«La resistencia nunca es fútil. Si la fuente de nuestra vitalidad es (…) “el alma activa”, entonces nuestra mayor obligación es resistir cualquier fuerza, ya sea institucional, comercial o tecnológica, que pueda debilitar o enervar el alma.»
(Nicholas Carr: Atrapados)
El seis de mayo pasado se celebró en Granada la decimosexta jornada de Europa Laica. Su periodicidad es anual y este año tuvo lugar en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad de Granada, la misma universidad que en la Facultad de Ciencias de la Educación da cabida a la formación de los futuros maestros en los procedimientos didácticos mediante los que adoctrinar a los niños en lo que es una vergonzante práctica institucionalmente normalizada. Son los cursos DECA, acrónimo que corresponde a «Declaración eclesiástica de la competencia académica»; es decir, lo de siempre: la Iglesia preserva y difunde su cuerpo dogmático a costa del dinero de una institución pública sustentada con los impuestos de todos. En un Estado que se dice aconfesional en su –teóricamente, que no prácticamente en su totalidad– vigente Constitución, pero que privilegia evidentemente a una confesión religiosa, la católica, que recibe, según cálculos de la propia Europa Laica, del orden de doce mil millones de euros anuales de los cuales unos trescientos provienen del IRPF. El propio Tribunal de Cuentas reconoce en un informe de hace un par de años la opacidad contable de la Iglesia Católica.
La jornada laicista de este año se ha desarrollado tras hacerse pública la «renuncia» de ciertos privilegios de la Iglesia mediante la fórmula humillante de un acuerdo vendido por el Gobierno como si fuese un triunfo del Estado aconfesional. Por el dicho acuerdo la institución religiosa –en muchos aspectos también una boyante empresa inmobiliaria– deja de ingresar dieciséis millones de euros, cantidad que, a tenor de las cifras traídas a colación más arriba, representa una minucia para ella.
Pero más recientemente la aconfesionalidad plasmada en la Constitución ha recibido de parte de este Gobierno una puñalada de lo más dolorosa. Hace apenas dos semanas el ejecutivo que va de más progre que ningún otro ha equiparado la fiscalidad de todas las confesiones religiosas. Es el «café para todos» que blanquea los privilegios de la gran beneficiaria de toda la vida, la Iglesia Católica. De esta forma el Estado aconfesional da un paso más hacia su mutación en multiconfesional, lo que ya es un hecho consumado en el ámbito educativo donde se da cobijo en la escuela pública a religiones minoritarias en nuestro país como la islámica o la evangélica.
El pecado original que da origen a esta situación, a todas luces impropia de un Estado democrático que organiza la convivencia de una sociedad evidentemente secularizada, se encuentra en los acuerdos con la Santa Sede firmados en el Vaticano con fecha de enero de 1979, renovación por cierto del Concordato franquista de 1953. Unos acuerdos los más recientes, sin embargo, pergeñados dos años antes de su rúbrica oficial y oculto a la espera de que la actual Constitución fuese aprobada y entrara en vigor. Así se prevenía que pudiesen ser denunciados por preconstitucionales según reveló José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, en su intervención de uno de los actos de la mencionada jornada de Europa Laica. A nadie se le escapa por el momento de su aprobación que tal acuerdo nacía históricamente viciado y que iba a ser una losa en el desarrollo posterior de la democracia española; pero supongo que esa era la intención de un sector de los políticos grandemente condicionados por su impronta franquista, los mismos que se pusieron principalmente a los mandos del proceso de la Transición. Diríase que la situación de la Iglesia en nuestro país es como el canario en la mina que avisa a los más conservadores de que un gobierno progresista está yendo demasiado lejos en sus pretensiones de modernización: si los que llevan sotana perciben que se está llegando peligrosamente cerca del ideal del Estado laico, bien representado actualmente por la República de Francia, se disparan todos los reflejos más reaccionarios. Sospecho que es así, y que es algo que los políticos que se consideran de izquierdas asumen como una peligrosa línea roja que se tiene grabada a fuego en el inconsciente colectivo de los que se incluyen en este sector ideológico, reflejo de un trauma histórico causado por todo lo sufrido en el período de tiempo que va desde la Segunda República, pasando por la Guerra Civil y hasta el nacional catolicismo franquista.
¿Cómo si no hay que entender que este Gobierno haya sido capaz a lo largo de esta última legislatura de aprobar leyes claramente contrarias a los dogmas morales católicos (la de eutanasia sin ir más lejos) y de desacralizar cadáveres de los protagonistas de la «cruzada» de la Guerra Civil (como el dictador Franco, Queipo de Llano y José Antonio Primo de Rivera), pero no haya incomodado lo más mínimo a la jerarquía católica en lo que tiene que ver con su estatus de privilegio? Porque lo último hubiera supuesto cruzar esa línea roja, mostrar un nivel de insolencia más allá de lo tolerable que hubiera puesto en riesgo la natural jerarquía social (reflejo de un orden moral de origen trascendental) que constituye un pilar fundamental de la identidad nacional, lo que hubiera despertado los terroríficos fantasmas del anticlericalismo republicano. Dentro de ese imaginario anacrónico y paranoico, siempre justificado por una derecha anómala en el contexto europeo por lo que aún conserva (o atesora) de la herencia franquista, el laicismo es la ideología del ateo comecuras y quemaconventos. Nada más lejos de la realidad. No se trata de que al laicismo le repugne el incienso; se trata de que se lo paguen quienes deseen disfrutar de él y que, de paso, no nos impongan el olor de su espiritual fragancia a quienes no compartimos sus aficiones rituales.
Por eso quienes defendemos la laicidad como un ingrediente esencial de la democracia constituimos un colectivo incómodo. En términos de activismo somos una minoría que defiende una causa que no está en los primeros lugares de la agenda política nacional, pero nuestras reivindicaciones son de importancia vital. Lo son en cualquier país que quiera mantener su democracia en un nivel aceptable de salud, y especialmente en uno como el nuestro en el que la Iglesia Católica ha tenido un peso histórico desmedido en la determinación de su devenir a lo largo de los siglos.
La decimosexta jornada de Europa Laica celebrada en Granada tenía por tema central la libertad de conciencia y la laicidad del Estado. Difícilmente se puede dar una sin la otra, de ahí que aparecieran vinculadas en esta convocatoria. No se pierda de vista que la libertad de conciencia es reconocida como derecho fundamental en el artículo dieciocho de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada el 10 de diciembre de 1948. Nuestra Constitución respeta jerárquicamente esos derechos; y así, en su artículo dieciséis «se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades». Pero no basta con dejarlo escrito en un documento que, si nos fijamos en el modo como es citado en demasiadas ocasiones por nuestros representantes políticos, corre el riesgo de quedar reducido a fetiche, a un símbolo vacío de significado y sin poder transformador, más parecido a una férula inmovilista que a un ideal inspirador. Ese derecho, que es piedra de toque del resto de libertades, requiere una activa atención y cuidado por parte de la ciudadanía y una revisión periódica de su estado real, de su manifestación concreta en los distintos ámbitos del espacio institucional en los que se fraguan esas libertades. Eso fue –a mi modo de ver– lo que hicimos el pasado seis de mayo unos pocos ciudadanos mediante la celebración de la jornada de Europa Laica. Nos erigimos en conciencia cívica a través de una reflexión abierta sobre un elemento nuclear que mantiene vivo el latido de una sociedad democrática, que sirve de antídoto contra su esclerotización.
Fue un acto de diálogo, de debate, de cuestionamiento de ideas, de examen del camino recorrido, de profilaxis frente al dogmatismo en un ambiente de respeto de la discrepancia y de afianzamiento de los valores que nos fueron legados por la Ilustración, principalmente el de un humanismo que sitúa en lo más alto la tarea de crear y cuidar las condiciones de existencia que dan la posibilidad a todos los seres humanos de vivir una vida buena, lo que exige que, primero de todo, sea digna.
Con tal fin fueron programadas tres mesas de debate en torno a temas que son del máximo interés para los propósitos del movimiento laicista. La primera, la cual me cupo el honor de presentar y moderar, tuvo como objeto la cuestión de la libertad de conciencia, que para el laicismo constituye un valor irrenunciable, pero que conceptualmente encierra una notable complejidad. No se puede pasar por alto que sus raíces están situadas en la encrucijada plagada de cuestiones polémicas que forman la moral, la ética, la religión y la política. Así quedó de manifiesto a través de las intervenciones de quienes se sentaron conmigo en la mesa: de un lado, Marta María García Alonso, profesora titular del departamento de filosofía moral y política de la UNED, especialista en historia de la ideas y teología política; de otro, Andrés Carmona Campo, profesor de filosofía de educación secundaria y estudioso de largo recorrido de todas las cuestiones que atañen a la laicidad. La charla de ambos expuso el origen histórico en la modernidad de este derecho, que surge a partir de algo que se impone como necesidad en los estados pluriconfesionales, la tolerancia, el remedio que los europeos encontraron contra la plaga de las guerras de religión; pero también salieron a la luz las dificultades que entraña su definición en el contexto actual de las sociedades multiculturales, con diversidad de paradigmas morales de toda índole que pueden entrar en conflicto con los sistemas normativos de los estados democráticos altamente secularizados.
La segunda mesa, bajo el título de Avanzando en la agenda de derechos, fue presentada por la codirectora del podcast Domingos laicos Ana Bagaraña Asurabarrena. A ella se sentaron Daniel Raventós Pañella, profesor titular de Economía de la Universidad de Barcelona y presidente de la Red Renta Básica de España junto a Ismael Olea González, tecnólogo y wikimedista. A través de sus respectivas exposiciones se señalaron algunas de las circunstancias que hoy por hoy condicionan, si no determinan, la conformación de una ciudadanía capaz verdaderamente de ejercer plenamente sus libertades, que empiezan por la libertad de pensamiento. Una ciudadanía en su mayoría con vidas determinadas por las condiciones económicas, y particularmente por el desempeño de trabajos precarios, no está en disposición de salir de situaciones de minoría de edad como la señalada en plena Ilustración por Kant. Quien tiene por única preocupación casi a diario su supervivencia material no halla espacio en su vida para pensar en nada más. Por esto la renta básica universal incondicional es un instrumento de un potencial liberador inmenso y de un empoderamiento ciudadano incalculable. Lo mismo cabe decir de la libre disposición de información veraz en una sociedad como la nuestra en la que internet conforma ya un cerebro colectivo; garantizar que sea una herramienta para el efectivo desarrollo del derecho al conocimiento es fundamental para darle la oportunidad a las personas de conformar sus propios principios, criterios, ideas y valores que las armen frente a los intentos que siempre va a haber de manipularlas.
El último acto de esta decimosexta jornada nos llevó al ámbito político y jurídico. Legislar la libertad de conciencia y la laicidad fue su tema. Las reflexiones que compartimos todos fueron ofrecidas por José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo, María José Fariñas Dulce, catedrática de Filosofía del Derecho y Juan José Picó Pastor, presidente de Europa Laica. Presentó y moderó María José Frápolli Sanza, catedrática de lógica y filosofía de la ciencia de la UGR. A través de sus diversas y dispares intervenciones se puso de manifiesto que, desde el punto de vista jurídico, no resulta fácil ni tampoco hay consenso sobre la necesidad de la promulgación de una ley de libertad de conciencia en España, algo que viene pidiendo desde hace tiempo Europa Laica. En este punto se plantean muchos interrogantes, como el de si basta con lo recogido en la Constitución de 1978 para garantizar el derecho a la libertad de conciencia, y si con el aparato normativo actual es posible decidir sobre todos los supuesto de objeción de conciencia que se pueden dar en multitud de situaciones de lo más diversas, desde el médico de la sanidad pública que se niega a practicar una eutanasia al concejal que se niega a casar a una pareja de homosexuales por razón de su conciencia.
Soy muy consciente de que son todas cuestiones que no forman parte de las preocupaciones principales del común de la ciudadanía, pero son vitales desde el punto de vista de la práctica democrática, de la vida en comunidad en definitiva, es decir, de una auténtica vida humana. Hay que afrontarlas y darles razonable acomodo para evitar conflictos que puedan, llegado el caso, hacer metástasis y acabar generando problemas más graves de convivencia.
La laicidad es cosa de todos, no sólo de Europa Laica, que sabemos que somos pocos y que nuestras reivindicaciones no están en el frente de batalla político más candente en términos mediáticos y de la opinión pública. Pero resistiremos. Por el bien de la democracia.
La única causa que se pierde con seguridad es la causa abandonada.
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