Es buen momento para colonizar la justicia con más democracia. La clave no está en buscar mejores expertos, ni juristas más virtuosos sino en construir instituciones jurídicas con participación ciudadana.
Ahora que el embrollo del Tribunal Constitucional parece haberse apaciguado, es un buen momento para sentarse a reflexionar con calma acerca de lo ocurrido. La crisis institucional ha alcanzado niveles alarmantes y, aunque finalmente se ha logrado la renovación del Tribunal, las cosas están lejos de volver a su cauce. No sólo porque hayan pasado cosas muy graves que han dañado la credibilidad de varias instituciones, sino porque las causas subyacentes a la crisis siguen ahí y pocos parecen preocupados por atajarlas.
No tiene sentido pormenorizar todos los desafueros que se han ido sucediendo, porque son más o menos conocidos. No obstante, éstos serían los episodios principales: hace cuatro años que el Consejo General del Poder Judicial tiene el mandato caducado, porque sus integrantes conservadores llevan mucho tiempo bloqueando la renovación de los cargos, ante el temor de perder su hegemonía en la institución. Este inmovilismo, a su vez, estaba impidiendo la renovación del Tribunal Constitucional. Ante la prolongación de la situación, el PSOE y Unidas Podemos introdujeron dos propuestas de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial y de la Ley del Tribunal Constitucional en el seno de los debates parlamentarios sobre la reforma del código penal. Como contraataque, un grupo de diputados del PP puso un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, alegando que, con la introducción de esas enmiendas, se estaban violando sus derechos a la participación política. Esta estratagema metió al propio Tribunal Constitucional en escena, que quedó convertido en juez y parte: las reformas del PSOE y Unidas Podemos intentaban desatascar la renovación de dos magistrados constitucionales con el mandato caducado, pero estos mismos magistrados decidieron acerca del recurso de amparo. Y no solo decidieron favorablemente, sino que decretaron unas “medidas cautelarísimas” que paralizaban el trámite parlamentario de la ley, habilitando un control previo de constitucionalidad que convierte a los jueces en censores del poder legislativo. Después de esta enrevesada opereta, las cosas parecen haberse encarrilado: en un último golpe de mano, el CGPJ ha consentido en renovar a los dos magistrados constitucionales en cuestión. El resultado es que, por fin, el Alto Tribunal tiene una mayoría del denominado “bloque progresista”, lo cual ha sido saludado con regocijo por Pedro Sánchez, que respira aliviado al ver que las medidas del gobierno no se verán coartadas por el activismo judicial de las derechas.
Hasta aquí un resumen apresurado de lo sucedido. Habría muchas consideraciones técnicas que introducir, pero no voy a detenerme en ello, porque lo que quiero sostener es que toda esta polvareda legislativo-constitucional nos está impidiendo ver el núcleo del problema. Cuando van más allá del examen microscópico de los problemas legales en juego, las interpretaciones que leo y escucho subrayan dos ideas fundamentales: 1) estamos ante un caso de judicialización de la política indeseable, en la medida en que una institución jurisdiccional ha intervenido violentamente en el quehacer de un órgano político, incidiendo así en una tendencia que atenta peligrosamente contra la democracia; 2) estamos ante una anomalía democrática, algo que marca una ruptura sin precedentes en la historia de nuestro Estado de derecho pero que, por fortuna, ha sido enmendada para regresar al curso normal de las cosas. Son dos ideas que, aun conteniendo parte de verdad, se equivocan en el análisis de lo que está ocurriendo en la trastienda.
En primer lugar, es verdad que la judicialización de la política es un fenómeno creciente: cada vez con más frecuencia, los partidos y los gobiernos utilizan los tribunales como última cámara para despachar sus controversias. Cuando no se atreven a adoptar determinada decisión –por ser impopular o perjudicial para sus relaciones con otros partidos– reenvían el problema a las cortes supremas o constitucionales, que se ven forzadas a resolver en una u otra dirección. Otras veces, en cambio, lo que hacen es recurrir a instancias jurisdiccionales para batallar en ellas lo que no han podido conquistar en sede estrictamente política. En ambos casos, los políticos profesionales apelan a los jueces, a sabiendas de que las resoluciones jurídicas parecen revestidas de un carácter técnico –por tanto, no ideológico– que hace pasar determinadas decisiones como neutrales e inevitables. Eso hace que, muy a menudo, problemas que deberían debatirse con criterios políticos, aireándose mediante un lenguaje y unas formas comprensibles para todos, se ventilen en la oscuridad de la jerga y los procedimientos legales: el derecho se convierte así en un elemento que absorbe y neutraliza la democracia.
Sin embargo, creo que lo que está ocurriendo es más profundo que una mera judicialización de la política. De hecho, diría que ésta es sólo una faceta de un proceso de mayor envergadura, que podríamos calificar como una “politización del derecho” o, mejor aún, como una ruptura de los límites entre lo político y lo jurídico. De alguna manera, me parece, hemos perdido la fe en que el derecho tiene una vida independiente de la política: sabemos que los tribunales están compuestos por bloques “conservadores” y “progresistas”, somos conscientes de que los políticos buscan manipular el nombramiento de las altas judicaturas para posicionar sus intereses, desconfiamos de la validez meramente “técnica” de sus resoluciones. En una palabra, se ha desenmascarado la verdadera naturaleza del derecho, su carácter irremediablemente ideológico y su condición de herramienta al servicio del poder. Por eso, precisamente, los políticos lo emplean con el descaro que se ha mostrado en las últimas semanas: no hay necesidad de disimulo, porque la tramoya se encuentra al descubierto. La judicialización de la política no es, entonces, el fenómeno principal, sino más bien una de las consecuencias del borrado de los límites entre política y derecho.
En segundo lugar, no creo que estemos ante una anomalía, en el sentido de algo que no debería volver a ocurrir. Más bien, se trata de un síntoma de que estamos en una fase destituyente, es decir, en un momento de cambio profundo de las reglas del sistema: el neoliberalismo presuntamente no intervencionista parece hacer aguas como ideología y clama por Estados “con agallas”, el fascismo vuelve a llamar a nuestras puertas bajo el ropaje de nuevas formaciones políticas; el colapso ecológico determina un realineamiento de las potencias a escala mundial y dibuja un mundo en el que el sueño de la globalización parece haber quedado definitivamente atrás… Todas estas transformaciones calan también a escala nacional y provocan mutaciones en los discursos y en las prácticas de las élites, que buscan nuevas formas de mantenerse en el poder. La pulcritud de la separación entre política y derecho, la existencia de un terreno presuntamente técnico-jurídico que operaba de forma experta, sin turbiedades ideológicas, pudo mantenerse –no sin aprietos– en un contexto de relativa paz social y relativo consenso ideológico: ese breve lapso en el que confiábamos en las instituciones europeas, en el que el Estado parecía un agente que trabajaba a favor de los derechos de las personas y en el que el sueño del progreso seguía alimentando la imaginación de varias generaciones de españoles. Sin embargo, una vez rotos esos consensos, la auténtica naturaleza del derecho ha vuelto a salir a flote, y probablemente lo seguirá haciendo en grado creciente; una naturaleza que, pese al ensueño de algunas esferas de la socialdemocracia, no es racional ni garantista, sino violenta y opresiva. No sólo por el contenido de determinadas normas que pudieran parecernos injustas, sino porque la propia existencia de una esfera de decisión gobernada de forma expertocrática es un peligro para la democracia.
Ante este panorama, muchas voces claman por regresar a ese mundo en el que el derecho y la política circulaban por carriles separados, en el que los jueces controlaban ilustradamente la actuación de los políticos descarriados, en el que las instituciones jurídicas gozaban de un prestigio que hoy parece dilapidado, y en el que sus decisiones se basaban en argumentos apoyados en la estricta profesionalidad que otorgaba el estudio en las facultades de ciencias jurídicas. Creo que no es el horizonte al que debemos tender, por la misma razón por la que Marx y Engels asumieron la necesidad histórica del capitalismo: no hay vuelta atrás. De manera que, más que mirar nostálgicamente al pasado y tratar de restablecer la dignidad perdida de nuestras instituciones jurídicas, más que poner el derecho al servicio de la democracia, de lo que se trata es de colonizar el derecho mediante la democracia. En otras palabras, creo que deberíamos apropiarnos de ese momento de politización de lo jurídico en un sentido emancipador, es decir, no para dejar esta situación en manos de la política de partidos, no para convertir el derecho en una cancha más de la pugna electoral, sino para democratizar el propio ámbito jurídico.
Por eso, la clave no está, en mi opinión, en buscar mejores expertos, ni juristas más virtuosos, ni técnicas de argumentación refinadas que limiten la arbitrariedad, sino en construir instituciones jurídicas con participación de la ciudadanía. O sea: el objetivo no es controlar al derecho con más derecho, sino inocular al derecho de procedimientos democráticos. Y eso va mucho más allá de las enmiendas que PSOE y Unidas Podemos introdujeron en el trámite parlamentario, canceladas después por la estrategia judicial del Partido Popular. Significa pensar en tribunales integrados por juristas, pero también por personas no expertas, o experimentar con instituciones constituidas mediante sorteo ciudadano, o en dotar de una legitimidad democrática más directa a tales instituciones, mediante la elección popular de los miembros de las altas cortes, o en otras alternativas que podrían ensayarse. Hay mucho terreno disponible para dar rienda suelta a nuestra imaginación institucional. Las soluciones no son fáciles, por supuesto, y nos podremos equivocar al adoptar uno u otro modelo, pero me parece indispensable caminar hacia ese horizonte de democratización del derecho. El terreno no está yermo: hay experiencias y propuestas interesantes como las del constitucionalismo deliberativo, el empoderamiento jurídico, la abogacía comunitaria, el litigio de interés público, las clínicas jurídicas, las iniciativas legislativas populares… De lo que se trata es de profundizar en estas vías, de articularnos y de ahondar en todas las sendas que nos permitan acceder a la ciudadela del derecho.
Así las cosas, el vodevil constitucional-parlamentario al que hemos asistido no es una anomalía, sino la manifestación y agudización de una posibilidad latente en el propio derecho, al menos tal y como éste fue concebido por la cultura jurídica romana: un conjunto de personas altamente profesionalizado, que procede mediante una técnica y un lenguaje poco asequibles para el conjunto de la ciudadanía, y que atesora un enorme poder social. En este sentido, me parece saludable retornar, en parte, al modo en que los atenienses entendían el derecho: como una prolongación de la política dependiente del principio democrático. Si leemos la Constitución de Atenas, de Aristóteles, veremos que había tribunales compuestos por cientos de personas, y que estas personas a menudo eran elegidas por sorteo: algo aberrante para la concepción jurídica romanística, que entiende que los asuntos jurídicos deben ser decididos por grupos selectos de unos pocos expertos en la materia. Evidentemente, no se trata de regresar sin más a aquellas viejas instituciones griegas, pero sí debemos replantearnos seriamente esa separación entre política y derecho, e inspirarnos en la concepción asamblearia de la justicia que predominaba en la Atenas clásica. Lo pensaba también Joaquín Costa: “Antes de ventilar la forma en que debe servirse la ley al pueblo, hay que decidir si es justo y si es forzoso servírsela en alguna forma”. Tenía toda la razón: no se trata de “servir” la ley al pueblo, sino de que el pueblo sea quien la haga y quien la aplique.
En definitiva, de lo que se trata es de orientar a nuestro favor el proceso de politización del derecho al que me refería antes. Hasta ahora, es un fenómeno que no ha redundado en provecho de la ciudadanía, sino que ha sido capitalizado por las élites políticas y económicas para colocar sus intereses sin ningún escrúpulo. Pero ése no es el único final posible. Rompamos con una dinámica característica de las luchas sociales, que consiste en movilizarse, manifestarse y presionar a las élites para hacer leyes o decidir sobre leyes a nuestro favor, y reclamemos ser nosotros, la ciudadanía, quienes directamente tomemos parte en los procesos legislativos y decisorios. Debemos luchar por una sanidad y una educación públicas, democráticas, universales y de calidad, pero también por unas instituciones jurídicas accesibles, democratizadas y transparentes. De otro modo, estaremos fiando la transformación social a una herramienta, el derecho, que está lastrada por una estructura expertocrática incompatible con la democracia. De poco sirve batallar por leyes de contenido social o por la extensión de determinados derechos, si estas leyes o estos derechos siguen controlados por un gremio de profesionales que, en general, proceden de una élite que rara vez es consciente de las condiciones de vulnerabilidad en las que vive la mayoría –superar las oposiciones a judicatura exige una posición socioeconómica privilegiada–, y que trabajan mediante criterios “técnicos” que la mayoría no comprende. Hay un espacio para la técnica y otro para la política, por supuesto, pero el espacio de la técnica es mucho más estrecho de lo que la cultura jurídica dominante suele darnos a entender. Es hora de reclamar y democratizar ese espacio.
Luis Lloredo Alix es profesor de Filosofía del Derecho en la UAM.