutinio judicial por parte del Tribunal de Estrasburgo, siguiendo una aportación pionera de la Comisión de Venecia del 2015: Report on the democratic oversight of signals intelligence agencies (Informe sobre la supervisión democrática por parte de las agencias de inteligencia de las comunicaciones). En efecto, el TEDH se ocupó de esta cuestión en las relativamente recientes sentencias de la Gran Sala de 4-12-2015 (caso Roman Zakharov vs. Rusia) y de 25-5-2021 (casos Big Brother Watch vs. Reino Unido y Centrum för Rättvisa vs. Suecia).
En síntesis, las conclusiones y directrices que podemos extraer de la observación de las comunicaciones particulares de cualquier aparato conectado a una red pública, no solo los teléfonos móviles, se rigen, en primer término, tanto por el principio de legalidad —actuaciones previstas en la ley— y la estricta observancia del mandato de proporcionalidad, también, dicho con más rigor hoy en día, prohibición del exceso. Su papel para depurar las injerencias en los derechos fundamentales resulta de primer orden. Eso implica, en consecuencia, que al observar un aparato de los aparatos tan comunes a nuestro alcance como son móviles, tabletas, GPS o, incluso, ordenadores, solo se pueden observar las comunicaciones, no el resto de datos que pueden contener, como, por ejemplo, fotografías, contactos o agendas. Como la observación es al por mayor, hay que depurar, previo a su análisis, todo lo que no sean comunicaciones.
La proporcionalidad, sin embargo, no acaba aquí, según estas obligatorias directrices. Se da un paso más en la cuestión de la proporcionalidad. No solo tiene que quedar establecida a priori (qué se puede hacer y qué no), sino que toda la observación tiene que poder ser verificada a posteriori, es decir, una vez llevado a cabo el periodo de observación, desde el principio hasta el final, las garantías end-to-end. Es la única manera de valorar en qué medida los derechos de la intimidad y otros derechos fundamentales se han podido ver afectados en el caso en cuestión. Pero no vale un control a posteriori formal, sino material y efectivo. Así, lo tiene que llevar un organismo independiente de la agencia de inteligencia —normalmente un órgano judicial y no uno designado ad hoc como es el caso español—; también se tiene que verificar de manera igualmente independiente la positividad de los frutos de las observaciones. Y por último, el interesado tiene que saber que ha sido observado y poder recurrir a los tribunales.
En conclusión, una cosa es la necesidad de inteligencia y otra, zonas libres de derecho, es decir, proteger la democracia desde el reino de la arbitrariedad. De esta manera, con este tipo de controles propuestos por la Comisión de Venecia e incorporados al caudal europeo, por el TEDH, se integran en el núcleo duro de la protección de los derechos fundamentales contiguos en la intimidad, pero no solo, también el de la tutela judicial efectiva y el de participación política, como demuestra el espionaje ilegítimo a políticos en activo catalanes miembro de partidos legales, sin ninguna mácula en su trayectoria democrática.
De todo eso, el CNI español en su comparecencia en el Parlamento Europeo no dijo nada. Como mucho, dijo que todo era secreto. Ni siquiera dijo, parafraseando a un personaje del repertorio del ridículo, que todo era secreto menos alguna cosa.
Joan J. Queralt. Catedrático de Derecho Penal en la Universitat de Barcelona, miembro del Col·lectiu Praga y colaborador de numerosos medios de comunicación
Fuente: https://www.elnacional.cat/es/opinion/cni-silencio-abrumador-joan-queralt_926709_102.html